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País para sus ojos: poesía y periodismo / Entrevista imaginada a Julio Daniel Chaparro

Entrevista imaginada a Julio Daniel Chaparro.

por

Lucas Ospina


24.11.2024

Ilustración: Santiago Guevara

Julio Daniel Chaparro está en Villavicencio. Su familia, que vive aquí, apenas lo ha visto: lleva tres días encerrado en el apartamento de su amigo Jaime Fernández, dedicado a terminar su tercer libro de poesía, que quiere publicar antes de cumplir 30 años. Hace algunos años, junto a Jaime y otros compañeros, fundaron revistas como Oriente y la corporación cultural Entreletras, una patria de la amistad bajo un lema constitucional: “lo mejor de la poesía son los amigos poetas”.

El libro ya tiene fecha de lanzamiento: será el domingo 5 de mayo de 1991, en el salón José Eustasio Rivera de la Feria del Libro de Bogotá. Sin embargo, Julio Daniel está haciendo ajustes de última hora para corregir lo que llama “los inevitables errores de dedografía, insalvables cuando de chuzografía se trata”.

Hemos venido a esta ciudad para entrevistarlo, hablar de poesía y periodismo. Este artista encarna un perfil que conecta con la esencia de la revista universitaria que queremos lanzar: Julio Daniel Chaparro entiende el periodismo como una extensión de la literatura. No se limita al periodismo que escribe sobre literatura o que ejerce la crítica literaria; apuesta por explorar y explotar la riqueza del lenguaje al servicio del periodismo.

Su agenda reciente ha sido agotadora: Tumaco, Volador, el río Güejar, El Carmen, Tacueyó… Viaja mucho como periodista de El Espectador y es el alma peripatética de la serie Lo que la violencia se llevó. Este ambicioso proyecto, lanzado por el periódico en su renovación centenaria, busca ser verdaderamente nacional y resistir, con vida, las múltiples formas de muerte que ha enfrentado esa empresa periodística en su historia reciente: amenazas, atentados, el asesinato de su director Guillermo Cano hace cinco años, una bomba en su sede principal en 1989, el asesinato de columnistas como Héctor Abad, el estrangulamiento económico por una gran tenaza corporativa, y la persecución implacable de las mafias y el narcotráfico. El Espectador es, según Julio Daniel, “un espejo necesario que pocos quieren mirar”.

En esa serie de reportajes, Julio Daniel recorre pueblos que han sido escenario de masacres perpetradas por distintos actores armados. Su intención es sencilla pero poderosa: respirar los paisajes, hablar con las personas y sentir el clima emocional del lugar. “Desde esta sección de Vida Colombiana puedes ver cómo es realmente el país, sus realidades”, nos dice. Añade que algo que sorprende a los habitantes de esos sitios es “ver a un periodista de la capital”.

Lo encontramos al final de su desayuno; la cita es bien temprano. El tiempo apremia. Le agradecemos por recibirnos y nos disculpamos por haber insistido durante meses para forzar esta última sesión. Él intenta ser amable, aunque tiene muchas cosas en la cabeza. Aun así, nos recibe cantando, con una sonoridad férrea y calibrada. Infla el pecho como un discreto pájaro satisfecho y pasa de “los aretes que le faltan a la luna” a “si mi querencia es el monte, y una punta de ganado, ¿cómo no quieres que sueñe con el sol de los venados?”. Luego apaga la radio, dejándonos sentir que su atención estará completamente dedicada a nosotras, dos estudiantes.

Hemos viajado inspiradas por la vez que lo escuchamos, hace ya un tiempo, en la Casa de Poesía Silva en Bogotá, donde suele recitar sus versos. Aquella noche parecía que el periodo sin prisa de la poesía —tan distinto al periodo urgente del periodismo— podía extenderse indefinidamente, ocupando la gélida noche bogotana, mientras él recitaba sus poemas como si pudiera hacerlo por siempre.

Julio Daniel tiene un hoyuelo en la barbilla y casi siempre lleva una mochila al hombro. En ella carga un lápiz pequeño y un diminuto cuaderno donde anota todo lo que ve, no importa si está en modo poesía, periodismo, en un rincón apartado del país o en una fiesta en el Café Libro o el Bilongo, entre risas y gozo pagano, puede alargar la fiesta hasta el amanecer, retomando al día siguiente el hilo de su texto donde lo dejó, a veces con poemas tenaces nacidos de resacas tanto físicas como espirituales y con una memoria que no pierde nombre.

Sus pintas son una extensión de su espíritu: viste de blanco para sus citas con poetas, con su único jean roto y sandalias para la rumba, y de cachaco abrigado cuando llueve. Para las salidas lleva una ruana larga que le deja los brazos libres para tomar notas y un sombrero. En la mesa está una de sus libretas.

En la redacción de El Espectador, Julio Daniel es conocido por sus ocurrencias. Poeta natural, los versos se le caen y quedan regados. A veces alguien los recoge, los lee, y sabe que son suyos. Sus compañeros recogen los papelitos, reconociendo su firma en cada línea. Su pose favorita de imitar al joven García Márquez, con un auricular de teléfono y los pies sobre un viejo escritorio que sobrevivió al bombazo de Pablo Escobar, le arranca risas a sus colegas.

Su carisma natural es innegable: de sonrisa franca y timbre de voz imponente. Combina el porte relajado de un Tom Selleck criollo con las gafas de un Héctor Lavoe de los años 70. Desde joven, ha sido un líder: en el colegio, luchó por los derechos de sus profesores, lo que le valió la expulsión. Pero eso no detuvo su aprendizaje autodidacta, alternando lecturas de Marx, Nietzsche y Lenin con los cómics de Mafalda y Condorito. En casa, creció escuchando los discos de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés que su padre traía de Cuba, regalos que le traía a su hijo especial al que se refería como “EL CHINO”. Mal jugador de fútbol, y como su padre, es hincha de Santa Fe.

Ponemos en marcha la grabadora, pero es Julio Daniel quien comienza la entrevista. Nos pregunta qué estudiamos. Mi amiga responde: Literatura. Yo añado: Periodismo. Y él nos dice:

—A mí, a los 19 años, después de ser llevado a la fuerza al servicio militar —y de salir molido a golpes tras sobrevivir a un teniente que quiso darme un tiro de gracia por estar reseñado como izquierdoso en los archivos de contrainteligencia—, me dio por estudiar Derecho en Bogotá. Pero no me fue bien; tanto código que memorizar… Además, la vida en la ciudad era cara, y me tocaba vender poemas en los buses para sobrevivir. Prefería curiosear por el mundo artístico que asistir a clases. Por ahí tengo pendiente terminar mi tesis de Literatura en la Sabana.

—¿Cómo se llama el libro de poesía que lanzará en la próxima Feria del Libro?

—Se llama Árbol Ávido.

—¿Y de dónde surge ese nombre?

—Algo tendrá que ver con mi familia, donde hay de todo: pintores, músicos, teatreros, cineastas, poetas, periodistas y algún que otro dedicado a las ciencias sociales. Somos una especie de tribu nómada, una cultura de narradores. Mi abuelo Julio fue el pintor ebrio de Tunja; el abuelo Daniel Hurtado, Liberal cargaba la herencia de la violencia, vendió chicha y nos legó, quizás por eso, nuestra inclinación a la degustación de la cerveza en sociedad. A los liberales los expulsaron de Boyacá, y él terminó en los Llanos, en San Juan de Arama, como alcalde. De ahí, por el trabajo en radio de mi padre, que es locutor y periodista deportivo, el destino nos llevó por Valledupar, Duitama, Sogamoso, Cali… En mi familia siempre ha habido esta tendencia a ser como árboles ávidos. No sé qué extraña mezcla de nutrimentos genéticos y culturales nos impulsa, pero tenemos esa avidez por la vida, ese deseo de apurarla con intensidad. Para nosotros, vivir en la resignación o en la superficie nunca ha sido una opción. Vibramos, y aunque las emociones puedan parecer medidas, ocultadas, enmascaradas, la vida en nuestra familia siempre se vive como un asunto de vida o muerte.

—En sus crónicas para El Espectador lo vemos recorrer desde el Llano hasta el Eje Cafetero, las dos costas, las montañas del Cauca y los campos y lagunas de Boyacá. Aquí, en Villavicencio, recuerdan una crónica de hace años donde dio voz a las prostitutas y causó cierto revuelo. Más recientemente, optó por conversar con el portero de la Asamblea Constituyente en Bogotá en lugar de entrevistar a los constituyentes. En otra crónica, se encuentra con un paisano llanero con alma de nihilista que, como policía en Medellín, es objetivo militar de Pablo Escobar. Y en otra más, habla con un caficultor indiferente a los indicadores económicos; en otra da cuenta de una rumba de salsa en el emperifollado Teatro Colón con su amigo Fernando Linero al piano; en otra hace un boceto muy acertado en un diálogo fugaz con José Agustín Goytisolo. ¿Cómo percibe que esos vasos comunicantes entre literatura, periodismo y poesía le ayudan a ser fiel a los hechos?

—No sé… [piensa un momento antes de responder y lo hace como si le llegara un fogonazo]. Pasamos de la poesía convertida en prosa a la prosa que se transforma en denuncia, luego en testimonio y, al final, en el testigo hecho periodista.

—¿Y cómo describiría el periodismo que usted hace?

—En El Espectador, mi colega Luz Marina Giraldo dice que lo que hago es una especie de etnografía: cuidadosa en la descripción no solo de los colores de las imágenes, sino también de sus sonidos, vientos y olores. Sin embargo, editores veteranos como José Salgar opinan que el periodismo y la poesía no deberían mezclarse. Creen que eso “almibara” el periodismo. Incluso, con cariño y humor, me dicen que soy la reencarnación retórica de Julio Flórez y su romanticismo tardío. Nacho Gómez se burla de los largos párrafos de mis crónicas, donde puedo pasar horas mordiéndome las uñas con la indecisión de dejar o no una coma, y los llama “danielescos”. Pero esto no es un invento mío. En Estados Unidos, escritores como Truman Capote, Tom Wolfe, Gay Talese y Susan Sontag han utilizado recursos de la ficción para enriquecer el periodismo. Y en estas latitudes tenemos a García Márquez, Rodolfo Walsh, Alma Guillermo Prieto, Juan José Hoyos, Germán Castro Caycedo y Alfredo Molano, quienes también han elevado el periodismo al nivel del arte.

—¿El periodismo le roba espacio a la poesía? ¿Pasa esta última a un segundo plano?

—Es una pregunta recurrente, y mi respuesta siempre es la misma: el periodismo es otra manera de ver la vida. Me nutre, porque mi poesía se inspira en las realidades concretas que intento reflejar. Lo que digo en una crónica me enriquece literaria y poéticamente. Así que no hay conflicto. Si estuviera escribiendo narrativa, tal vez podría haber confrontación, pero no siento que el periodismo limite mi poesía.

—¿Nunca ha pensado en escribir una novela? Muchas de sus crónicas tienen un evidente componente narrativo.

—Sí, la intención es narrar mientras registro un hecho específico. Pero no intento acercarme a la ficción; no es lo mío inventar historias. Prefiero contar las cosas tal como son, enriqueciéndolas con elementos literarios y poéticos, pero siempre dentro de los límites de lo que puedo observar y reportar.

—¿Cómo describiría su poesía?

—Mis poemas responden a un proyecto estético que ha evolucionado en sus formas, pero mantiene un eje constante: escribir como escribe el viento, si parafraseamos a Ezra Pound. Intento que mi poesía sea una inquieta certidumbre, donde el lirismo convive con la realidad, abordándola desde la sensación, no desde la descripción superficial. Mi acercamiento a la poesía comenzó con el rock y la música popular, que fueron mi puerta de entrada. En Colombia, muchas veces se dicta qué es poesía y quién puede ser considerado poeta, convirtiéndolo en un círculo cerrado. Esto podría ocurrir, por ejemplo, en el Magazín Dominical de El Espectador. No creo que haya mala intención detrás; simplemente es una forma tradicional y excluyente de operar. Yo no soy parte de los que crean o promueven carreras literarias bajo esa lógica. Como dijera Germán Vargas Cantillo, ser poeta es la mejor forma de ser algo.

—¿Cree que ha habido una respuesta interesante a esa «dictadura del silencio»?

—Sí, absolutamente. La respuesta ha sido una multiplicación de publicaciones y experiencias culturales en Colombia, pequeñas, pero intelectualmente muy ricas. Como la de mi amiga Eugenia Sánchez con el programa Página Impar de la Radiodifusora Nacional de Colombia o lo que pasa en la Revista Ulrika. Los jóvenes poetas y escritores están expresándose con fuerza, reflexionando en voz alta y apuntando a metas mucho más ambiciosas que las de generaciones anteriores. Es un momento esperanzador para nuestra literatura.

—¿Se siente afín a algún poeta en particular?

—Es una pregunta difícil, porque nunca lo había reflexionado profundamente. Me interesan muchos poetas colombianos; los he leído con atención, pero no creo que pueda identificarme con uno de manera tan explícita. Sin embargo, soy un lector entusiasta de varios poetas, como Aurelio Arturo, quien pertenece a la generación anterior, y de algunos contemporáneos a nuestra latitud con los que me siento cercano, como Roque Dalton, por su obra y trágico destino. En lugar de buscar una identidad o una relación directa, lo que encuentro es una alegría que me gustaría poseer, una riqueza lírica que admiro mucho. Me atraen especialmente los poetas que exploran las equivocaciones del lenguaje como medio para abordar temas éticos. También aquellos que recurren a lo coloquial o confesional, buscando una elaboración literaria más directa. Recuerdo un poema de un poeta de los 70 que se preguntaba «¿Para qué sirve la poesía?» y respondía que era inútil, un recurso para los vagos. En cambio, las generaciones anteriores veían la poesía como una tabla de salvación, un medio para la supervivencia, para dar voz a la angustia existencial y a la resistencia.

—¿Qué balance puede hacer de lo que han hecho?

—Somos pocos y menores; no lo hacemos tan mal, pero tampoco muy bien que digamos. Ningún libro editado en los últimos diez años merece una memoria de cita o comentario. Nuestros novelistas han tomado la ruta más fácil: no recrean, sino que literalizan la realidad; no nominan, sino que inventan. Con pocas excepciones, nuestros poetas apenas balbucean. Como autores de hechos estéticos, nadie los conoce. Ese paisaje visto y no vivido, esa falta de interiorización, esa negativa a afirmar que paisaje y hombre son un todo, un poema, son los elementos que hacen que la mayoría de nuestra literatura sea un folio más, poco importante. Incluyo en este análisis, por supuesto, mis propios libros. Mi tío Barbini, el actor,  dice que mis primeros balbuceos poéticos son producto de la urgencia de querer comunicar un mundo interior, pero que he ido afilando mis instrumentos, formando con paciencia un lenguaje y puliendo mejor mis palabras.

—En el ensayo Generación emboscada, que nos compartiste en fotocopias hace unos meses, hablas de este momento en específico.

—Sí, tal vez sea pronto para afirmarlo, pero digámoslo: la creación de los poetas más jóvenes, quienes precisamente integran lo que hemos llamado «una generación emboscada», constituye un juicio auténtico al país reciente, su asunción y su exorcismo. Esa obra en marcha ha sido elaborada desde el silencio, es decir, desde la sinceridad. Quizá por eso permite tantas lecturas. Quizá, por eso mismo, por venir de donde viene y como viene, demuestra que quienes son colombianos y además poetas jóvenes —doble riesgo mortal, no cabe duda— son incapaces de matar, pero no de matarse. Si no hay país, por lo menos hay paisaje. Si no hay barriadas ni muchachos, al menos ha quedado algo entre las huellas. Si hay muerte, también existe el amor: precario, incapaz, pero acaso suficiente. Si el futuro no existe, como tampoco el pasado, queda el poema, el epitafio.

—¿Expresión romántica?

—Podría ser. Pero es así como se sobrevive. Porque ambos extremos del error están anotados en el poema. En este sentido, un verso de Fernando Linero es más claro que cualquier argumentación:

«Mientras el cuchillo visita a los escribas del alba
pinto tus muros, lunación de hembra.»

Versos como estos no buscan una verdad ni quieren impartir una enseñanza. Son eco, gesto, una señal para los pájaros. Juan Gustavo Cobo Borda recuerda que Edgar O’Hara decía que en Colombia, como en México, los poetas jóvenes escriben bien: son pulcros, educados, pero incapaces de volar. Demasiado contenidos, demasiado escritores.

El día antes del asesinato de mi amigo Pedro Nel Jiménez Obando, senador víctima de la persecución contra la Unión Patriótica, le mostré a mi madre el poema Si un día me encuentran muerto en la calle. «Ay, mijo, qué feo escribe», me dijo. Le respondí: «Mamá, es la única realidad de la vida. La muerte es toda la palabra que tenemos. Ay, mamá, si algunos amigos no tuvieran por dentro una fe que no cesa de asustarme… Digo, ¿qué va a ser del amigo sin amigos?»

—Así contada, su vida parece una novela…

Sí, yo hago la novela de mi vida. El otro día estaba con mi hijo Daniel en el cerro de Cristo Rey, contemplamos Villavicencio. Bajamos por un sendero entre la maleza y, al pasar junto a una alberca abandonada, escuchamos cánticos extraños. Le dije a Daniel que se quedara atrás y me acerqué cautelosamente hacía unos árboles. Al regresar, le expliqué que era una tribu desconocida para el hombre blanco, pero amistosa. Le sugerí seguir descendiendo y, durante el camino, le conté sobre ellos. No sé, Piedad, la mamá de Daniel, mi mujer, con la que nos queremos desde que ella tenía 18 y yo 19, dice que he cambiado mucho, día a día.

—¿Tiene miedo?

Aquí hasta ser poeta es un peligro. Hace unos años, con los “Poetébrios” —Andrés Romero, Jaime Fernández, Agustín Murcia y el fotógrafo Constantino Castelblanco— lanzamos el primer libro que editamos de mi querido «El Ebrio» Rosero desde el edificio más alto de Villavicencio. Desde ahí tiramos un ejemplar que cayó justo en un carro de bomberos que pasaba. Hicimos ruido, madreamos al alcalde, y al bajar nos esperaba la policía. Casi no salimos de esa.

Con Nacho en El Espectador y esa misión casi suicida de hacer periodismo en este país, inventamos el esquizofrenómetro: un medidor del ánimo diario en la sala de redacción. Variables como el redentor tipo Simón Bolívar, el miedo al desempleo, la vanidad personal, las ganas de fama, la adicción a la adrenalina, el periodismo como deporte de alto riesgo o la persona en situación de periodismo. En nuestro rango tolerable está el honor de ser cronista en el periódico que tuvo entre sus filas a García Márquez, o de llegar a ser investigador delegado por Don Guillermo Cano, con la ambición de hacer historia. Aunque, claro, en este país te pasan a la historia por derecha, para que dejes de hacer periodismo.

¿Cómo ve a Bogotá?

Desde acá, es evidente: la gente allá en Los Andes no sabe lo que es el horizonte.

* * *

El 24 de abril de 1991, al comienzo de la noche, son asesinados Julio Daniel Chaparro y el legendario fotógrafo Jorge Torres en Segovia, un pequeño pueblo antioqueño enclavado en la cordillera central. Ese mismo pueblo había sido escenario, tres años antes, de una masacre cometida por el grupo paramilitar Muerte a Revolucionarios del Nordeste liderado por Fidel Castaño (a quién Julio Daniel había mencionado en un reportaje previo para El Espectador). El 11 de noviembre de 1988, una caravana de camionetas con hombres armados disparó ráfagas y lanzó granadas a todo lo que se movía, asesinó a más de 40 personas y dejó a otras 50 heridas, mientras la Policía y el Ejército no hicieron nada. La masacre, dirigida especialmente contra los simpatizantes de la Unión Patriótica, dejó a la población de Segovia rota, muchos desconfiaron aún más de la fuerza pública y se inclinaron a apoyar a la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, que aglutinaba varios grupos insurgentes.

Julio Daniel y Jorge llegaron en avión al aeropuerto de Remedios y se registraron en el control militar. Al llegar a Segovia, fueron al hotel Fujiyama, dejaron sus maletas y, después de hacer una llamada desde el teléfono de la recepción, salieron a recorrer las calles. Torres fue visto tomando fotografías en lugares como el cementerio, la plaza principal, el monumento a María y el parque. Según el expediente de una investigación policial y judicial deficiente, minutos antes de ser asesinados, una patrulla militar detuvo a los periodistas del El Espectador para interrogarlos sobre su presencia en Segovia y los dejaron continuar su camino.

El testimonio de Julio Daniel sobre los momentos previos a su asesinato, cuando recibió tres disparos en la cara, sobrevivió en tres hojas de su libreta de apuntes que, en algún momento del proceso legal, alguien fotocopió antes de que la Fiscalía la incinerara, junto al resto de sus pertenencias por considerarlas un «grave peligro para la salud» de sus funcionarios por estar “impregnadas de sangre y suciedad”. Sus anotaciones muestran que, al final de la tarde, estuvieron en un estadero donde tomaron cerveza, escucharon música y Jorge tomó fotos de la mujer que los atendió. Entre sus últimas palabras, Julio Daniel escribió: “SANDRA: Me voy, esto está muy miedoso”. Luego salieron en busca de algo o de alguien. Lo último que se conserva de sus notas es una línea de un poema: “Asoma el blanco sol de abril”.

Como señala Alfredo Molano en su obituario, Julio Daniel vivió lo mismo que Sylvia Duzán: no pudo escribir sobre sus asesinos, aunque dedicó toda su vida a narrarlos. El ejército que los mató no dejó casquillos de bala, y las cámaras de Torres nunca aparecieron. Sus cuerpos permanecieron por horas en el pavimento, con los carnets de El Espectador aún en los bolsillos, antes de que alguna autoridad hiciera presencia. La investigación judicial calificó el hecho como un “incidente aislado y espontáneo” y, décadas más tarde, lo atribuyó a un error del Comando Central de la guerrilla del ELN. Sin embargo, como afirma Daniel Chaparro, hijo mayor de Julio Daniel, lo que realmente quedó sin esclarecer fue “el asesinato de dos periodistas”. Él lucha para que la memoria de su padre y su obra periodística y poética no sean olvidadas. “Mis dos hijos serán mañana sus dos padres, como yo soy mi padre y soy mis hijos”, dijo Julio Daniel en uno de sus poemas.


Diálogos: Jaime Fernández / Marisol Cano / Ignacio Gómez / Gustavo Adolfo Garcés / Evelio Rosero / Fidel Cano / Catalina Loboguerrero / Lecturas: Inquieta Certidumbre, Antología poética y periodista, Julio Daniel Chaparro (1962-1991), Fundación Fahrenheit 451: Rodolfo Prada, Ignacio Gómez, Nicolás Sánchez, Fernando Hernández, Héctor Julio Chaparro, Piedad Díaz, Claudia Forero, Alfredo Molano, Alfonso Cano / Facebook: registros del X Festival de Literatura de Bogotá, Homenaje al poeta y periodista Julio Daniel Chaparro, Fundación Fahrenheit, 2021 / Corporación Cultural Entreletras https://entreletras.com.co/


ENTRE SUEÑOS

                                                         En memoria del amigo

-¿Qué cosa miras, Julio Daniel?

“en el alféizar hay un nido”

-¿Y qué escuchas?

“otra cosecha de pájaros”

¿Cómo lo sabes?

Porque “el árbol mueve sus hojas como un arpa”

Y esa imagen es

“eco en el cuenco de las manos”

-¿Qué podrías decir de tus amigos?

“niños que escuchan la hierba”

“la tarde entera fueron bellos”

¿Por qué perseveras en la poesía?

“para agotar la bondad de un vino”

-¿Qué imagen tienes de tu juventud?

Un “muchacho que salta en el vacío”

-¿Y de tu país?

“bestia acorralada”

“puebla la noche su alarido”

-Recibe un abrazo, ten nostalgia de nosotros, querido Julio Daniel

“dulce esta noche extraña”

“entiendo que me inventas”

“piensen en mí y recuérdenme cantando”

Gustavo Adolfo Garcés

Envigado, octubre de 2019


Sala de redacción de ausentes es un homenaje a los periodistas colombianos cuya labor ha sido silenciada por la violencia. Impulsada por la Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, esta campaña busca honrar la memoria de aquellos periodistas que, desde 1977 hasta hoy, han sido asesinados por realizar labores informativas en Colombia. El objetivo es revivir esas voces y explorar el impacto que tuvieron en la historia y la huella que sus ausencias dejaron en la sociedad colombiana.

Uno de los pilares de esta iniciativa son las Entrevistas imaginadas, una metodología que da vida a voces ausentes a través de diálogos ficticios basados en testimonios, lecturas y archivos. Para la segunda entrega de este proyecto, curado por el artista Lucas Ospina, se ha reconstruido una entrevista imaginada con Julio Daniel Chaparro, periodista asesinado en 1991, quien se destacó por su sólido periodismo narrativo y por una prometedora propuesta poética. El diálogo con amigos, colegas y poetas cercanos a su vida y obra, como Evelio Rosero, Jaime Fernández, Fernando Linero, y Daniel Chaparro, permite aproximarnos a su perspectiva y preservar su legado. 

A esta campaña se suma la Asociación de Medios Impresos, AMI, y medios como El Tiempo, El Espectador, La Silla Vacía, Publimetro, La Patria, Vanguardia, El Diario, La Nueva Crónica, El Colombiano, Rutas del Conflicto, Cerosetenta y La Liga contra el Silencio. Esta alianza contribuye en la construcción de un museo de la memoria que hace eco del silencio impuesto a quienes fueron asesinados en el ejercicio de su oficio. 

Toda la información en: www.memoriasdelperiodismo.co

Julio Daniel Chaparro (1962-1991) fue un joven poeta y periodista que logró, en el breve paso que le permitieron tener en este mundo, establecer un sólido periodismo narrativo. Su propuesta poética no maduró tan rápido como su crónica, y jamás sabremos el avance final de sus poemas, aunque su nombre se incluya en antologías de poesía colombiana. Cuando lo asesinaron estaba haciendo una serie de crónicas que tituló “lo que la violencia se llevó”, para el diario El Espectador, último medio para el que laboró.

Sala de redacción de ausentes: en Colombia, desde 1977 hasta 2024, han sido asesinados 167 periodistas por realizar labores informativas. Cada uno de estos asesinatos ha generado una censura que cuesta medir, pero que nos acompaña día tras día. Las censuras de hoy también son producto de la que vivimos ayer. Para entender la palabra silenciada que nos habita, visite la “Sala de redacción de ausentes”, conozca sus periodistas, crónicas, entrevistas, metodologías y objetivos en el oficio, y junto a su trabajo, explore el vacío que dejaron sus asesinatos y la huella impuesta tras su partida. 

Esta iniciativa de la Fundación para la Libertad de Prensa hace museo de esa memoria y eco de ese silencio.

www.memoriasdelperiodismo.co 


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