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Hechos reales

Lapü y Midnight Family: dos documentales que se replantean el compromiso del documental con la verdad

por

Ricardo Dávila


16.03.2019

El documental como género presupone contar la verdad, a diferencia de la ficción cuyo compromiso es en cambio con la verosimilitud, con lo que parece verdad. Como espectadores, al leer la ficha de las películas y notar que son documentales hay un pequeño cambio en uno, en la disposición mental y corporal, uno hasta se sienta con la espalda más rígida, casi solemne. Al ver un documental, las palomitas y los nachos no están tan bien vistos tampoco, porque de lo que nos van a hablar es serio, es en-serio, pues no está “basado en hechos reales”, sino quesonlos hechos reales.

Sin embargo, en el panorama actual, como puede verse en esta edición 59 del FICCI, han surgido nuevas formas de pensar el documento fílmico, menos ligadas al reportaje y más hermanadas a formatos muy similares a lo que se ha denominado como no ficción. Documentales como Lapü (2019) de Juan Pablo Polanco y César Jaimes y Midnight Family (2019) de Luke Lorenzen cuentan, cada uno desde su orilla, con unas estructuras narrativas que hacen tambalear la mesa de la verdad, al renunciar a los lugares comunes del documental como los típicos apartes con entrevistas, los testimonios o el narrador omnipresente. Todo ello sin dejar de mirar con atención “el objeto de estudio”, sin dejar de retratar.

En el caso del primero, este grupo de jóvenes colombianos, por medio de un trabajo riguroso, que contó con más de dos años de visitas a la Guajira, un grupo dedicado a la investigación, numerosos intérpretes y, sobre todo, sensibilidad, optaron por algo supremamente arriesgado: documentar un sueño. “Lapü” justamente significa “soñar despierto”, de manera que estamos parados desde el título mismo de la película ante el mundo de lo surreal. Los autores toman este oxímoron y lo propagan por toda la estructura. Cuentan incluso ellos mismos que esta fue una película que se iba construyendo cada día, que no tuvo un guion con diálogos previos, como pudiera creerse, por el efecto poético y los momentos en los que suceden, sino que se trataba de una narrativa que seguía la dinámica del ritual pero que se dejaba afectar por el trabajo directo con Doris y la comunidad wayuú, con su forma de contar como pasó, lo que pasó. Optaron entonces por no separar de manera abrupta la vida y la muerte, el sueño y la vigilia y prefirieron ponerlo todo en un mismo plano.

Recrearon por ejemplo el momento en que Doris le cuenta a su abuela el sueño que desencadena todo el ritual, con el fin de que la anciana le dé luces sobre qué debe hacer con el cadáver de su prima.

Sin duda es a partir de esa decisión narrativa de donde se desprende el ritmo contemplativo de la película, que por varios momentos hace que su recepción sea muy exigente. En ese viento misterioso, que parece ser un espíritu del tamaño del desierto, se transportan los momentos más memorables de este viaje; el sonido del cráneo desprendiéndose; el codo raquítico de la abuela en el chinchorro; las manos cruzadas en primer plano que oran y llaman, los lamentos fúnebres que se cuelan en otros espacios desde el montaje; los niños como micos en el árbol y Doris que se trepa para ser niña con ellos;  la saliva a propulsión de la anciana; el atardecer bicolor desde el rancho perfectamente capturado, en fin. Al finalizar uno de sus autores lo resume de la siguiente manera: “El viento es esa fuerza que no es visible pero que al contacto con otras cosas genera una vibración”.

En la segunda, en Midnight Family, el norteamericano Lorentzen nos pone al límite, nos mete ahí, dentro una ambulancia privada desde el primer cuadro. Aquí el fenómeno narrativo es también experimental, pero sorprendentemente aristotélico, redondo como un guion de manual. Todas las historias se cierran, hay presentación, caracteres, clímax, etc. “En México DF hay solo 45 ambulancias para nueve millones de habitantes”, nos advierte un letrero, pero de ahí en adelante todo será convivir con la familia Ochoa, sin más palabras que las que ellos pronuncien.

Estamos parados frente a una emergencia dramática, literalmente, pues en cada noche con los Ochoa, la vida y la muerte pende de un hilo. De eso viven, ese es su negocio familiar. El documental es tan intenso como cómico, todo está a punto de agotarse, el dinero, la gasolina, la vida.

Sin embargo el contrapunto yace en lo cotidiano que resulta algo de semejante gravedad. Son tan redondos los personajes, hay tantos punch lines, que uno diría de manera apresurada: “Esto está libreteado”. Pero el libreto es la vida misma, Josué, el niño gordo que evoca aquel viral y memorable “Edgar se cae” es real, él realmente le reclama a su familia “la comida es para llenarse y no para saborearla”. Juan, el joven líder de la ambulancia, le cuenta a su novia Jessica al teléfono cómo se mueren o no los pacientes, cómo otras ambulancias le ganan la carrera, cómo la extraña, y nosotros, todos los espectadores somos Jessica. Se agota el diesel de la ambulancia y aunque puede ser resuelto por Luke, o más exactamente, por la producción, no lo hace porque el problema de la vida diaria real es una siembra dramática para el guion cinematográfico, para el artificio.

Ambas formas de ver el documental como un relato que puede tener el mismo poder narrativo de la ficción me desbarata, como espectador, como autor, mi noción de creación, pero aún así, desbaratada y todo, la amplia. Se conecta también con ese tópico monumental del Siglo de oro español que sostiene que la realidad hace parte de una obra que sucede en el “Gran teatro del mundo”, en el que las personas, las cosas y los animales somos personajes y los paisajes y lugares, el escenario en el que se desenvuelve la trama de la vida.

 

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Ricardo Dávila


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