“Me da risa cuando dicen que Colombia es un país de derecha. Este es un país de insurgentes”: Juan Cárdenas

Entrevista con el escritor colombiano a propósito de su última novela, Peregrino transparente.

por

Santiago A. de Narváez

editor de 070


09.03.2024

Esta es una entrevista con Juan Cárdenas. Un escritor cuyo proyecto literario está adentrándose por grietas por las que parecen no haberse metido los espeleólogos o los brujos. Un proyecto que –a riesgo de equivocarse– está aventurando maneras de la narración que le hacen gambeta a las fórmulas. Que está ofreciendo lecturas sobre la tradición (política y literaria) del continente para pensar el presente. Cuyo lenguaje se ha empeñado en desamarrar nudos ideológicos y en señalar entuertos y posibles salidas. En inventar una tradición de “revoltosos” —con un aparato crítico que se nutre del arte, las ciencias sociales y naturales, la música, la filosofía, el cine y, por supuesto, la poesía. 

La excusa fue la publicación de su última novela. La conversación ocurrió hace algunos meses. Los temas a tratar fueron múltiples si es que se trata de señalar temas. Enumeraré tres: la claudicación vegana, las drogas como poderosas tecnologías para pensar y la Guerra de la Triple Alianza. Esa guerra en la que Brasil, Argentina y Uruguay se aliaron para “cascarle a los pobres paraguayos solo porque no le querían dar la maldita concesión de los bancos y el ferrocarril a los putos ingleses” dice él.

Peregrino transparente, la novela que nos convoca, editada por Periférica, ocurre durante la época de la Comisión Corográfica, mil ochocientos cincuentas, “un ambicioso proyecto científico cuyos principales objetivos eran la descripción de la geografía humana del país, el levantamiento de mapas y la ubicación de recursos con potencial económico en el territorio nacional” dice el narrador de la novela. 

La narración se presenta a sí misma como una de vaqueros: una especie de aventura, un western acerca de un humilde pintor de iglesias –el misterioso Pandiguando–. Un tipo persigue a otro por un territorio “salvaje”, dice el narrador. Y transcurre (¿de ahí su voluntad cartográfica?) en distintos escenarios. Enumero siete:  Mompox, el río Magdalena, la ciudad de Popayán, la ciudad de Honda-Tolima, la ciudad de Panamá (cuando todavía era la República de la Nueva Granada, claro) la laguna de Fúquene y por si fueran pocos cuerpos de agua: el lago de Tota.

Entonces tenemos una novela con aventuras –pintores que persiguen pintores–, investigaciones, malentendidos, persecuciones, refilones ensayísticos y descarrilamientos del lenguaje. Una irresponsable novela fantástica que tiene monstruos, bala, lloviznas, fiestas, aguaceros, globos aerostáticos, gente feliz en una cantina, gente borracha soñando en un cantina, gente hablando de un joven país y de la posibilidades de esa nación americana entonces. (La abolición de la esclavitud, por si acaso, fue en 1851, la revolución de los artesanos en 1854 y la primera etapa de la Comisión se dio entre 1850 y 1859). ¿En qué se iba a convertir esa joven república, la Nueva Granada? ¿y cómo leemos las derrotas del pasado de manera no conservadora? 

Bueno, eso y otras cosas más suceden. Vayan, léanla y háganse su propia idea. 

La entrevista es larga para los parámetros actuales, pero de rápida absorción…me parece a mí que soy un ignorante en materia de drogas.

Juzguen uds:

P: Bueno, entonces empiezo.

R: Dale, dispará.

P: ¿Cuál es el lugar de esta novela en tu obra?

R: (silencio) Pues eso es difícil responderlo sin decir un cliché o alguna vaina de la que luego te arrepentís, pero sí siento que es más un libro de llegada, que un libro de apertura.

P: ¿De llegada?

R:  De llegada. Es un libro en el que cerré un montón de cosas que había abierto en las otras novelas y que por eso mismo es un libro que me va a obligar a un cierto ejercicio de desvío, como de empezar a hacer otra cosa. Porque es un libro que para mí recoge el trabajo de las novelas anteriores y lo lleva un sitio distinto, obviamente. Pero creo que aquí cerré. 

P: ¿Desde qué novelas? ¿Desde Zumbido (su primera novela)?

R: Sí, desde la primera. Siento que ahí se cerró un arco y que ahora viene otra fase de la que no sé muy bien. 

P: Ok. En la presentación de la novela en la librería Matorral, hablaste con Giuseppe Caputo, y decías que el proceso fue de ir a tientas, porque las otras novelas habían sido como una suerte de operetas de Mozart… 

R: Sí, dije eso ¿no? lo de Mozart. Sí, porque las otras novelas tienen un poco eso como de sonata, no de opereta. Esa cosa como ligera y muy cerebral y que en el fondo tiene una estructura muy cristalina. Entonces eso hace que esas novelas tengan un trabajo especial y una manera de trabajarlas, que fue diferente. Pero esta no. Esta es una novela donde hay muchos titubeos. Esa cosa de “no sé muy bien para dónde voy a ir: quizá conviene que les cuente primero esto, pero en realidad no sé para dónde me va a llevar…”. ¿Me entendés? como que hay una cosa de medio perderse. Por eso es bien diferente: el procedimiento es diferente, el narrador está construido de una manera muy diferente a los libros anteriores. Pero (silencio) quizá lo que sí…es que no sé cómo llamarle a eso, pero quizás lo que sí vengo como madurando es una cierta noción o un cierto feeling de clasicismo, que me interesa en los libros. 

(no hay manera de hacer vanguardia si no se mantiene la tensión con el clasicismo)

P: ¿Cómo es eso?

R: (silencio) Cuando digo clasicismo no me estoy refiriendo como a una cosa medio dieciochesca, a un señor con peluca. No me refiero a Mozart. Sino más bien a clasicismo en el sentido de un tono sobrio y ligero que tiene la literatura clásica grecorromana. Hay algo de eso que me interesa. Uno de mis libros favoritos es El asno de oro de Apuleyo, que es un libro complejísimo, pero que es un libro de aventuras. Y es un libro donde hay un montón de peripecias, te acordás del argumento: a este tipo que lo transforman en un burro unas brujas y luego todo es desde el punto de vista del man, convertido en burro, tratando de ver cómo hace para dejar de ser un burro. 

Entonces esa cosa que tienen las novelas clásicas, la literatura clásica grecolatina, es a eso a lo que llamo clasicismo. A esa ligereza. A esa sobriedad. A esa cosa que parece legible. Que parece fácil. Me gusta esto de que “parece fácil”. Y de que la absorción sea muy inmediata, como una droga que rapidito te hace efecto, ese tipo de escritura que lo tiene la literatura clásica. Vos estás leyendo la Ilíada y de repente vos estás completamente ahí, metido en eso, ¿no? Y la Odisea también. Algo que la literatura clásica tiene mucho: como un amor por la transmisibilidad. La idea de contagio. A eso me refiero con clasicismo. A mí me parece que, en ese sentido, Tarantino es clásico. Es ese tipo de manera de hacer en la que estás jugando de manera muy libre con las formas, pero hay un gusto por ese por ese tono contagioso y ligero. Y esa es la palabra: ligereza.

P: ¿Habría una ruptura ahí con todo el tema de la vanguardia, que  es algo que te ha interesado? ¿O eso se mantiene?

R: No, al revés. Es todo lo contrario. El problema con la vanguardia es que muy fácilmente se convierte en una fórmula. Eso le pasa a la vanguardia permanentemente y es un riesgo que también creo que es necesario correr, a riesgo de equivocarse. Para no ir más lejos: yo creo que vanguardia es cuando García Márquez hizo Cien años de soledad. Lo que pasa es que, claro, se volvió una fórmula. La absorción de eso fue tan masiva y se generó toda una corte de imitadores de ese estilo y de esa manera de ver el mundo, que eso se volvió una fórmula. Pero si lo pensás con algo de distancia, si eso no hubiera tenido éxito, esa novela es increíble. 

(el problema de la vanguardia es que muy fácilmente se convierte en una fórmula)

P: Hay un tema ahí con la recepción de una novela. Con la forma en que se recibe un texto y la lectura que tienen los libros cuando los lanzas…De cómo la lectura del público de García Márquez transforma a García Márquez y a Cien años de soledad y hace que la novela se vuelva otra cosa…

R: Sí, se vuelve la cosa más comercial, pero a mí el García Márquez que hace Cien años de soledad no me parece menos vanguardista que Borges haciendo El aleph. Para nada. O que Guimarães Rosa haciendo El Gran Sertón, o que Clarice Lispector haciendo La pasión según G.H. El hecho de que algo se vuelva masivo o popular no le quita un ápice de su gesto radical. Porque ahí todavía sigue ocurriendo algo en ese libro. Van a tener que pasar décadas para que podamos volver a percibir ese gesto súper radical que es Cien años de soledad. Pero hay demasiado ruido alrededor de ese libro como para que la gente pueda percibirlo. 

Por eso te digo: esa tensión entre el clasicismo y la vanguardia es la que a mí me interesa. Creo que no hay manera de hacer vanguardia, si no se mantiene la tensión con el clasicismo. Es eso.

P: En la presentación de tu novela dijiste que en la literatura colombiana hay un montón de joyas, pero hay muy malos lectores o muy malas lecturas. Y quiero que ahondes un poco en esa idea. Primero en el tema de las joyas, que yo sé que tú destacas, por ejemplo, a La vorágine como una de esas joyas. Pero el tema de las lecturas que ha habido de esas joyas me llama la atención…

R: Sí, podríamos mencionar varios textos que tendrían que entrar en ese canon de los revoltosos. Lo que pasa es que el marco de lectura que hemos hecho en la literatura colombiana para poner esos textos –y leérnoslos y explicárnoslos a nosotros mismos, los colombianos– ese marco es pobrísimo. Conceptualmente es un marco que tiene un montón de falencias teóricas. Y es esencialmente conservador y poco creativo: no hemos tenido los críticos que estén a la altura de textos como Cantos populares de mi tierra de Candelario Obeso, que es de 1870. Ese es un libro de poemas de vanguardia. Agarrar los cantos de bogas del río Magdalena y convertirlos en esos versos, ese trabajo sonoro con la lengua, poniéndolo en forma de poesía y encima el pequeño manifiesto que Candelario pone al comienzo de ese texto, que es como es un manifiesto de vanguardia. 

(un libro de crítica literaria tiene que ser un texto de creación literaria)

P: ¿Y no se lee como eso?

R: No, lo leen como folklore, que es lo que siempre hacen con todo lo que producen negros e indígenas en Colombia: los folclorizan. Y el problema también es que, muchas veces, los propios negros e indígenas se auto folclorizan poniéndose en ese cajón, que el hombre blanco les ha creado en el mercado. Pero nadie lee a Candelario Obeso como lo que es: ejercicios de una enorme radicalidad, de un trabajo brutal de desmontaje de estructuras sonoras de la lengua española, hablado en negro boga del río Magdalena. Eso es una vaina increíble. Loca. Y aquí dicen como “ay, mirá qué bonito los versos del negro”. Y esa lectura es ridícula. Es no darse cuenta de lo importante que es ese texto para la literatura latinoamericana. Luego por supuesto, como suele pasar también en Colombia, esos textos han tenido lectores extranjeros mucho más interesantes…¡Nicolás Guillén! En el desarrollo de esta estética negrista, Nicolás Guillén menciona a Candelario Obeso y dice: este cabrón lo hizo primero. Pero acá no nos damos cuenta de esas vainas. 

Le pasa lo mismo al pobre Arnoldo Palacios. “Ay, escrito chocoano…”, ¿escritor chocoano? Eso tiene de todo menos de folklore. Creo que María de Jorge Isaacs es una novela leída muy mal, con muy poca imaginación, muy poca carga de inteligencia teórica. La obra de Tomás Carrasquilla también. En otros lugares se habrían hecho una fiesta con eso. 

P: Con La vorágine, que se la leyó como novela de la selva…

R: ¡Con La vorágine también! Imagináte, el mejor texto que se ha escrito sobre La vorágine lo hizo Sylvia Molloy, que es el texto donde ella habla de enfermedad y contagio en la novela y donde termina creando una conexión entre el personaje de Arturo Cova y el Fernández de De sobremesa de José Asunción Silva –otra novela fundamental con la que nos habríamos podido hacer una fiesta. Ni que hablar de la obra de León de Greiff, que más allá de que te guste o no te guste, ahí hay una operación conceptual con toda la tradición. La relación que mantuvo León de Greiff entre vanguardia y clasicismo también es muy interesante. Es un trabajo que aquí habríamos podido hacer y es un trabajo que hace re falta.

(la máquina es puro contenido positivo)

P: ¿Qué hace falta para que eso suceda? ¿Creatividad? ¿Pedagogía? ¿Instituciones?

R: Yo creo que hace falta darse cuenta de que la teoría es creación literaria. Acá los académicos no suelen ser creadores literarios, no entienden el ejercicio de la crítica como creación literaria. Y eso es lo que, por ejemplo, mantiene a la tradición argentina tan viva. O sea, yo no sé hace cuánto que no sale un gran libro en Argentina. Hace un buen rato. 

P: (risas)

R: Hay cosas buenas, obviamente, pero hace mucho rato que no sale un gran libro, como nos suele tener acostumbrados la literatura argentina. Pero es que la conversación es buena porque, como hay grandes críticos, hay toda una cosa armada en la conversación. Y eso es lo que me parece que no que no sucede en otras tradiciones. Por ahí en la peruana también ha pasado, por épocas. Pero a nosotros nos hace falta hacer ese trabajo. Es que un libro de crítica literaria tiene que ser un texto de creación literaria. La tradición no está ahí como un mausoleo, la tradición se inventa. Vos tenés que imaginar la tradición. Y ese ejercicio creativo, que al mismo tiempo es teórico y creativo, esa vaina no hay acá… o ha habido muy poco.

P: Ajá…

R: A mí, por ejemplo, me gusta mucho la obra crítica de Ernesto Volkening. No hemos vuelto a tener un crítico así desde que Volkening se murió. Por ahí Hernando Valencia Goelkel tenía una manera de leer que era interesante. Es decir: aquí hubo una época donde sí se ejerció la crítica con un poquito más de altura…

(hay demasiado ruido alrededor de Cien años de soledad)

P: Y también porque a la par había revistas, instituciones…

R: Bueno, claro, es que es eso. Estaba Eco, estaba Mito. En los suplementos dominicales de El Espectador y El Tiempo se hizo un trabajo increíble. Y eso servía como de caldo de cultivo para lectores más creativos. Yo le echo la culpa a lo que pasó en los 90, cuando todo eso se vino para abajo, la lógica de los suplementos también decayó, las revistas que empezaron a aparecer creo que no fueron capaces de llenar ese hueco bien. Y lo que empezó a pasar es que el mercado se volvió el único criterio de lectura.

P: Bueno, sigo. En una entrevista reciente decías que, a propósito de la Comisión Coreográfica, la práctica de pintar un país era una operación política…La Comisión sucedió antes de que la fotografía circulara de manera masiva en el país. ¿De qué manera afectó –esta no entrada de la fotografía en– la política de pintar al país? 

R: Si se hubiera hecho con documentación fotográfica, la Comisión claramente habría sido muy distinta: estética y políticamente. Además, pensá que como la fotografía todavía no se había popularizado, se veía como una cosa del espectáculo, el ejercicio de documentación estaba más puesto en la acuarela. Esto ahora nos parece un absurdo, pero en 1850 la placa fotográfica era una fantasmagoría, mientras que la acuarela era el testimonio de que una persona lo vio y lo pintó. La pintura podía ser una herramienta científica. Porque la voluntad inicial era documentar al país, no crear visiones pintorescas. Luego, como yo también lo digo allí, esas imágenes se deslizan a otras esferas de la cultura y se vuelven también parte de un determinado proyecto de nación. 

(todo lo que producen negros e indígenas, en Colombia lo folclorizan)

P: Una pregunta que te tengo que hacer es por el siglo XIX. ¿Cúal es la potencia utópica y emancipatoria de ese siglo? ¿Por qué tu interés en el siglo XIX?

R: Es que yo creo que el siglo XlX no se ha acabado…pero en ninguna parte del mundo. Yo creo que el ciclo histórico que se abrió en el siglo XlX por las dinámicas del capitalismo…

P: ¿Qué dinámicas? ¿Las independencias en América?

R: Las de las independencias en América tuvieron un influjo en esa fase del capital. Pero me refiero más a un tipo de relación con las cosas. En El capital, Marx lo explica muy bien cuando habla del fetichismo de la mercancía. Y dice que en esa fase del capital se produce una separación entre la noción de materia y la noción de vida. La materia ya no está viva, sino que es simplemente una cosa inerte que se puede usar para obtener un provecho económico. Todavía no nos hemos hecho cargo lo suficiente de esto. Las crisis que estamos viviendo –crisis medioambiental, crisis económicas– tienen mucho que ver con ese momento en que se separa la noción de materia y la noción de vida. El hecho de que lo material ya no esté vivo, sino que yo lo vea como materia que uso para ganar plata. 

Eso ocurre, según la teoría marxista –y yo creo que no se ha hecho una descripción más fina que la que hace Marx– cuando dice: “date cuenta que esto tiene que ver con el desarrollo de la noción de mercancía”. Y claro, esa noción tiene en su interior un sustrato religioso, que es lo paradójico. El mundo se vuelve inanimado, pura materia explotable, pero a través de un vericueto religioso en la noción de mercancía. Y eso te explota la cabeza. ¡Pa! Y te preguntas ¿cómo es posible que esto lo hayamos hecho como especie? Porque esto no lo hizo una persona o unos pocos industriales, esto lo hizo toda la especie humana. Claro que el siglo XlX no se ha acabado, seguimos allí. Fíjate que esto es lo que le está sucediendo al régimen de las cosas. 

(estar vivo es estar drogado)

P: Okey…

R: (silencio) Voy a ensayar una idea. Buena parte de los discursos súper fundamentalistas del veganismo sólo son posibles hoy en día en una sociedad que precisamente ha renunciado a tener una relación profunda con la idea de que la materia está viva. ¿Cúal es el truco vegano? El truco vegano es “yo no quiero que sufran los animales”, a lo que tu respondes ¡pues claro! ¿quién va a querer que sufran los animales? Pero entonces hay unas cosas que sí pueden sufrir porque no chillan: las plantas. Y ya se ha descubierto que incluso las plantas chillán, mandan señales de alerta cuando se las están comiendo. Es decir, necesariamente hay que hacerse cargo de que para comer algo estás matando otra cosa viva. Siempre. Creo que ser vegano es como haber aceptado una derrota histórica. Además con una solución que ni siquiera es una solución. Solo se puede ser vegano en el régimen del fetichismo de la mercancía y habiéndolo aceptado como una cosa irreversible, una  ley natural absoluta. Porque vivís en el régimen de las cosas, donde vida y materia están separados. Y estás tratando a tus frijoles como si fueran materia inerte.

P: Tú ya has hablado en otros momentos –incluso en textos– de tu obsesión con las imágenes y de esa cosa de que las imágenes están vivas. ¿De dónde viene esta obsesión por las imágenes? ¿Hay algún mito de origen con esa obsesión?

R: Tendría que inventarme uno porque no lo he pensando, pero fíjate que yo soy lector y fanático de Aby Warburg, el historiador de arte del siglo XlX. Y él hablaba de las variaciones históricas de las formas de las imágenes –el pathosformel, la forma sensible–, que son formas históricas sujetas a transformaciones a lo largo del tiempo. Lo interesante para él es ir siguiendo esas formas. Y cuando Warburg estaba pensando en Darwin estaba pensando la historia de las imágenes como quien piensa la historia de una especie, de la morfología de una especie. Ese sería el origen intelectual de esa idea. 

(en los 90 el mercado se volvió el único criterio de lectura)

P: Ya…

R: Pero también hay un origen biográfico, que yo lo cuento en Volver a comer del árbol de la ciencia, porque creo que a mi me influyó muchísimo haber nacido en Popayán y haber sido expuesto desde muy chiquitito a las imágenes religiosas. Yo vengo de una familia que no era religiosa, de liberales de izquierda, y los tíos de mi abuela eran artesanos y ebanistas. Y durante mucho tiempo se ganaron la vida haciendo imágenes religiosas. Yo he recorrido varios de los pueblos del Cauca en donde todavía quedan imágenes que tallaron ellos: en pequeñas parroquias de pueblos, en otros lugares que ya han desaparecido, en muebles que intervenían… los materiales que se te ocurran las tallaban ellos, César y Federico. Y haber estado tan expuesto a esas imágenes religiosas de chiquito me marcó para siempre y me volvió muy sensible a la pintura. 

P: En la presentación de la novela hablaste sobre cómo a partir de la aparición de la especie humana en la Tierra las biologías devinieron históricas. Y decías que hay un continuo. Que no tiene sentido separar la biología de la historia. ¿Puedes ahondar en esta idea?

R: Es que no existe todavía esa disciplina que agrupe las dos cosas y que te permita hablar sobre esto. Pero en el arte uno sí puede tratar las dos cosas juntas y en la literatura uno sí puede tratar historia y biología como una misma cosa: es lo que yo he tratado de hacer en este libro. Pero suena como muy pomposo dicho de esa manera. Pero sí, ¿por qué hemos generado esta fantasía de que nuestra historia está por fuera de la biología? Como si hubiéramos venido efectivamente de otro planeta y nos hubieran puesto acá. Es re loco eso.  

(no saber es una facultad humana)

P: En la conversación con Giuseppe Caputo él te pregunta sobre la escena de la tercera parte de la novela, en la que este bogotano, que quiere entrar a la alta sociedad, tiene que escoger a cuál de los dos tipos va a salvar de la prisión en Panamá, y Giuseppe hacía uso de esta escena para decir: “bueno, caímos de este lado de la historia”. Y tú dijiste una cosa que me resonó, decías: “no hay un arrepentimiento de que las cosas hayan terminado así. Yo quiero ser de acá tal y como se dieron las cosas”…

R: Claro… porque hay como dos posibles lecturas generales de una historia como esta ¿no? Una es el viejo ejercicio nacional: “Ay, si no hubieran matado a Gaitán, habría sido no sé qué”, “ay, si los liberales hubieran ganado la Guerra de los Mil Días…”. Es la pregunta conservadora de Vargas Llosa: ¿En qué momento se jodió el Perú?; que siempre nos la pasamos obsesionados de en qué momento se cagó esto para decir “ahí estuvo el problema”. Eso es muy típico del pensamiento conservador colombiano. Y ya el extremo de los extremos es Gómez Dávila, a quien yo adoro, que dice “después del siglo XIII todo se jodió… la modernidad es una cagada, etc”. 

P: Y entonces…

R: Y en lugar de pensar así, como “en qué momento se jodió el Perú”, es como “aceptemos la historia en su infinita complejidad y entendamos cuáles de esas fórmulas políticas siguieron vivas y cómo siguieron vivas”. Pensando en esa cosa biológica. En la biología pasa eso: hay especies que durante miles de años son una pichurria, que no le importan a nadie porque están allá abajo y de repente algo cambió en el contexto y esto se transforma en algo tremendo. Pero esto solo pasó porque venía siendo una pichurria. 

(la literatura es la gran máquina de no saber)

P: Una especie que igual sobrevivía…

R: Exactamente, eso seguía vivo. Es más, el hecho de que una especie se extinga no significa que muchas de las adaptaciones morfológicas de esa especie desaparezcan con ella. De hecho, ocurre que muchas otras especies cargan con esas adaptaciones morfológicas incluso atrofiadas dentro de ellas mismas. Y con las ideas políticas pasa lo mismo. Dentro de cada señor que se cree Mussolini, dentro del más facha, del más uribista, dentro de esa persona hay gérmenes y adaptaciones morfológicas de extrema izquierda completamente liberadoras, que probablemente ese señor transmite sin siquiera darse cuenta. Es algo que a todos nos pasa. O como el mega mamerto de manual que te recita El capital de memoria, luego es un hijo de puta que trae a un perro policía adentro. Y las ideas políticas funcionan también de ese modo. 

Por eso me rehusó a pensar contrafácticamente. Es decir, ¿qué hubiera pasado si no sé qué…? Y claro, hay mucha gente, precisamente porque es conservadora, que dice “tu novela es sobre cómo fracasaron los artesanos”… Los artesanos no fracasaron… Esos eran los tíos de mi abuela, super de izquierda, que venían de esa tradición de artesanos del siglo XIX. Entonces, esas cosas siguen ahí circulando y contagiándose. Y a mí lo que me interesa es eso, ver cómo florecen esas cosas y no pensar de manera reaccionaria y nostálgica como Gómez Dávila.

P: Pero justo al final de la primera parte de la novela, cuando (el pintor) Henry Price vuelve de verse con los artesanos y tiene el encuentro con la viuda, el narrador dice: “ya no vendrá el tiempo de los artesanos, vendrá el tiempo de la madre que chupa”. Y viene ese párrafo final en el que se habla de la revolución fallida. Y da un poco la sensación de fracaso histórico… 

R: Es que yo tampoco puedo decir “ay, sí, en realidad los artesanos ganaron”. No. Los hicieron mierda, los deportaron, los mandaron a Panamá y sin embargo no pudieron acabar de matar eso, ¿me entendés? Todas esas energías están allí ¡Claro que no pudieron acabar el tiempo de los artesanos! Vino esta época de república oligárquica y jodida de los primeros gobiernos de los gramáticos, Núñez y todos estos cabrones…. Aunque bueno, antes hubo ese experimento de los radicales que fue interesantísimo. A la gente se le olvida que, por ejemplo, Colombia fue el único país que se opuso a la guerra de la Triple Alianza, que eso es una de las peores ignominias que hemos hecho en Sudamérica. O sea, se unen todos estos cabrones a cascarle a los pobres paraguayos solo porque no le querían dar la maldita concesión de los bancos y el ferrocarril a los putos ingleses. Colombia fue el único país que dijo “esa vaina no está bien”. 

P: Y eso fue durante los gobiernos radicales…

R: Claro, sí, fue con el gobierno radicales, ellos se opusieron. Entonces no siempre hemos sido el Israel de Sudamérica ¿no? En esa época teníamos más dignidad…Pero bueno, la estamos recuperando…

(solo se puede ser vegano en el régimen del fetichismo de la mercancía)

P: Ahí están esas tradiciones subterráneas que perduran, lo que hablabas ahorita…

R: ¡Claro que sí! Y este es un país de insurgentes. Me da risa cuando dicen que es un país de derecha…será en el barrio del que lo dice, yo no sé. Este es un país, con la historia política tan convulsa que tiene, de insurgentes. Donde la gente arma revoluciones y contrarrevoluciones permanentemente. Y con eso no estoy diciendo que todas las revoluciones sean buenas y que sean iguales. Lo que estoy diciendo es que es un país insurgente, uno país de gente que dice “no, toca irnos al monte a echar bala, pana, porque esto está bravo, vamos a hacer la revolución”. Estoy describiendo un hecho. Pero que también habla de una tradición de levantarse contra el poder injusto y una tradición de organización popular. 

P: Hay un texto tuyo que publicaste en Universo Centro, Pequeño cuadro negro, que es sobre el yagé pero al mismo tiempo es sobre la literatura. Quiero preguntarte, primero, sobre las sustancias que alteran la conciencia… tú has hablado de los hongos, lo mismo del yagé.  ¿Cuál es la relación entre esas sustancias y tu escritura? ¿Sucede de esa manera?

R: No, para nada. Esa cosa de escribir drogado y todo eso, no.  No me considero parte de esa tradición. Tampoco he entendido muy bien esa separación que se hace entre sustancias que ‘alteran’… ¡Es que siempre estamos alterados! No hay un estado de sobriedad cero, siempre estamos bajo el estímulo de algo. Estar vivo es estar drogado. Pero está esta gente que cree en ‘la sobriedad’. Por eso me encanta esa frase de Tom Waits, que le dicen un día “las drogas son para gente que no es capaz de lidiar con la realidad” y él responde “no, la realidad es para personas que no saben lidiar con las drogas”. Es una frase que me encanta (risas). 

P: (risas)

R: El problema es la idea de la realidad. Yo creo que las drogas son tecnologías para pensar. Yo conozco mucha gente usuaria de ayahuasca, que se van a Guasca a buscar al Taita Querubín y se vuelve imbécil. Me dan ganas de decirles “pana, esa vaina no le hace bien”. Tengo un amigo, que lo quiero mucho, pero el pobre dejó de tomar con unos taitas con los que tomaba, y se fue a tomar con otro grupo de empresarios, altos funcionarios del gobierno, unos gringos medio ricos de California, productores de cine… Se volvió idiota y además de derecha. Entonces “ay, la planta de poder”. Y no, la ayahuasca es buena si hay alguien que te esté piloteando el camino, porque eso no es fácil. No es para cualquier pendejo. Creo que también la gente frivoliza mucho con eso. Puedes ver que es un tema que me gusta. Soy usuario de drogas, no tengo adicción a ninguna, pero soy usuario relativamente habitual. 

P:  ¿Sigues tomando ayahuasca?

R: No, dejé de tomarla hace muchos años. La tomé durante bastante tiempo, pero la dejé de tomar porque sencillamente sentí que se había vuelto una sustancia que era como una mamá regañona, que tenía una parte castigadora. Y por ahí en una época necesitaba que me castigaran un poquito, pero luego ya en un momento dije pero ¿yo por qué  estoy acá? Entonces me pasé a los hongos. 

P: Que son mucho más juguetones…

R: Son mucho más juguetones, van mucho más con mi manera de estar en el mundo, que es más juguetona, más irónica. Hay algo en los hongos que siempre te permite una distancia irónica con las cosas. Te cagás de risa. Te enseñan al mismo tiempo, porque son hiper cerebrales. Hay muchas voces. Personajes. Escenas. Los encuentro más amables, más lindos… Aunque también conozco una cantidad de gente que se fue a la mierda…(risas) Así que las drogas son una cosa que requiere trabajo. Y en un mundo donde lo que se privilegia es una lógica de consumo, muy poca gente está dispuesta a hacer ese trabajo. 

(Este es un país de insurgentes)

P: En este texto de Pequeño cuadro negro  haces, hacia el final, un rescate de la literatura como un ejercicio de la ambigüedad, en donde el misterio –de la vida, del mundo, del cuerpo– puede darse. Cosa que nunca le pasa a una máquina –ahora con todo este furor de Chat GPT etc–. La máquina nunca va a tener el privilegio…

R: ¡De no saber! La máquina no sabe cómo no saber. Y no saber es una facultad humana. Solo los seres humanos pueden no saber, porque la ignorancia se representa como una falta. Pero esa falta tiene una forma concreta siempre. Eso es lo que una máquina no va a tener jamás. Nunca. La máquina no puede no saber. La máquina siempre sabe. Porque la máquina es puro contenido positivo. La máquina no tiene negatividad, no tiene faltas, no tiene huecos, no tiene ausencias. La máquina nunca va a poder decir “no lo sé”. Y no saber, en el caso de la máquina, es no disponer de una determinada información, pero no disponer de una determinada información no es no saber. El no saber se presenta como una ausencia, como un hueco muy concreto y eso es una experiencia humana.

P: ¿Cómo entra la literatura ahí? 

R: Porque la literatura es la gran máquina de no saber. Para eso sirve. La literatura te enfrenta a  una determinada manera de no saber en un juego de descubrimiento. Es muy loco porque es una paradoja. Vos vas descubriendo cosas a través de la lectura pero finalmente, cuando llegás al final de una gran experiencia de lectura, es un hueco, es un vacío, es una ausencia. Es un no sé. Y pues sí, uno puede resumir el argumento de La montaña mágica: Hans Castor tiene tuberculosis y se va a no sé dónde y no sé qué. ¿Pero eso es La montaña mágica? No, ni en pedo. La montaña mágica es toda esa experiencia de descubrimientos y el hueco que te queda al final. Y el placer literario es ese vacío, es ese no saber. Y al mismo tiempo la satisfacción intelectual de haber hecho el viaje de descubrimiento. Son las dos cosas: tenés una llenura rica, comiste bien, te dieron satisfacción cognitiva; y te quedó el hueco.   

P: Y hay que convivir con el hueco… 

R: Pues es que el hueco es lo que nos hace humanos. El hueco es lo humano. Y la literatura –como ningún otro arte, por ahí la música– te enfrenta con eso. Viste cuando uno termina de escuchar una gran canción, de esas que te revuelcan en el suelo. Que uno dice: “qué satisfacción y qué vacío”. Y entonces la tenés que volver a poner. Y el hueco es lo que no se va. 

P: Bueno, listo, eso es. Gracias. 

R: No me hagás sonar como un idiota.

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Santiago A. de Narváez

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