“Donde el crimen no es una ruptura momentánea del statu quo sino una muestra de un entorno social enfermo que lo engendra”: esta podría ser, sin modificación alguna, la descripción de Colombia, el predicado de un slogan publicitario de honestidad brutal para promocionar al país. No lo es, claro. Es una de las formas en que Andrés Vélez, literato de la Universidad de los Andes, caracteriza el cine negro. Los ejemplos colombianos de este género son los protagonistas del ciclo de cine negro que Vélez organizó en el marco de la Semana de las Artes y las Humanidades. Tres películas sobre crimen y remate de conversatorio con un director y un guionista: toda una pantalla para esas producciones nacionales que compiten contra la cartelera mundial.
En este género la literatura abrió el camino y el cine lo recorrió de arriba a abajo. En la novela The Big Sleep, Raymond Chandler parió a Philip Marlow, el detective privado, astuto y bebedor. Siete años más tarde Faulkner convirtió la novela en guión y Humphrey Bogart se convirtió en Marlowe. El género, con la capacidad de migración y versatilidad que Vélez le atribuye, llegó a Colombia. Según su conteo, en lo que va del siglo se han producido unos 25 largometrajes que encajan en él. La discusión es el lugar de un género enfocado en el crimen en un país que es foco de crimen.
En el conversatorio de cierre José Luis Rugeles habló sobre García, su segunda película, la primera del ciclo: “Cuando trabajé en García no estaba en una búsqueda de cine negro ni criminal sino de amor. Es una película sobre el desamor, en realidad”. Contó que el crimen no es el centro sino el detonante, lo que pone a los personajes en movimiento. Le ha pasado varias veces que, al ver García o Alias María, película sobre una guerrillera de las Farc, la gente exclama “¡otra película de bala y de guerra!”. Rugeles y Vélez están de acuerdo en que, en realidad, no son tantas. Más es la confusión de los colombianos entre el suministro constante de violencia “real” que ofrecen los medios y el crimen “ficticio” del cine. Todo se confunde en una masa, se manifiesta en una sensación de indigestión de violencia.
Ese hartazgo explica las ganancias magras de las películas nacionales de crimen en las taquillas. Al menos eso piensa Camilo de la Cruz, guionista de La Semilla del silencio, segunda película del ciclo. Para él el cine criminal o negro revela la suciedad de la sociedad y eso, cree, no es algo que muchos colombianos quieran ver en su tiempo libre. Prefieren reírse, distraerse, abstraerse, olvidarse de prensa y reportes diarios de esa suciedad. Aún así, al igual que Rugeles, considera que hay pocos elementos más efectivos que el crimen para poner a marchar tramas y personajes. Para él, además, “hay una violencia impregnada en muchos narradores por la realidad del país”.
Para Rugeles y de la Cruz el crimen no es fórmula, artificio ni búsqueda de efecto. Es parte esencial de la realidad, inquietud y componente imprescindible de las películas que quieren ver en pantalla. Esa, en lo que a ellos concierne, es la responsabilidad de directores y guionistas: darle vida a la obra que quieren contar, embarcarse en procesos creativos honestos. Si de boletería se tratara ya se hubieran montado al tren de las comedias de navidad. Prefieren enfrentarse todos los días a la paradoja que su país les presenta al ser fuente privilegiada de historias y audiencia hastiada de la violencia. Su reto es mostrar el crimen desde nuevos ángulos y producir emociones a pesar de la anestesia.