Amor y otros giros afectivos en el discurso político colombiano

El gobierno electo del Pacto Histórico se expresa con un lenguaje menos belicista que el que ha empleado el poder político en la historia de Colombia. Gustavo Petro y sobre todo Francia Márquez se apoyan en el alcance ancestral y popular de la palabra como herramienta para producir el cambio que prometen.


Ilustra: Nefazta
Política del amor

“Hoy, Presidente Duque, recibe Usted un país atemorizado porque regresaron los crímenes a uniformados de la Fuerza Pública, reaparecieron los secuestros, y creció la extorsión. Hoy recibe Usted un país, presidente Duque, en donde las voladuras de oleoductos crecieron. Hoy recibe Usted un país donde el hurto a personas aumentó y los delitos sexuales se incrementaron. Hoy recibe Usted un país, con un crecimiento exponencial de organizaciones criminales como el ELN, el EPL, las disfrazadas disidencias de las FARC y las BACRIM. Grupos terroristas que se financian con el narcotráfico y la minería criminal. Le corresponde a Usted, Presidente Duque, como Comandante Supremo de la Fuerza Pública, no solamente realizar los relevos en la cúpula, sino generar un cambio en la mentalidad de los nuevos comandantes para recuperar la seguridad y la tranquilidad de los colombianos”.

Esas fueron, hace cuatro años, las palabras de recibimiento al ahora saliente presidente Iván Duque de Luis Ernesto Macías como presidente del Congreso. Hoy, el lenguaje es otro. Gustavo Petro y Francia Márquez, una de las figuras sobresalientes en el período comicial, parecen querer marcar una distancia de la tendencia discursiva de los pasados gobiernos en el país, caracterizada por peroratas de guerra a las que suman la idea del enemigo interno o las amenazas del “castrochavismo” vecino. Ahora, sin embargo, el gobierno electo acoge hasta la palabra amor en su gramática de poder.

Desde inicios de campaña y hasta su reciente victoria, Petro expresó con algunas variaciones el mismo mensaje: “Necesitamos del amor, entendida la política del amor como una política del entendimiento, del diálogo, de comprendernos los unos a los otros”. También dijo: “No es matarnos los unos a los otros, es amarnos los unos a los otros”. Y Márquez, quien acuñó términos infrecuentes en el debate público, repitió: “Este será el gobierno de los nadies y las nadies de Colombia. Vamos las mujeres a erradicar el patriarcado y el racismo estructural. Vamos por los derechos de la comunidad diversa LGBTQ+. Vamos por la paz de manera decidida, sin miedo, con amor y con alegría. Vamos por los derechos de nuestra madre tierra, de la casa grande”.

Progresivamente, además, el gabinete convocado por el Pacto Histórico ha reaccionado con una retórica similar. “Un gobierno para la paz no puede promover odios, pero tampoco proteger impunidades”, dijo Iván Velásquez, designado para la cartera de Defensa. Patricia Ariza, nombrada Ministra de Cultura, escribió: “Hoy me celebro. La vida es bella, ya verás”. Susana Muhamad, para el Ministerio de Ambiente, prometió: “Vamos a trabajar juntos desde los territorios; y cumpliremos las propuestas para que Colombia sea potencia mundial de la vida”. Alejandro Gaviria, en su derrota como aspirante a la presidencia y luego nombrado Ministro de Educación por su competidor político, lo aceptó: “Fue una campaña del amor”.

Este aparente cambio en el discurso no es solo márketing político y tampoco un fenómeno sin precedentes: hace parte de una narrativa ancestral, popular y de tradiciones discursivas de izquierda, que podría tener implicaciones en la forma en que nos concebimos como sociedad. Poco a poco, y con ciertas resistencias, expresiones como “vivir sabroso”, “ubuntu”, “hasta que la dignidad se haga costumbre”, entre otras, se incrustan en la opinión pública, en las agendas de los medios y en el diálogo ciudadano.

Sobre la vida

“Colombia, potencia mundial de la vida” es una frase que en cualquier otro contexto no parecería obvia pero que en una historia de país signada por la violencia y el conflicto parece un cambio paradigmático. Según explica la filósofa Laura Quintana, quien se ha ocupado de investigar los efectos que producen los discursos y cómo estos performan nuestros comportamientos sociales, el lenguaje podría incidir, como mínimo, en la manera en que entendemos el concepto de la vida en Colombia.

Hay un impacto entre pensar en términos de “defensa de la vida”, dice la filósofa, que implica interpretar que siempre nos tenemos que proteger de un otro que se constituye como amenaza; a pensar en “una política de la vida”, en cambio, que propone la existencia de relaciones más simbióticas, en sus palabras, donde nadie es una amenaza para nuestra integridad. “Quiere decir, además, que hay vida en medio de quienes son diferentes”, dice Quintana, directora y profesora asociada del Departamento de Filosofía de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes.

Una de las consecuencias que ha dejado la guerra en Colombia, y que se refleja en nuestro lenguaje, tiene que ver con una hipertolerancia ante el horror. Pensar, por ejemplo, en expresiones tan familiares para los colombianos como “buscarse una muerte pendeja” o “plata o plomo” da cuenta de la normalización y trivialización de la violencia homicida en el país. Para Yannia Sofía Garzón, economista, activista del Proceso de Comunidades Negras (PCN) y amiga de Francia Márquez, en Colombia se acepta la muerte violenta como muerte natural. Explica que nuestra expectativa de vida pasó a ser un ejercicio de supervivencia: evitar una bala cruzada, una masacre, muerte por mano propia o por mano íntima —refiriéndose a los feminicidios—, y el ciclo natural se olvidó.

“Eso justamente es a lo que nos resistimos muchas personas y, por eso, términos como ‘Hasta que la dignidad se haga costumbre’, por ejemplo, son propuestas a desplazarnos hacia un mínimo común donde todos, todas y todes podamos estar, no solo con vida, sino con las mejores condiciones”.

Sobre la dignidad

“Hasta que la dignidad se haga costumbre” fue precisamente una de las consignas de Francia Márquez estampada en miles de carteles policromáticos adheridos a las ventanas de las casas colombianas.

Esa frase, sin embargo, la dijo antes Jacinta Francisco Marcial al gobierno de México que la apresó 11 años atrás a ella, y a otras dos mujeres indígenas hñáhñu u otomí, por un delito que no cometieron.

El cómo llegó a convertirse esta en una de las icónicas expresiones de las movilizaciones sociales del continente, desde México hasta Argentina, y terminar en boca de la electa vicepresidenta Márquez, tiene que ver con la forma orgánica en que las palabras viajan y atraviesan la piel produciendo emociones y gestos.

Yannia Sofía Garzón insiste en que la dignidad, justamente, es algo que se olvidó en la política. Cree que palabras como “bienestar”, “progreso” o “desarrollo” sustituyeron poco a poco el sentido de la valía humana. La argentina Luciana Manfredi, PhD. en Management en Comunicación, legitimidad y mercadeo político, con énfasis en América Latina, cree que la criticada entrevista de Claudia Palacios a Francia Márquez sobre lo que significa “Vivir sabroso” fue una muestra de que no todo el mundo entiende lo mismo por dignidad y que no es solo una tarea política. La entrevista parece demostrar además que el cambio de lenguaje ya se empieza a enfrentar a resistencias, y no es raro, después de todo el giro de paradigma requerirá tiempo de asimilación, sobre todo de parte de algunos sectores más conservadores y centralistas.

“Mucha gente asoció el concepto con riqueza material, cuando existen estudios alrededor que lo refieren como una filosofía del compartir un espacio con respeto a las garantías humanas”.

Quintana coincide. Cree que el lenguaje que emplea el Pacto Histórico no es del todo emergente sino propio de los movimientos históricos que van de la mano con luchas contemporáneas. “Están aquellos en defensa de los territorios, por ejemplo, trabajando con luchas feministas, así como con otras identidades que han insistido en el cambio de la cultura social”.

La noción de vida digna, además, ha sido muy relevante para esos movimientos, según explica la filósofa, y el “vivir sabroso” no supone como algunos han querido pensar: vivir de fiesta, querer todo regalado. “Más bien poder tener relaciones más sostenibles con los territorios, prácticas menos extractivistas y una cultura de paz donde podamos construir desde las diferencias”, dice.

Así es como “Ubuntu” o “Soy porque somos”, conceptos que vienen de pueblos afrodescendientes que lograron sobrevivir al éxodo esclavista hacia el continente americano, contienen las historias de persecución política, territorial, religiosa, étnica y hasta científica. Una opresión de la que aún no se libran, pero que al enunciarlas dignifican su resistencia.

Sobre el debate

En términos de cultura política en Latinoamérica, Colombia ha sido una de las más particularmente violentas, dice Manfredi. “Tan solo en épocas electorales, históricamente, había intromisión de los grupos armados ilegales, los candidatos eran asesinados, los carros eran incinerados”, recuerda. Y aunque la reciente campaña no fue tan violenta como otras, estuvo signada por un vocabulario agresivo entre quienes buscaron ocupar el poder.

Para Manfredi los mismos candidatos, incluso quienes promulgaban el cambio de lenguaje, instauraron la violencia verbal en los debates, en las discusiones, en las interacciones en redes sociales, en medios. “Y la ciudadanía se mete en ese juego porque las respuestas a esas comunicaciones, así como los sentimientos y emociones que despiertan, son muchas veces negativos”, dice.

Un ejemplo de esto, asegura Manfredi, son los ‘Petrovideos’ que publicó la revista Semana. En esos videos, donde los estrategas del Pacto Histórico hablaban de cómo “atacar” a sus contrincantes para sacarlos de la contienda, mostraron —dice Manfredi— que el discurso no siempre se corresponde con la práctica política. “El salto cualitativo en Colombia se verá cuando haya una coherencia más amplia entre lo que dicen y lo que hacen en el poder”.

Cambiar las gramáticas en atriles públicos es importante, pero nunca suficiente. Según explica la filósofa Quintana, en Colombia hay formas de odio y de venganza que están bastante aprendidas luego de tantos años de violencia y de los que, de nuevo, requerirá tiempo y trabajo desprenderse.

“Las instituciones son las encargadas de promover arreglos normativos sin los cuales no habría sociedad —dice—. Los efectos que produce el lenguaje, sin embargo, surgen como esas formas de estabilización responsables de intervenciones sociales, económicas y políticas que han promovido racismo, machismo o clasismo”.

Por eso Quintana cree que pensar en contribuir para construir una sociedad diversa y plural desde el lenguaje no sirve si las instituciones no acogen el conflicto en su seno, incluso el que produjeron desde el Estado. “El Estatuto de Seguridad, por ejemplo, tuvo efectos en el espacio público, también las formas de represión que enseñaron a pensar que el conflicto es un estado deseable y que la paz es más una pacificación en donde todos sean obedientes para las instituciones establecidas”.

Cambiar los deseos o las formas de relación exclusivamente a través del lenguaje es difícil porque, según la filósofa, el discurso se inscribe en el cuerpo. “Por eso, el vocabulario más interesante que se está estructurando, no va sólo por el lado de la vida o del amor, va por el lado de la dignidad”, reitera. “Estamos ante un cambio discursivo fundamental porque implica no solo romper con una gramática de violencia —que asume que hay vidas más dignas que otras y que hay quienes merecen sacrificarla—, también apunta a construir otros escenarios y pensar lo que supone la construcción de paz al menos desde el diálogo”.

Sobre el amor

Pensar, sin embargo, en la insistencia de Gustavo Petro y Francia Márquez en “la política del amor” como una apuesta exclusivamente retórica, es limitado.

La activista del Proceso de Comunidades Negras (PCN) deduce que estamos ante un tránsito que empieza por pensar la política del amor no desde un aspecto romántico, sino desde un lenguaje que está invitando a recordar que valemos como especie que está integrada a la “aldea grande” y “casa grande”, y no aceptar únicamente el dolor como el camino heroico. “Este lenguaje invita a ponernos en disposición a sanar”, dice Yannia Sofía Garzón.

El amor en política hay que cogerlo con pinzas, agrega Quintana, porque generalmente surge entre quienes son homogéneos o comparten las mismas creencias. Para construir una relación democrática, dice Quintana, no necesariamente tenemos que fingirnos como iguales, al contrario: la vida social es conflictiva. “Ahora se coagulan unas lógicas — que aunque recogen sedimentaciones de mucho tiempo atrás—, tienen algo de transformación. ‘La política del amor’, por ejemplo, tiene menos dicotomías cuando va de la mano de la dignidad”, insiste.

Ella cree que puede haber interpretaciones pobres al pensar que la política del amor combate el odio, o viceversa. “No es sencillo porque las políticas del odio también han supuesto ciertas formas de amor, por ejemplo, cuando hay exclusión hacia los inmigrantes a través de prácticas discursivas que señalan al foráneo como indeseable, pero eso va de la mano con formas de amor como el patriotismo, o a una entidad racializada, entre otras”.

Esto demuestra que las formas de amor u odio no son opuestas, necesariamente. Y que la democracia no se trata de acallar el conflicto, dice la filósofa, sino de usar los canales institucionales para acogerlo y afrontarlo.

“Ahí es muy importante asumir que aquel que está en conflicto conmigo no es enemigo sino adversario. Es una lógica de la democracia fundamental. Ese cambio ético o moral, no viene solo desde el discurso”. La filósofa recomienda asumir una responsabilidad política que, para ella, consiste en saber que cuando todos son culpables, nadie lo es.

Sobre la palabra

Cambiar realidades a través del lenguaje es un gran desafío que propone el Pacto Histórico, pero que deberá concretar. Manfredi considera que Francia Márquez tendrá un rol definitivo como vicepresidenta para seguir en ese camino: “Más cuando su discurso sabe incluir a aquellas personas que históricamente se han sentido marginadas en Colombia, que son la mayoría, y no puede desaprovecharlo”.

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Según el Excomisionado de Paz, filósofo y filólogo, en cualquier tarea oficial la comunicación y la manera como se definen las cosas tiene efectos palpables sobre la mentalidad de la gente. Las palabras importan para pensarnos como sociedades más o menos violentas y funcionan, también, como abrecaminos.

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De hecho, la palabra para las comunidades indígenas en el territorio nacional es creadora de realidades. El pütchipü’üi o palabrero de la comunidad Wayuu, al extremo nororiental, es una autoridad moral que anda (pú’ú) con la palabra (pütchi) para mediar pacíficamente. En los 10 pueblos indígenas del Cauca, al occidente, se exaltan los Círculos de la Palabra como encuentros sagrados interculturales. En las etnias del sur, como la Tikuna, la palabra es a la materia lo que la materia es a la palabra y, al oriente del país, en cinco departamentos, se asienta el pueblo U’wa que traduce, literalmente, “gente inteligente que sabe hablar”.

La palabra es y será un oasis donde crece fértil el espacio y el tiempo.

La política del amor del “Soy porque somos” y “desde el hacer” de Francia Márquez, explica Garzón, también quiere decir que “podemos entender ese amor de nuestras relaciones íntimas e  insuflar las políticas”. Concluye que el cambio de lenguaje implica cuidar el corazón. “Eso significa tener la certeza, para quienes nos gobiernan, de que debe haber una transición que nos haga pensar otros modos, desde otros lugares, lo convencional y lo cotidiano, como la vida. No existe un solo guion, que es el que conocemos”.

El próximo 7 de agosto será la posesión del nuevo gobierno y las palabras marcarán, como hace cuatro años, una práctica política particular. Sobre ellas recae un peso contundente: el de las expectativas que la ciudadanía tiene para que lleven la prédica a la práctica.

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