Durante las últimas semanas han salido a la luz varios casos de tráfico de armas y municiones cuyo origen es la compra legal por parte de las fuerzas armadas, pero su destino son grupos armados al margen de la ley.
Uno de los casos más sonados es el de la Tercera Brigada del Ejército Nacional en el que algunos sargentos, en complicidad con militares retirados, traficaron municiones y granadas entre 2019 y 2021 a las disidencias de las FARC y a grupos de civiles que se armaron en contra del estallido social de 2021. Así mismo, también se publicó la reciente denuncia realizada por la Revista RAYA con apoyo de La Liga contra el Silencio en la que se expone que el Estado le prestó armas al reconocido narcotraficante Ñeñe Hernández y que hoy, años después, no se conoce el paradero de dichas armas. Estos casos me recordaron al robo de armas del M-19 en el Cantón Norte que, si bien tiene grandes diferencias con lo que hoy en día ocurre, tienen algo en común: en Colombia, en algún porcentaje, los grupos armados al margen de la ley se arman con material conseguido legalmente por el Estado.
Investigar sobre el comercio y la tenencia de armas en Colombia es introducirse a un gran vacío de información, también es enfrentarse a barreras para encontrar la poca que existe. Por un lado, las instituciones suelen catalogar como “información reservada por seguridad nacional” todo lo relacionado con el material armamentístico, mientras que conseguir información sobre las armas que pueden tener los grupos ilegales es aún más difícil por, precisamente, encontrarse al margen de la ley. No obstante, hay algunas precisiones de conocimiento público sobre el comercio global y local de armas que vale la pena tener en cuenta.
En Estados Unidos, Rusia, Francia, China, y Alemania se encuentran las industrias con mayor producción armamentística en el mundo: entre los años 2018 y 2022 Estados Unidos tuvo el 40 % de las exportaciones totales de armas, seguido por Rusia con el 16 %, 7,1 % Francia, 6,3 % China y 6,1 % Alemania. Los principales clientes de esta industria van desde empresas de seguridad, Estados que quieren dotar de armas a sus fuerzas militares y policiales, grupos armados al margen de la ley en todo el mundo, y también fanáticos coleccionistas de armas que creen, erróneamente, que el porte de este material es un derecho humano. Dependiendo de la legislación de cada país, el comercio legal de armas se realiza por medio de empresas intermediarias, es decir, los Estados no compran el material directamente a las empresas productoras, sino que estas otras empresas se encargan de comprarles a unos y venderles a otros y legalizar la importación de armas. Sin embargo, y como es de esperarse, existe un gran comercio ilegal.
El caso colombiano es relevante ya que ejemplifica cómo una industria que inicia legalmente llega de manera ilegal a diversos actores armados al margen de la ley, nutriendo un conflicto armado de más de 50 años que ha dejado miles de víctimas y que cada vez se renueva y se complejiza más. Colombia ha pasado por varios procesos de paz en los que la dejación de las armas se ha realizado de manera reiterativa, desde el acuerdo de paz con el M-19 en el año 1990 hasta el acuerdo con las FARC en 2016 cuando se fundieron 37 toneladas de armas que pertenecían a dicho grupo. Sin embargo, a la vez que varios grupos se han desarmado, hemos visto la facilidad que tiene la criminalidad y la subversión en Colombia para rearmarse rápidamente, lo cual nos lleva a preguntas sobre cómo funciona este mercado ilegal en el país.
Existen casos emblemáticos y mediáticos de traficantes de armas particulares, como el caso del ruso Viktor Bout, un traficante que le hacía llegar fusiles Ak-47 y explosivos C4 a las extintas FARC y que fue detenido en 2008 en una trampa impuesta por agentes de seguridad estadounidenses. Lo irónico es que mientras el Gobierno de EEUU persigue a traficantes como Bout, en su propio país se producen casi la mitad de armas del mercado mundial y, a la vez, es uno de los países en donde es más sencillo conseguirlas.
Si bien la venta ilegal de armas se sigue moviendo a través de traficantes individuales, también es cierto que durante los últimos años se han creado más redes de tráfico que involucran diversos tipos de actores de la criminalidad transnacional. El fortalecimiento de los carteles mexicanos, como el Cartel de Sinaloa, y su constante influencia en la criminalidad colombiana han impulsado un trueque entre grupos armados colombianos y carteles mexicanos en el que desde Colombia se entrega cocaína a cambio de armas que envían dichos carteles extranjeros por vía marítima, por la selva del Darién y por el golfo de Urabá. Muchos carteles mexicanos consiguen armas a través de los “compradores de paja”, ciudadanos estadounidenses que cumplen con los requisitos para adquirirlas de manera legal y que posteriormente las envían a sus verdaderos compradores. Por otro lado, en el Ecuador se consolidó recientemente una ruta de tráfico de armas que entran por el pacífico y que llegan a la criminalidad y a la subversión en distintas partes del continente, incluyendo las disidencias de las FARC en Colombia. En varias de las incautaciones realizadas por autoridades colombianas y ecuatorianas se han encontrado fusiles AM-15 y M-16 fabricados, de nuevo, en Estados Unidos.
Así, ante la poca información disponible y ante la prevalencia de armas de origen estadounidense en contextos de ilegalidad en Colombia, vale la pena preguntarse: ¿cómo están llegando las armas fabricadas en Estados Unidos a los grupos criminales y al margen de la ley en territorio colombiano? ¿Es posible que algunas de las armas traficadas de Estados Unidos a México estén llegando a Colombia a través de acuerdos entre carteles mexicanos y colombianos? La opacidad del negocio ilegal hace que no se tengan respuestas claras a estas preguntas, sin embargo es de conocimiento público que desde México ya se han impulsado demandas en contra de los fabricantes de armas estadounidenses por el tráfico cotidiano que ocurre en la frontera y las afectaciones que esto tiene en la violencia en el país.
El rastreo de las armas que circulan ilegalmente en Colombia también es complejo, la cantidad de armas que no son registradas en el país suele ser mucho mayor que las armas registradas. Como lo muestra un informe de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) que indica que de las 4.971.000 armas que había en Colombia en 2017 en manos de civiles, tan solo el 14 % contaban con algún registro en el Departamento de Control de Armas, Municiones y Explosivos, entidad encargada de hacer el registro de la tenencia de armas de parte de civiles.
En el contexto actual, los diálogos de paz que buscan instaurarse entre el gobierno actual y el ELN y los acercamientos con las disidencias de las FARC y la Segunda Marquetalia pueden ser un paso en el camino de entender y desarticular las formas en que las armas entran a Colombia ilegalmente. En dichos diálogos, se le debe exigir a estos grupos que, sí existe una verdadera voluntad de paz total, estable y duradera, debe haber un proceso de verdad sobre la forma en que históricamente se han dotado armamentisticamente, con el objetivo de consolidar garantías para el no rearme. Este tema debería ser un punto fundamental para tratar en las mesas de diálogo, en los que también es esencial la participación de la fuerza pública y su aporte con verdades sobre su papel en el tráfico de armas del Estado hacia grupos al margen de la ley.
Pero la conversación no se agota allí, es necesario repensar el rol de las armas en nuestras sociedades y en la concepción del estado moderno, incluyendo la tenencia y el uso de armas de parte del Estado que, bajo la primicia del monopolio de la fuerza enmarcado en las nociones de estado moderno, se supone debería hacer un uso correcto de estas, lo cual implica tener un control del armamento y un uso estrictamente regido por los lineamientos internacionales de derechos humanos. Pero lo que se ha visto durante los últimos años dista de ser una aplicación adecuada del monopolio de la fuerza. Durante los últimos cuatro años hemos visto cómo desde el Estado se han usado las armas por fuera de los estándares internacionales de derechos humanos. Tan solo el año pasado vimos cómo el Ejército Nacional bombardeó campamentos guerrilleros sin importar que hubiera presencia de menores de edad, también vimos cómo varias armas de fuego y armas menos letales fueron utilizadas para reprimir la protesta social dejando un número muy alto de violaciones a los DDHH. Así mismo, tampoco hemos visto que el Estado y las fuerzas de seguridad hayan sido efectivas al usar las armas para reducir la criminalidad y evitar que entren armas al país a través del mercado ilegal. Finalmente, ahora nos enteramos de cómo la fuerza pública ni siquiera puede tener el control de su propio arsenal pues, como mencioné al principio, varias de sus armas están siendo traficadas por sus propios militares con destino a grupos criminales y subversivos.
La tarea de desarmar a un país implica una mirada global y regional. Los países fabricantes de armas como Estados Unidos deben controlar más rigurosamente a las empresas productoras que alojan (un control que incluya una estricta política de trazabilidad y rastreo del armamento que venden) y, a la vez, la comunidad internacional debe ser mucho más estricta en regular dicha producción de armas. No tiene sentido que en nombre de la supuesta libertad de algunos para armarse haya una industria creciente cuyo comercio no logra controlar ningún país y que tiene efectos nocivos para la seguridad en regiones como Latinoamérica. Países productores como Estados Unidos, China, Rusia, Francia, Alemania, entre otros, deberían tener un control mucho más riguroso de su propia producción y, en caso de que no lo logren tener, deberían reducir la industria al mínimo posible, pues esta ausencia de control está inundando de armas muchas regiones con grandes problemáticas de desigualdad social.
La tarea no es sencilla, es bien sabido que la industria de las armas tiene una capacidad de lobby muy grande, organizaciones como la estadounidense NRA (National Rifle Association) han sido muy exitosas en no solo incidir en la permisividad local para el porte de armas, sino que también han logrado retirar a su propio país de tratados internacionales de las Naciones Unidas que regulan el comercio de armas. Los intereses económicos y políticos ante la creciente criminalidad impulsan discursos estatales que alimentan un extremo militarismo y una imposición de “mano dura”, dejando siempre de lado la búsqueda de soluciones pacíficas de los conflictos. Por este motivo cada vez es más urgente repensar el rol de las armas en la democracia. Si seguimos creyendo que en un Estado social de derecho es más importante dotar de armas a la fuerza pública antes que invertir en acabar con las desigualdades estructurales que muchas veces son la raíz de la criminalidad, seguiremos inmersos en el eterno espiral de violencia y en la reiterada complejización del conflicto armado colombiano. Concebir el desarme de la sociedad implica que soñemos con futuros en los que el monopolio de la fuerza y de las armas no sea presentado como la espina dorsal de la estabilidad del Estado y de nuestra democracia.