Algunos morirán. Los viejos, ya sus cartas están marcadas. A los jóvenes no les pasará nada, les dará un simple resfrío. Y si toda la población se contamina, mejor, pues todo el mundo quedará inmunizado.
Resulta que a Lucha, que le daba sus manos al campo, nunca la conocí más que por las historias de otros. Lucha se volvió parte de mi memoria sin ser mi abuela, viví la pena por su muerte y ahora también estoy viviendo cómo pervive en los cuerpos de otros.
Escribí uno de esos primeros días en los que el cuerpo de Lucía ya no se contaba solo.
Hace unos días, en uno de sus suspiros diarios, mi mamá dijo: “Ay, Dios Padre, ¿cómo será morir?”. Se detuvo y me miró. Me contó que así decía mi abuela Lucía a la que le decían Lucha, porque era una mujer forjada por la vida de campo. Mi abuela trabajaba con flores, pero ella no regaba ninguna, no crean. Lucha se cargaba los químicos y pasaba por las largas filas floridas que no enfermarían. Murió de cáncer hace muchos años. Ahora mi abuela volvía en un suspiro de mi mamá. Volvía para ella y para mí y nos preguntaba que cómo será eso de morir. Yo no le dije nada a mi mamá. Qué le iba a decir que no he parado de pensar en eso estos días.
¿Morir será encerrarse aún más o recuperar la experiencia del exterior? Me he desgastado pensando, más bien, porque no paro de hacerlo y siento que los ojos se me quieren salir de la cabeza y que Samuel, que está en la cama de al lado, me dirá que mis pensamientos no lo dejan dormir en paz. Mi mamá ha comprado eucalipto y la casa ahora toda huele a como si estuviéramos afuera. Las cortinas, los cubrelechos, la ropa. Todo parece un paseo por el campo de nuestra casa. Aquí Samuel hace dos comentarios graciosos, aquí Juan toca un instrumento. Aquí yo, aún pensando en cómo será morir. Cómo es eso de verme en mi abuela y en mi madre con tanta insistencia. Cómo es que ese suspiro nos conectó a las tres, así no hagamos más que estar en la casa rodeadas de eucaliptos imaginarios. Cómo será que mi mamá sigue suspirando como si estuviera llena de aire por dentro, cuando realmente lo que nos falta es aire y nos ahogamos entre las paredes y los eucaliptos y las voces que nos dicen que cómo será morir en la casa, sobreviviendo a la propia domesticidad, a las pantallas, a los dedos que no paran de teclear, a la ausencia completa de vanidad, a los días interminables que parecen no ser consecutivos, sino perpendiculares. Los días se acumulan todos en el mismo día en que mi mamá suspira y me pregunta que cómo será morir. Yo la miro, respiro el eucalipto y pienso que no lo sé, mamá. No lo sé y estoy cansado de pensar.
― Jhonny Jiménez.
42B.
Fotografiar animales «me enseñó que la vejez puede ser una bendición»
Tras haber cuidado a su madre, quien padecía Alzheimer, una fotógrafa le tomó pánico a la idea de envejecer. Para curarse, decidió comenzar a fotografiar animales viejos, buscando poder tomar otra óptica respecto del tema. Sin embargo, ¿dónde encontrarlos? ¿Dónde encontrar vacas, gallinas, cerdos viejos? Si en los mataderos, no suelen llegar a su 1º cumpleaños. Isa Leshko fue a buscarlos a refugios a lo largo de USA. Sitios donde llegan animales que fueron rescatados de mataderos o de granjas investigadas por crueldad. Se pasó días con ellos tirada en el piso para entrar en confianza y trabajó con la luz natural para no invadirlos. Aquí el resultado. La cerda Violet, de 12 años, nació con una parálisis parcial en sus patas. Fue entregada a un santuario que pudiese atender sus cuidados especiales.
En su libro «A los que les fue permitido envejecer: retratos de animales viejos de granjas santuario», la fotógrafa Isa Leshko buscó capturar la belleza de animales que, tras haber sufrido torturas horribles, fueron rescatados y tuvieron la suerte de poder envejecer ―algo muy raro para un animal de granja―.
La mayoría de los ejemplares que aparecen en las
imágenes fueron rescatados de mataderos o granjas investigadas por
autoridades por casos de crueldad animal, y puestos en refugios en USA.
«No hay nada como la relación con una mascota vieja -un perro o
un gato-, que ha estado a nuestro lado durante años, formando un lazo
inefable. Las consentidas mascotas, sin embargo, son una rareza entre
animales que han sido domesticados. Los animales de granja, por ejemplo, suelen ser carneados antes de su primer cumpleaños. Nunca
nos detenemos a pensarlo, pero las imágenes típicas que vemos de vacas,
gallinas, cerdos y demás, son de animales jóvenes. ¿Qué veríamos si se
les permitiera envejecer?», pregunta Leshko en el libro.
En entrevista con Marc Bekoff, de la revista Psychology Today, Leshko
relata que empezó a tomar estas fotografías a partir de una experiencia
personal. Tras haber cuidado a su madre, quien padecía Alzheimer, ella le tomó pánico a la idea de envejecer.
Así, empezó a fotografiar animales geriátricos para poder mirar este miedo desde una nueva óptica.
Mientras los fue conociendo y descubriendo sus historias, les tomó tanto cariño que la idea de hacer algo por ellos, de ser su voz, se volvió el centro de su trabajo.
Su objetivo es mostrar que estos animales sienten placer y dolor, alegría y tristeza, miedo y bronca.
Aman a sus crías y sufren cuando son separados de ellas. Algunos son
tímidos y reservados, otros extrovertidos y afectuosos. Algunos son
solitarios, otros tienen amistades fuertes con otros animales. Cuando
sus amigos mueren, ellos sufren.
«Me seguí centrando en animales viejos de granja porque no es
menos que un milagro estar en la presencia de un animal de granja que ha
llegado a la edad adulta», explicó Leshko.
Para tomar las fotografías, apunta la fotógrafa, pasó varios días acostada en el piso junto a los animales, ya que al principio ellos suelen ser desconfiados de las personas. Trabajó con luz natural para ser lo menos invasiva posible.
«Estar en presencia de animales de granja que desafiaron todos
los obstáculos para llegar a la edad adulta fue una experiencia poderosa
para mí. Me enseñó que la vejez puede ser una bendición y no una
maldición», dijo.
“En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser”.
El corto de la versión en cine da una idea algo más colorida de esta amenaza a la vejez:
42D.
Esos molestos viejos vulnerables
La pandemia hace que se establezcan nuevos parámetros para medir a los ancianos, que se convierten, de pronto, en una piedra en el zapato, porque son el segmento social más vulnerable al contagio
El personaje del cuento Una historia aburrida de Antón
Chéjov, ostenta el alto rango de consejero privado en la nomenclatura
imperial, y ha sido honrado con todas las condecoraciones deseables. Se
trata de un anciano que nos relata sus memorias. Un anciano de 60 años
de edad.
Todavía a inicios del siglo pasado, el que llegaba a los 40 años se
dejaba crecer la barba, se buscaba un bastón, y olvidaba impulsos y
ardores juveniles. Ya no se diga una mujer que a los treinta no se
hubiera casado, era declarada oficialmente solterona y tenía que
resignarse a que su vida sería la de vestir santos.
Una de las grandes proclamas humanitarias de la civilización moderna,
basada en los formidables avances de la ciencia, ha sido la conquista
de índices cada vez más altos de longevidad, sobre todo en los países
del primer mundo. En Estados Unidos la esperanza de vida en 1900 era de
47 años, cuando hoy es de ochenta; y España, en el mismo periodo, pasó
de 32 a 83 años. En medio siglo, aún América Latina ha ganado 25 años en
expectativa promedio de vida, para situarse en 75 años.
El concepto de vejez temprana, entendida como senilidad, duró por muy
largo tiempo en la historia de la humanidad, salvo si aceptamos como
válidas las copiosas edades que se mencionan en el Antiguo Testamento,
que deberíamos atribuir mejor a un error en las cuentas de los escribas.
A la misma edad del ilustre viejo de Chéjov, que a los sesenta siente
que ha llegado el fin de su vida, fue que Cicerón escribió, veinte
siglos atrás, su canto de cisne en De senectute. A ese anciano
que mira reflexivo hacia el pasado como una forma de prepararse ante la
inminencia de la muerte, desahuciado por sí mismo, se le encuentra hoy
en el gimnasio.
Atlético, bien bronceado, puede servir como modelo de ropa deportiva,
con un palo de golf en la mano. La gloria de la tercera edad empieza a
parecer tan inmarcesible, que hay quienes piensan necesario inventar una
cuarta. Y también las parejas felices de ochenta están en la
publicidad, anunciando seguros de salud, vitaminas milagrosas y cremas
rejuvenecedoras, ya no se diga el Viagra, porque el sexo entra también
en el catálogo de derechos restituidos.
Es que la longevidad es también toda una industria de miles de
millones de dólares. Norberto Bobbio, el gran pensador italiano, quien
osó acercarse a la centena con plena lucidez creativa, y escribió
también su propio De senectute, habla precisamente de esa
inserción de los viejos en el mercado, porque son una clientela, y son
cortejados como portadores de nuevas demandas de mercancías.
O sacrificamos la economía, o sacrificamos a los viejos, esa es la propuesta
Los viejos tienen sueños, esperanzas, necesidades espirituales, y
también materiales, y hay que satisfacerlas. Ese ha sido un notable
reconocimiento que se han ganado viviendo más; son un segmento no
despreciable del consumo.
Pero la pandemia del coronavirus, que saca filo al sentido de
supervivencia, hace que se establezcan nuevos parámetros para medir a
los viejos, que se convierten, de pronto, en una piedra en el zapato,
porque son el segmento social más vulnerable al contagio. Es el grupo de
riesgo por excelencia, y de allí se tiende a extraer las más variadas y
coloridas conclusiones.
La que más me cautiva es la que establece que hay una urgente
necesidad de escoger entre la economía y los viejos. O sacrificamos la
economía, o sacrificamos a los viejos, esa es la propuesta. El
vicegobernador republicano del Estado de Texas, Dan Patrick, lo dice sin
andarse por las ramas: “Mi mensaje es este: volvamos al trabajo,
volvamos a la vida, seamos inteligentes, y aquellos de nosotros que
tenemos más de 70 años, ya nos cuidaremos de nosotros. No sacrifiquemos
el país». Al menos, por lo que puede verse, Míster Patrick ofrece
voluntario su pescuezo.
Este reclamo de que los viejos se sacrifiquen para salvar el todo a
costas de una parte, responde a una premisa general, tal como la enuncia
Lloyd Blankfein, antiguo presidente de Goldman Sachs: «Las medidas
extremas para rebajar la curva del virus son adecuadas durante un tiempo
para reducir la carga sobre la infraestructura sanitaria. Pero destruir
la economía, los empleos y la moral es también un asunto sanitario y
afecta a muchas más cosas».
¿Y la longevidad que el mercado nos enseñaba en colores resplandecientes y felices?
Viene en respaldo suyo Dick Kovacevich, expresidente del Wells Fargo,
quien propone que todos dejen el encierro de la cuarentena, y salgan a
producir y a consumir: «Algunos enfermarán, algunos incluso puede que
mueran, no lo sé… ¿Quieres sufrir las consecuencias económicas o el
riesgo de tener síntomas parecidos a los de la gripe o una experiencia
como la de gripe? Tienes que elegir».
Algunos morirán. Los viejos, ya sus cartas están marcadas. A los
jóvenes no les pasará nada, les dará un simple resfrío. Y si toda la
población se contamina, mejor, pues todo el mundo quedará inmunizado.
Salvo los viejos. A esos, ya les tocaba de todos modos, es la ley de
la selección natural; sólo los más fuertes sobreviven. De allí que los
apóstoles defensores de la religión de la economía, no tardarán en
enlistar también a otros seres humanos desechables, de los que se puede
prescindir en aras del bien común. Los que no puedan curarse por su
cuenta, por ejemplo.
Y eso me trae a la mente también esas armas de destrucción masiva,
tan inteligentes como para matar gente, pero que preservan, intacta, la
economía; es decir, la infraestructura productiva y los templos del
consumo. Para que nos demos cuenta que la economía, deidad abstracta
hecha de cifras y curvas estadísticas, es una cosa, y la gente otra.
¿Y la longevidad que el mercado nos enseñaba en colores
resplandecientes y felices? ¿Y las nuevas impresionantes cotas de
esperanza de vida? Hay que olvidarse de esa conquista de la ciencia, y
entregarnos todos, cuanto antes, a la normalidad de la muerte.