Uribe en la Comisión de la Verdad: la “revictimización” que no se pudo pronunciar

Si Álvaro Uribe no puede pronunciar la palabra revictimización, el informe de la Comisión de la Verdad sí puede y debe hacerlo.

por

Gabriel Rojas Andrade

Filósofo y literato, profesor de la Facultad de derecho de la Universidad de los Andes, experto en justicia transicional


18.08.2021

Ilustración: Ana Sophia López
Política votos Uribe

Le pedimos a un periodista, una artista visual y un experto en justicia transicional que analizaran la contribución de Álvaro Uribe a la Comisión de la Verdad, su puesta en escena y el contenido de lo que dijo. Ninguno de los dos, ni el expresidente ni la Comisión, quedaron bien parados. 

Desde los años noventa, durante su paso por la Gobernación de Antioquia; cada sábado en consejos comunitarios; en el Congreso y las campañas de 2002, 2006, 2010, 2014; en la discusión sobre el plebiscito por la paz en 2016; cuando se llevó a cabo la contienda electoral que dio como ganador al presidente Iván Duque en 2018; y en su defensa frente a la Corte Suprema de Justicia por la manipulación de testigos, hemos escuchado al expresidente y exsenador Álvaro Uribe Vélez contar su versión de los hechos. 

El expresidente es un orador magistral, sobre todo al momento de situar a su interlocutor con base en una mezcla de formas respetuosas, descalificaciones y estigmatizaciones, a veces sutiles, otras directas, pero siempre con la capacidad de inclinar la balanza del poder sobre la autoridad de la palabra a su favor. Su discurso frente al padre Francisco de Roux y los comisionados Lucía González y Leyner Palacios en agosto de 2021 no fue diferente. 

Desde una mesa que lo ubicaba en una altura superior a la de sus oyentes, decorada con un mantel tradicional de flores, Uribe Vélez recitó los lugares comunes de su propuesta política, su visión de nación y sus muy particulares recursos para revisar la historia y negar el conflicto armado en Colombia. Lo hizo con palabras humildes, algunas indignaciones y con episodios de empatía sobre el dolor de las víctimas que, “como él, han sufrido las consecuencias de la violencia política”. La repetición de la versión del expresidente fue escuchada con atención mientras sus caballos relinchaban y otros animales graznaban desde alguno de los rincones de su interminable finca. 

Al iniciar la trasmisión en directo por las redes de la Comisión de la Verdad y las del expresidente, el padre introdujo unas nerviosas palabras que hacían énfasis en el deber de la Comisión de la Verdad de escuchar a todos “cueste lo que cueste”. Resaltó la importancia de Uribe Vélez en la reconciliación del país. El comisionado batallaba para justificar el incómodo y contradictorio momento: escuchar a un interlocutor que inicia juzgando como ilegítima la institución que viaja a recibir su versión; disponiendo el espacio en sus propios términos; reiterando su lugar de privilegio desde la comodidad de una de sus casas de campo. A ninguna otra persona que ha aportado verdad frente a la Comisión se le ha concedido tanto. Es más, Uribe sostuvo que no estaba hablando para la Comisión, sino al padre de Roux y al país. 

El desbalance de poder se hizo manifiesto desde el comienzo, cuando ignoró a la comisionada González, ahuyentando a unos perros mientras ella hablaba, diciendo que no la entendía, molestándose porque una voz disonante a su puesta en escena quería hacer una observación. Lo mismo ocurrió cuando negaba su responsabilidad en la masacre de El Salado y el padre de Roux comía un pan de yuca ofrecido por alguno de los empleados que desfilaban en el fondo. La trasmisión la hicieron colaboradores de Uribe que, en un principio, solo enfocaban al expresidente hasta que el padre de Roux solicitó ser incluido también en el encuadre. “¡Es una conversación!” dijo González desde algún lugar fuera de la pantalla. El encuadre se amplió, pero el padre de Roux no habló, sólo anotó con diligencia. 

Durante sus más de cincuenta puntos anotados en una carpeta, Uribe dijo lo de siempre. Unas breves exculpaciones fueron los únicos pequeños ajustes al discurso político revisionista de una Colombia de instituciones amenazada por el terrorismo y salvada por su seguridad democrática. Lo hizo cuando arguyó que sus soldados lo engañaron induciéndolo al error sobre los “falsos positivos”. Lo hizo cuando afirmó que “la culpa nunca es de quien exige resultados con transparencia, es del incapaz criminal que para fingir resultados produce crímenes”. Lo hizo de nuevo cuando admitió el error de referirse a las víctimas de homicidios por parte de la fuerza pública al decir que los jóvenes “no estarían recogiendo café”, para luego justificarse (como todas las veces en las que admitió errores) reiterando su buena fe y que actuó con base en la información con la que disponía en el momento. 

"El expresidente es un orador magistral, siempre con la capacidad de inclinar la balanza del poder sobre la autoridad de la palabra a su favor."

El resto de sus dos horas y veinte minutos de discurso consistió en negar la legitimidad del Acuerdo Final de Paz con los mismos argumentos del No al plebiscito. Citó a la JEP con respecto a sus decisiones sobre las FARC, pero la criticó en su trato simétrico a la fuerza pública. Una vez más habló a su base política con miras a las elecciones presidenciales del próximo año mientras los comisionados guardaban silencio.

¿Era predecible que Uribe Vélez controlara de este modo su participación en la Comisión de la Verdad? Parece que sí. El expresidente sigue siendo una figura política infranqueable en el país. Su narrativa se basa en reiterar una historia en la que él ha enfrentado, pese a su sufrimiento y dolor, a un enemigo a veces llamado guerrilla, a veces socialismo, a veces castrochavismo, a veces Corte Suprema de Justicia: un líder del que todavía necesitamos. 

Uribe presionó al padre de Roux para ser escuchado en sus propios términos porque sabía que para eludir las acusaciones sobre la parcialización de los mecanismos de justicia transicional creados por el Acuerdo Final de Paz, la Comisión de la Verdad estaba obligada a escucharlo. Y actuando como el gran retórico que ha sido en los últimos treinta años, potenció su discurso de manera electoral. Caímos en la trampa como sociedad, pero quizá no haya otra manera de proceder cuando creemos que la verdad es el fin último de la transición, aun cuando no entendamos cuál debe ser el contenido y consecuencias políticas de esa verdad.

El padre dijo que el discurso de Uribe será contrastado, estudiado y analizado. La pregunta es en qué consistirá esa contrastación. ¿Si se hace una triangulación de la información y varias fuentes refutan directamente lo dicho por el expresidente, entonces así se consignará en el informe final de la Comisión? ¿Habrá entonces un capítulo referido a las mentiras de Uribe o el informe sólo registrará varias versiones de la verdad? Si es lo primero, Uribe y su partido dirán que la Comisión siempre fue parcializada, si es lo segundo, varios sectores dirán que la Comisión no fue útil y terminó legitimando el relato dominante que niega las graves violaciones a los derechos humanos y sus responsables en el Estado. 

Esta encrucijada de la Comisión de la Verdad es la que le exige más inteligencia, pero es común. Las comisiones de la verdad fundamentan su acción en una pretensión de objetividad que observa un pasado reciente de horrores. Tal pretensión debe lidiar con personas, partidos o movimientos que fueron determinantes en ese pasado y disputan, como actores de veto, el rol de los buenos, los malos, los vencedores y los vencidos. 

Muchas de las quejas hacia los resultados de las comisiones de la verdad en Sudáfrica y Centroamérica denuncian el lugar preponderante dado a quienes tenían posiciones privilegiadas en los regímenes anteriores y el potente eco de su voz que opaca la perspectiva de las víctimas. Las comisiones de la verdad prometen una narrativa oficial del pasado que, eventualmente, permitirá la reconciliación. El ejemplo de la intervención de Uribe exhibe las dificultades y contradicciones de esta aproximación. La objetividad no puede ser entendida como neutralidad, y las formas en que se escucha, los silencios que se permiten, hacen parte de los problemas asociados a creer que la objetividad no tiene un contenido político. Uribe dominó el discurso como siempre lo ha hecho y la Comisión, al menos en lo transmitido por las redes sociales, no tuvo la capacidad de invertir la balanza de poder. Por el contrario, el evento pareció una celebración simbólica de la figura de Uribe, a la que ya estamos acostumbrados. 

El padre de Roux dijo que asumía la responsabilidad de lo ocurrido, sabe que la disposición y resultados parciales del encuentro no favorecen a la Comisión y, por el contrario, le suman contradictores de todo el espectro político. El lugar de comodidad del comisionado fue empezar apelando a la emoción del dolor, intentando no ideologizar el espacio. Un gesto platónico, judío-cristiano que ve en la verdad el bien, el conocimiento y fin último de la moral. Ocurrió lo opuesto. Uribe usó el dolor para legitimar sus acciones y sumarse al conjunto de víctimas de la violencia. Gracias a ello habló más de los amigos y familiares que habían sido asesinados o agredidos que de sus responsabilidades. 

Sin embargo, hubo un lapsus en la puesta en escena que vale la pena resaltar. Uribe intentó cuatro veces decir la palabra “revictimización” y no pudo. Después de tres fórmulas fallidas, optó por alargar una palabra incomprensible en medio de su visible molestia y los intentos detrás de cámara de la comisionada González de ayudarle a decir ese verbo que parece que inventamos en Colombia para poder lidiar con cada nuevo presente que nos devuelve a un pasado de horrores. 

"Hubo un lapsus en la puesta en escena: Uribe intentó cuatro veces decir la palabra “revictimización” y no pudo. Después de tres fórmulas fallidas, optó por alargar una palabra incomprensible."

La Comisión de la Verdad claramente no quiere revictimizar, pero sus ejercicios de escucha hasta ahora no le han permitido articular una narrativa oficial más allá de la neutralidad y de una cacofonía de voces. Es precipitado e injusto calificar todo el trabajo de la Comisión con base en esta circunstancia inevitable en la que el terreno en disputa son las responsabilidades de un pasado de atrocidades en donde los involucrados todavía viven y hacen política. 

Quizá una visión no romántica de la verdad ayude. La verdad se vuelve romántica cuando se espera que nos ayude a recuperar una edad de oro y pureza en la que todos nos encontramos en el dolor, en la naturaleza y la conexión de un individuo con una trascendencia que lo limpia del pecado. La verdad teatral de Uribe debe ser respondida con la verdad política, contrastada y cruda de la Comisión. Tal verdad no salva a nadie, porque no redime, sino que exige acción; no es un ejercicio erudito, sino la cuidadosa elaboración de explicaciones económico-políticas con vocación de futuro. 

Si Uribe es el más inocente de los hombres, aquel que toda su vida estuvo rodeado de criminales que lo engañaron y de cuyas acciones nunca supo nada por guardar un ideal superior de nación, que así lo diga el informe. Si la investigación arroja todo lo contrario, que lo diga el informe, con lujo de detalles y sin diluir su responsabilidad política individual en “factores de persistencia” y acciones de un colectivo. Lo que el informe final de la Comisión de la Verdad no puede permitirse es albergar de manera simultánea versiones contradictorias sobre los mismos hechos. Debe escoger una versión, situar en contexto y nosotros asumir sus consecuencias políticas para decidir cuál es nuestro proyecto como ciudadanos de un Estado de derecho.  

Si Uribe no puede pronunciar la palabra revictimización, el informe de la Comisión de la Verdad sí puede y debe hacerlo.

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Gabriel Rojas Andrade

Filósofo y literato, profesor de la Facultad de derecho de la Universidad de los Andes, experto en justicia transicional


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