Entre 1995 y 1998 el filósofo estadounidense Denis Dutton patrocinó desde su revista, Philosophy and Literature, el “Concurso de mala escritura” (“Bad Writing Contest”) cuyo objetivo era premiar “los pasajes más lamentables en términos de estilo que se puedan encontrar en libros académicos y artículos publicados en años recientes”.
En su convocatoria explicaba que los textos debían ser serios y no irónicos, pues “la parodia deliberada no se permite en un campo donde la auto parodia no intencionada es tan común”. Durante cuatro años el público lector envió para la consideración del jurado—el comité editorial de la revista— citas tomadas de libros y artículos académicos que se destacaban por su redacción tortuosa y su vocabulario difícil; vale la pena leerlos. Entre los galardonados se encuentran académicos respetados e influyentes, “expertos bien pagados que sin duda se han esforzado durante años para llegar a escribir así”, tales como Judith Butler, Frederic Jameson, Homi Bhabha y Roy Bhaskar, algunas de las estrellas del momento.
La anécdota es divertida, pues cualquiera que haya leído textos académicos del campo de las humanidades escritos en los últimos treinta años puede recordar esa experiencia de perplejidad ante un texto que parece una masa impenetrable de prosa. Creo que es tentador ridiculizar a algunos autores académicos y por eso podemos leer las citas finalistas y ganadoras del concurso de Dutton con risa, con una especie de sentido de triunfo y reivindicación porque por fin alguien les haya dado su merecido. Pero quizás el asunto es más complejo y conviene mirarlo con más detenimiento. Para empezar, valdría la pena entender en qué contexto organiza Dutton su concurso, y quizás no sea irrelevante saber que era un filósofo libertario y detractor de la idea del calentamiento global. Lo digo no simplemente para descalificarlo con un argumento contra su persona, sino para entender el punto de vista conservador desde donde articula su posición sobre la escritura académica.
Dutton escribe en el contexto de lo que se llamaron las “guerras de la cultura” en la academia angloparlante de los años ochenta y noventa del siglo veinte, cuando académicos liberales y conservadores, en el campo de las humanidades y ciencias sociales, se enfrentaron en un debate acerca del enfoque político de la educación superior y la investigación, los supuestos ideológicos tras la definición de las disciplinas académicas, el surgimiento de nuevos campos de estudio interdisciplinarios tales como los estudios culturales y el uso de enfoques críticos derivados del posestructuralismo y de ciertas tendencias de la filosofía continental. Uno de los episodios más sonados de esta época fue el llamado “affair Sokal”, que se desató cuando Alan Sokal, profesor de física de NYU, logró publicar un artículo cargado de jerga en la prestigiosa revista Social Text, donde argumentaba que las ciencias humanas y sociales tienen algo que aportar a la ciencia y que, de hecho, la noción de “gravedad cuántica” está socialmente construida. Este ejercicio de mala fe desató una ola de debate académico, a favor y en contra Sokal, pues aunque él pretendía demostrar que las humanidades y ciencias sociales carecen de rigor, el suceso terminó demostrando otras cosas, entre ellas, a mi juicio, el desprecio al trabajo de los humanistas desde algunas ramas de la ciencia. Dutton, por su parte, se refiere al episodio en el contexto de su argumento sobre cómo la “mala escritura” es rampante en las humanidades.
El rechazo de la dificultad en la escritura académica puede ser muestra también de una actitud anti-intelectual que descarta como elitista cualquier manifestación cultural que requiera un trabajo y un esfuerzo para poder ser comprendida.
Adicionalmente hay en la postura de Dutton una clara antipatía hacia los estudios literarios y culturales, así como una defensa tácita de la supuesta superioridad de la filosofía y de la ciencia. Tras alguna de las citas escogidas en el concurso señala, por ejemplo, que el autor “es simplemente un profesor de inglés haciendo alarde” (mi énfasis). En otro lugar afirma: “nadie niega la necesidad de un vocabulario especializado en bioquímica o física, o en áreas técnicas de las humanidades, como la lingüística”, pero según él esto no es necesario en el campo de los estudios literarios. Y más: “Como estudiante de Kant a lo largo de toda mi vida, sé que la filosofía no siempre está bien escrita. Pero cuando Kant, o Aristóteles, o Wittgenstein son oscuros es porque están honestamente intentando forcejear con los problemas más complejos y difíciles con los que se pueda encontrar la mente humana” (mi énfasis). Es decir, el resto de los humanistas no debe usar un vocabulario propio y, cuando pretende utilizarlo, es por deshonestidad. Todas estas citas dejan a Dutton bastante mal parado y muestran una visión parcializada de las disciplinas académicas. En este contexto más amplio, lo admito, me es difícil simpatizar con él, pues en sus nociones implícitas de “buena” y la “mala” escritura académica hay un fuerte sesgo contra ciertos campos de estudio, e incluso hostilidadexplícita hacia algunos de ellos, así como una postura sobre qué deben estudiar las disciplinas y cómo deben hacerlo, la cual deja de ser una apreciación estética para convertirse en una posición moralista y prescriptiva.
Es interesante analizar el caso del “Concurso de mala escritura” tantos años después por lo que este revela, pues creo que nos permite entender que los ataques contra ciertos tipos de escritura académica tienen también una carga política e ideológica. La exigencia de “claridad” y el rechazo total del uso de un vocabulario especializado o incluso de una cierta sintaxis no son neutrales. Como esbocé anteriormente, la exigencia de una escritura simple usualmente va de la mano de una noción de la verdad como algo evidente. Así lo afirma el mismo Dutton, cuando dice que una escritura difícil demuestra un intento por comprender un tema difícil, por lo cual demandar un estilo simple supone algo sobre el objeto que se estudia. Decir que ciertas áreas del saber tendrían que comunicarse en términos claros y e inmediatamente comprensibles para cualquier público niega que haya conceptos que se hayan desarrollado en una disciplina específica, o que hayan sido incorporadas por ella con un determinado fin. Por otro lado, el rechazo de la dificultad en la escritura académica puede ser muestra también de una actitud anti-intelectual que descarta como elitista cualquier manifestación cultural que requiera un trabajo y un esfuerzo para poder ser comprendida.
Debo reconocer que suelo apelar relativamente poco a la jerga y los tecnicismos en mis propios textos académicos. Creo que por lo general, incluso a veces a mi pesar, escribo en un lenguaje más o menos claro y admito también que siempre me preocupó que esto fuera visto como una falla. Desde que era estudiante me impresionaban los compañeros que usaban un vocabulario difícil o los que escribían ensayos llenos de giros complejos porque pensaba, aunque ya no lo veo así, que esto era muestra de seguridad y sofisticación. Mi trabajo como profesora, de hecho, ha sido en algún sentido el contrario: en mis cursos, especialmente los de teoría, mi labor consiste más bien en traducir, en hacer asequibles para los estudiantes textos complejos y a veces oscuros, y enseñarles también, espero, a apreciar esa suerte de viaje que es adentrarse en algunos de ellos. Esto quiere decir que por principio no considero que una idea difícil sólo sea explicable en términos difíciles. Pero tampoco soy enemiga de la jerga o los estilos académicos más barrocos: hay algunos que adoro.
Por eso al volver hoy sobre el episodio del “Concurso de mala escritura” quisiera tratar de pensar cómo se podría hablar de la escritura académica que podríamos llamar “compleja” sin caer en el moralismo ni en el anti-intelectualismo que de entrada la condena. Pierre Bourdieu ha dicho que el uso de jerga especializada funciona como un círculo vicioso que justifica a la jerga misma y que separa a los miembros de una disciplina de los que quedan excluidos, pues el esfuerzo que ha tomado aprenderla conlleva la reticencia a abandonarla luego. Creo que esta es una visión un poco perversa de la situación, aunque sin duda hay que aceptar con él que en el uso del lenguaje especializado hay, y siempre ha habido, un poder. Pero por otra parte, el uso de un vocabulario especializado por sí solo no es necesariamente condenable: la jerga profesional funciona también como una especie de taquigrafía donde una palabra puede remitir a una serie de conceptos elaborados dentro de un campo de estudios. Esto no significa que no sea traducible, pero quizás sí que para la conveniencia del público especializado al que se dirige— y quizás la clave es aquí la consideración del público al que se dirige un texto— no sea conveniente empezar cada vez desde cero.
En la reflexión que hace Dutton sobre el “Concurso de mala escritura” hay, a pesar de todo, algunas pautas que podrían ser útiles para pensar en el lenguaje y la escritura académicos. Dutton critica, por ejemplo, el uso del vocabulario y la sintaxis para, en sus palabras, “someter al lector a punta de golpes”. Otros ejemplos suyos muestran también cómo se usa el lenguaje como una cortina de humo, para hacer parecer que se dice algo más de lo que realmente se dice. Ambos casos evidencian asuntos relacionados con el poder en el lenguaje. Teniendo en cuenta que el texto académico que se publica en determinados lugares— libros y revistas especializados— está usualmente dirigido a un público dentro del campo y no necesariamente a un público general, el asunto crucial no es si el texto es fácil o difícil, si se usa un vocabulario técnico o no, sino si ese vocabulario y esa dificultad son necesarias para lo que sucede en ese texto. Habría que juzgar en cada caso particular, sin olvidar que la escritura académica es también exploración.
Referencias
Bourdieu, Pierre. ¿Qué significa hablar?: economía de los intercambios lingüísticos. Madrid: Akal, 2001.