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Les chiques no son IPs

Los medios, en su obsesión por entender a les jóvenes como «nuevas audiencias» se han perdido de cubrirlas como lo que son: nuevas ciudadanías. Ya no IPs que generan vistas únicas sino una masa compleja de individualidades y en plena gesta de una nueva taxonomía política. 

por

Alejandro Gómez Dugand


14.12.2021

[Nota del autor desde otro futuro imperfecto]: Este ensayo se escribió para el libro Futuro imperfecto, editado por la Revista Anfibia y editado por Cristian Alarcón. Al cierre del libro, en Colombia se cumplían 20 días de un paro nacional que dejó atrás una estela de violencia y represión sin precedentes: más de 60 personas fueron asesinadas, otras 400 fueron víctimas de violencia física, más de 1100 detenides por ejercer su derecho a la protesta, casi 20 denunciaron violencia sexual por parte de las fuerzas armadas. Las cifras aún siguen incompletas. 

Este texto es sobre este mismo paro, que inició en 2019 y que la pandemia puso en pausa por un año. Se escribió meses antes de que los ojos del mundo se tornaran sobre la manera en la que la movilizaciónfue violentamente reprimida por el gobierno de Iván Duque en Colombia. Salvo por algún tono esperanzador del texto —que hoy ha sido eclipsado por el dolor de las muertes y las violaciones a derechos humanos— es difícil saber qué tanto de este texto perderá vigencia luego de las jornadas del paro de 2021 y qué tanto otro será resignificado. Así que más que una reescritura he decidido dejar esta nota, llena de incertidumbres sobre el futuro —eso que nos ocupa acá— de les chiques que protagonizan este ensayo. 

A parar para avanzar

Vienen les chiques. Vienen arengando a lo que les da el pecho.

Y son así, chiques: chicos y chicas ya no termina de describirles. 

Vienen por la calle. Llevan camisetas y pancartas que mandaron estampar con los diseños que descargaron de internet. “Que el privilegio no te nuble la empatía” dicen muchas de esas camisetas. 

Las calles y sus vuvuzelas. Las esquinas y sus tambores. Y el grito: “¡A parar para avanzar!”. 

Vienen aunque no les llegó ninguna invitación, pero son tantos que la fiesta parece suya. 

Gritan, y uno piensa en esa línea de Eugene W. Holland: “Se dice que el pensamiento, cuando es genuino, nace con un grito —no de terror, sino de indignación. (Y si no se está indignado, asegura otro dicho, es porque no se está prestando atención)”. 

Gritan contra las reformas políticas y económicas de un gobierno de derecha que por muy poco les ganó en las urnas, gritan por que ese gobierno no frena la avanzada minera y porque en algún lugar del país volvieron a matar a un líder social, porque ya son más de 100 en lo que va del año, porque hace tres —cuando la mayoría eran menores de edad— no pudieron votar por un referendo para acabar la guerra de medio siglo, gritan porque a los tiburones del pacífico les están quitando las aletas. Gritan porque sí: porque pueden. 

Son el plural: los feminismos, las razas, las clases… las muchas causas y las muchas intersecciones. De interseccionalidad y de raza y de género saben, les chiques. Los muchos individuos que hacen un solo Leviatán. 

Luego de hablar con muchos de ellos para poder escribir su libro Parar para avanzar (Crítica, 2020), la internacionalista y académica Sandra Borda concluyó que cualquier categoría que se busque calificar esta generación “no sirven para absolutamente nada. La diversidad en materia de estilos, preferencias, gustos y procedencias es tal, que cada vez que terminaba de hablar con cada uno de ellos me quedaba más y más claro que iba a ser muy difícil construir generalizaciones sobre el movimiento estudiantil y sobre sus miembros”.

Y sin embargo les han dicho de todo para que no estuvieran acá:

Hipsters. Solo les importan sus gringadas y sus cafés que nadie conoce y sus bandas que a nadie le importan. 

Millennials. Zombies digitales, incapaces de vivir desconectados, títeres de los algoritmos y las redes. 

Centenials.  “Qué bien te conoces el este europeo… te falta calle, güevón”. 

Marginales. Solo bajan a romper lo que no han pagado. 

Vándalos. Terroristas. Guerrilleros. 

Pero acá están. Cuadrades frente a los escudos de los antimotines. Gritan en contra de la violencia. Otres empiezan a estrellar los adoquines de la calle para convertirlos en proyectiles. 

Y, a su rededor, las cámaras y los reporteros. Sus cámaras les apuntan con la misma precisión que las armas de los antimotines. Les chiques desenfundan su arma más poderosa: sus teléfonos moviles. Registran. Postean. 

Saben que mañana dirán de ellos que son monstruos, capuchos, vándalos. No como lo que son: ciudadanos en ejercicio político. ¿Cual es el rol, pues, de un periodismo que se pretenda libre y contemporáneo para nombrar a les chiques a quienes y sobre quienes escribimos?

Periodismo y jugo de naranja

Es una universidad. Es una sala de conferencias de una universidad en el que hay un grupo de directores de medios en una mesa redonda.

Hay jugos de naranja y pastelitos de hojaldre y una tarima en la que periodistas hablan sobre cómo cubrir la movilización social.  Todo ocurre mientras a pocas cuadras miles de personas (jóvenes, la inmensa mayoría jóvenes) recorren las calles armados de pancartas en el histórico Paro Nacional de 2019. Si se pudiera bajar el volúmen al panel, se podrían oír los gritos: “¡A parar para avanzar!”.

Afuera de la sala de conferencias de la universidad ocurre un hito para la movilización social en Colombia. El Paro Nacional de 2019 fue una idea que escapó a la mesa de sus diseñadores y que terminó interpelando a un país con una visión traumatizada de las movilizaciones civiles.

Colombia ha sido un país macartista. Ladeado de manera indiscutible a la derecha y en la que, hasta las elecciones de 2018 (que parecen definitivas para lo que ocurriría en 2019), la inmensa mayoría de políticos cercanos a la izquierda que han pretendido la presidencia (o al menos los que tenían alguna oportunidad) fueron asesinados en campaña. Es un país con ya más de medio siglo de guerra contra guerrillas fundadas como movimientos de izquierda, pero al mismo tiempo responsables de crímenes de lesa humanidad que han aterrorizado a al menos tres generaciones de colombianos. El espectro político colombiano se hizo entonces monocromático para la opinión pública: de un lado políticas neoliberales y de derecha y, del otro, una izquierda terrorista. Esa polarización convirtió a los movimientos sociales en sospechosos y desde entonces se los ha estigmatizado como milicias de los grupos armados, títeres del castrochavismo y del Foro de Sao Paulo. 

Y en ese espectro binario es claro el lugar que han ocupado los medios tradicionales y su postura frente a los movimientos sociales. Todo podría resumirse en dos narrativas esenciales (y esencialistas). La primera es el periodismo Waze, en el que la movilización social se cubre, más bien, como un asunto de movilización vial. Son comunes las notas del corte “Estas son las vías que debe evitar en esta jornada de protestas” en las que se hace un listado de las calles por las que se podía transitar. Esta narrativa de periodismo de apps de navegación se remarca con el cubrimiento en vivo de los noticieros que, en vez de hablar con los voceros de las marchas, se limitan a hablar con transeúntes a los que se les pregunta cuánto tiempo le falta para llegar a su casa y cuánto tiempo lleva caminando “por culpa de las manifestaciones”. El macartismo: de un lado los marchantes y del otro “la gente de bien que sí salió a trabajar”. 

La segunda es la narrativa de la violencia: reducir horas enteras de movilización a los contados focos de violencia que suelen ocurrir. Todos los medios tradicionales, cual si tuvieran una plantilla, han sabido despachar las jornadas de movilización con el descuidado titular de “La marcha termina en desmanes”. 

Pero entonces llegó el Paro Nacional de 2019. 

“El 21N fue un catalizador o una expresión de una movilización que venía condensándose.”, le dijo el investigador Mauricio Archila a la revista Cerosetenta, “Fue un punto alto, una cima en la movilización y recogió mucho descontento político”. Una jornada de paro que arrancó como suele hacerlo: una marcha —siempre con la capital del país como epicentro— convocada por los sectores tradicionales (sindicatos, grupos estudiantiles) a la que se une una masa medianamente numerosa, que atraviesa la avenida Séptima para llegar hasta la Plaza de Bolívar —corazón de Bogotá. Y, ahí, el baile. Las arengas se calientan, los cuerpos plastificados del Esmad (el grupo antimotines de la Policía de Colombia) rodeando la plaza y a la espera de cualquier excusa para reprimir —con toda la fuerza de sus escopetas con proyectiles “no letales”— y sus bombas de gas para mandar a la gente a casa. 

Sucedió así el 21N de 2019: cuando la marcha se había concentrado ya en la plaza, un pequeñísimo grupo de hombres encapuchados empezaron a prender fuego a una polisombra con la que habían cubierto el edificio de la alcaldía y, entonces: bum.

Las bombas. 

Los gritos que se ahogan entre el gas para volverse tos atorada. 

Los cuerpos tratando de salir por las estrechísimas calles de un barrio colonial.

Las motos como enjambres de avispas guiando a un mar de ojos irritados hacia la salida de la plaza. 

Los pasos derrotados por la avenida Séptima que daban por terminada una jornada más. 

Pero entonces, cuando la noche empezaba a caer, llegó el repiqueteo metálico. Desde las ventanas de Bogotá empezó un cacerolazo (el primero en décadas) que se replicó en todo el país. 

Y el resto es historia: la cita del 21N se extendió por un mes en el que miles de personas (principalmente jóvenes) salieron a las calles cada día y sin tregua. Y el asunto es que nadie estaba preparado. No estaba preparado el gobierno de Iván Duque (2018-2022), que a pesar de haber hecho una clarísima campaña de desprestigio al Paro no tuvo otra que doblegarse y prometer espacios (que al final nunca daría) de diálogo. No estaba preparada la Policía, que en el desenfreno de contener un mes entero de protestas empezó una violenta cacería (dirigida, de nuevo, hacia los más jóvenes) que llegó a su momento cúspide cuando el agente 003478 asesinó a Dilan Cruz, de 18 años, cuando le disparó en la cabeza con un proyectil bean bag. Fue tal el descontrol de la fuerza pública, y las erráticas estrategias de desprestigio de Duque y su partido de gobierno, que antes de que se cumpliera un año, y gracias a una acción legal de sectores de la sociedad civil, la Corte Suprema de Justicia hizo una sentencia histórica en la que exhortó al gobierno a garantizar el derecho a la protesta. 

Pero tampoco estaban preparados los medios tradicionales. 

El panel termina en la sala de conferencias de la universidad y los directores de la mesa redonda tienen su turno para hablar. Inspirado en el tono reflexivo y altisonante que se suele dar en estos espacios un director se anima a hacer un mea culpa y dice que sabe qué fue lo que pasó. Habla de la cobertura que su periódico hizo de la movilización social que aún ocurre fuera de esta sala de conferencias de esta universidad. 

—Nos dimos cuenta que no conocíamos a la gente que estaba en las calles. 

Lo dice así: como quien dice algo importante. 

Uno más se anima, un director de noticiero. 

—Entendimos que debíamos salir a las calles. 

Que no sabían de quien hablaban. Que entendieron que para cubrir la movilización debían salir a la calle. Lo dicen así, en público. Como quien descubre América en un vaso de jugo de naranja. 

Pero hay una cruda verdad en lo que dicen los señores directores: el 21N fue una bandeja petri en el que se evidencian las profundas desconexiones del periodismo con la ciudadanía. Los directores de la mesa redonda conocen perfectamente los pasillos de los Ministerios y del palacio presidencial. Conocen bien a sus ministros, muchos de ellos son sus amigos y muchos de estos directores tienen familiares que lo han sido. Muchos, incluso, podrían al menos terminar con una embajada como recompensa de su hermandad con el poder. Víctimas del binarismo macartiano, los medios no supieron narrar la que sin duda era la noticia más importante de los últimos años (al menos hasta que ese mismo diciembre la gente empezó a toser en Wuhan). 

La imagen se repite. Es un hotel. Es un salón de conferencias en un hotel en el que hay periodistas en una mesa redonda. 

Hay jugos de naranja y sandwiches pequeñitos iluminados por la luz de un videobeam que proyecta diapositivas sobre un telón y sobre la cara de una mujer que habla de “nuevas audiencias”.

—Estos son unos chicos hiperconectados y emprendedores—, dice. 

Que compran por internet. 

Que son más individuos que gente. 

—Los periodistas podemos atrapar a estos chicos y podemos obtener beneficios económicos de estas audiencias. 

El periodismo se ha obsesionado con las “nuevas audiencias” — su comportamiento online y su poder adquisitivo, la manera en la que se puede jugar con “el algoritmo” para captar su atención, retenerla, convertir sus rutinas de lectura en indicadores de Google Analytics. En el camino, sin embargo, se ha perdido la posibilidad de entender a estas “nuevas audiencias” como “nuevas ciudadanías”. Ya no IPs que generan vistas únicas sino una masa compleja de individualidades, con nuevas relaciones con los medios y la información, activos dentro de la mediosfera y en plena gesta de una nueva taxonomía política. 

El jugo de naranja se estremece entre las manos de uno de esos periodistas que no es joven pero es, al menos, el más joven. Algo no termina de cuadrar en lo que oye. Se supone que es un evento de periodismo pero parece más un festival de marketing. 

El periodista más joven anota en su libreta: “El periodismo debe dejar de pensar en nuevas audiencias y debe empezar a pensar en nuevas ciudadanías”. 

Todos los medios tradicionales, cual si tuvieran una plantilla, han sabido despachar las jornadas de movilización con el descuidado titular de “La marcha termina en desmanes”. Pero entonces llegó el Paro Nacional de 2019.

Un mar de prometeos

Las calles hoy son de les chiques. Como quien roba el fuego a los dioses, han entendido que no basta con quedarse con los medios de producción sino, diría el filósofo croata Srećko Horvat, con los memes de producción. La izquierda y los movimientos sociales, diría Horvat, no han entendido cómo usar la tecnología a su conveniencia. No como lo han hecho los candidatos demagógicos de todo el espectro político que hoy, luego de una campaña tuitera, están dirigiendo gobiernos. No, al menos, como las derechas alternativas gringas que desde 4chan y sus podcasts y canales de Youtube y grupos de Facebook atacan todo lo que les huela a ‘corrección política’. Así lo describe Angela Nagle en su libro Kill All Normies: “A medida que los medios tradicionales mueren, los guardianes de la sensibilidad y de la etiqueta cultural son derrocados, las nociones de un gusto popular perpetuado por una pequeña clase de creativos ahora están siendo derrocadas por contenido viral que proviene de fuerzas oscuras y los consumidores de la industria cultural han sido reemplazados por productores de contenido instantáneo que constantemente están en línea”.

Mientras los movimientos tradicionales empiezan a entender la importancia de habitar estos espacios, acá están les chiques transmitiendo en vivo desde sus celulares. Esta revolución —como la del Occupy Wall Street, como Los Indignados de España, como la Primavera Árabe—  será posteada. 

Trinada. 

Instagrameada. 

A diferencia de los movimientos de base, les chiques saben que la información también les pertenece y que una foto de una batucada frente al Ministerio de Trabajo es más informativa una vez se la ha intervenido con la canción de Spotify adecuada, con memes y con gifs. Y ya una imagen no es una imagen, es un story y les chiques se empiezan a contar a sí mismos.  

En los días que vienen, las redes sociales serán los canales de comunicación más transparentes para seguir al Paro Nacional. Lo serán cuando los medios tradicionales quieran seguir insistiendo en decir que las marchas han sido violentas cuando, en realidad, han sido un movimiento coordinado. Lo serán cuando digan que las marchas son una herramienta política de la oposición al gobierno cuando, en realidad, los feeds muestren que el 21N es un lugar de encuentro profundamente heterodoxo. Lo serán cuando la bolsa llena de perdigones golpee la cabeza de Dilan Cruz y el video de su muerte (grabado y transmitido desde todos los ángulos) sea clave para contrarrestar los discursos de la Policía que quiso lavarse las manos. Lo serán para los medios alternativos, que pronto entienden que la manera de cubrir el estallido social en Colombia es desde el mismo lugar que les chiques: desde la calle, desde sus canales. Y así, los discursos eternos de los medios empiezan a ser insostenibles: nadie puede hablar de guerra cuando hasta el whatsapp grita fiesta. 

un periodismo contemporáneo se ve obligado a narrar a quienes sale a la calle a “romperlo todo” como agentes políticos. No ya monstruos

El periodismo de ciudadanías

¿Qué significa, pues, pensar en ciudadanías y no en audiencias?

De entrada nos significa escoger una definición sobre qué entendemos como ciudadanías; para efectos de este ensayo, podemos llegar a tres acuerdos prácticos. Acuerdos como que una ciudadanía es una comunidad que goza de derechos y asume responsabilidades. Otro punto clave, para muchas de las corrientes, es entender que los miembros de estas comunidades no son únicamente individuos cobijados por un estado protector, sino que son también agentes políticos capaces de alterar las reglas de esa comunidad. Y, por último, se entiende a las ciudadanías como un espacio de coexistencia de pluralidades. 

Es una definición que parece cobijar mejor a las personas para quienes trabajamos como reporteros. El periodismo contemporáneo — digital, coexistente con redes sociales — presupone una demografía lectora incongruente con el lenguaje con el cual se significan normalmente: “consumidores”. Les chiques no consumen de la misma manera que los lectores del siglo pasado. Su lectura se caracteriza mejor por la participación/creación. 

Pero nombrarlos como lo que son, agentes políticos y no IPs, obliga al periodismo, también, a ajustar sus narrativas. Nos significa entendernos parte de esa ciudadanía, una voz más, un agente con derechos y deberes dentro de la heterodoxia. 

Y nos impone reglas, las mismas sobre las que operan las reglas de una democracia. Y entonces una bean bag disparada por una fuerza “no letal” de la Policía que fractura el cráneo de un chico de 18 años no puede ser una noticia de un día sino una obsesión: un ángulo de cubrimiento. Porque para un periodismo de ciudadanías la muerte de un chico a manos del poder no es sólo una muerte, es una grieta en la estructura que nos sostiene. 

Pensarnos, pues, como agentes de esa ciudadanía nos obliga actuar en consecuencia a las acciones de la comunidad a la que pertenecemos. Un cubrimiento en terreno, cuerpo a cuerpo, necesariamente a complejizar a las sociedades. Al binarismo solo se lo derrumba desde las calles. Y lo digo así: como quien descubre América en un vaso de jugo de naranja. 

La noción de la agencia racional nos obliga a complejizar el relato de la violencia. Si volvemos al terreno de la movilización social, un periodismo contemporáneo se ve obligado a narrar a quienes sale a la calle a “romperlo todo” como agentes políticos. No ya monstruos, endriagos los llamaría Sayak Valencia, víctimas de un demiurgo, sino como actores conscientes de sus actos. 

Pero sobre todo nos obliga a entender nuestro nuevo rol. El periodismo ya no tiene el poder organizador del siglo pasado. Ahora somos apenas un faro en un viaje colectivo. Un post en el mar de posts. 

Al periodismo hoy hay que romperlo antes de que se nos deshaga en las manos. Repensarlo entero y actuar. 

Porque mientras las nuevas ciudadanías empiezan a hacer los primeros diseños de un futuro, en alguna universidad o en una sala de conferencias de un hotel, los ideólogos empiezan a servir sus jugos de naranja y sus finger foods para hacer paneles y hablar de las nuevas audiencias como fórmulas matemáticas que actúan en la red. “El buen periodismo siempre es el mismo”, dirán, y repetirán la fórmula del siglo xx: “el buen periodismo debe contar buenas historias”.  

Y sorberán sus jugos de naranja mientras, afuera, les chiques empiezan a contarse como sociedades. 

Con o sin nosotres.

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