Germán Castro Caycedo me salvó la vida. O al menos mi vida profesional. O mejor: Castro Caycedo hizo que pensara –de nuevo– que el periodismo era lo mío.
Hace varios años tuve una crisis profesional. Acababa de salir de una sala de redacción en la que nunca llegué a hacer lo que quería. Estuve algo más de un año escribiendo textos rápidos y haciendo reportería por teléfono. Por supuesto no hay nadie más a quien culpar que a mí mismo. Era joven, por un lado, pero algo vago también. Una vez fuera de esa revista hice parte de un portal web que no sobrevivió a la segunda edición. Me quedaba ser freelance (la palabra elegante que usamos los periodistas cuando no tenemos trabajo), pero me perdí entre historias que no servían, fuentes que no me hablaban porque no trabaja para nadie y medios que no me abrían sus puertas.
Y entonces, en medio de la confusión, Lorenzo Morales, fundador de esta revista, me invitó a ayudarlo en la investigación preliminar de su libro Hechos para contar. Mi trabajo era simple: tenía que investigar el trabajo de tres periodistas para armar un dossier de información. Uno de esos periodistas era Castro Caycedo.
Empecé a leer en orden. Colombia Amarga fue el primer libro que escribió Germán Castro Caycedo y el primero que leí.
Lo devoré.
El libro recorre el territorio colombiano, desde el Darién hasta la selva del amazonas, y empieza con “diez reportajes que intentan dejar la noción de una endemia colombiana: la violencia en todas sus manifestaciones, que nos llegó con la invasión de América y que se hace más patética en la época de la república”. Estos diez reportajes iniciales retratan a una Colombia en conflicto civil, donde todo el mundo está armado y donde un pueblo es enemigo a muerte de su vecino. Los reportajes están fechados en su mayoría entre 1972 y 1974, todos años bastante álgidos en la historia colombiana: el Frente Nacional llegaba a su fin y la violencia bipartidista seguía latente y cobrando victimas diarias en la Colombia rural.
Pero el texto de ese libro que se quedó conmigo para siempre fue El extraviado. Se trata de una historia de vida narrada en primera persona por su protagonista, un niño que se pierde de su madre y que luego de pasar por hogares para niños abandonados e instituciones termina viviendo en la calle, robando y adicto a las drogas. Finalmente, luego de casi morir quemado en su adolescencia, llega a un refugio para niños: La ciudadela del niño, fundada por el Padre Nicolo. Este reportaje, bastante mas extenso que los demás, contrasta con el resto del libro en varios sentidos. El extraviado es tal vez uno de los reportajes más impactantes de Colombia Amarga y es además bastante importante en el marco general de la obra de Castro Caycedo porque marca una tendencia clara en toda su obra (Mi alma se la dejo al diablo, La Bruja, Perdido en el Amazonas, etc.), que es la de hacer que el producto de sus investigaciones sea una herramienta para construir grandes relatos. Textos como este dejan clara la manera en la que Castro Caycedo se enamora de sus personajes y se logra apropiar de ellos.
En Colombia Amarga se muestra una visión oscura del país, en la que la única esperanza es el exilio (Los Clandestinos). Caycedo logra dar cuenta de un país profundamente emparentado con la violencia que lo azota, en el que la población indígena sigue siendo tratada de la misma manera que en épocas de la conquista (Se venden 80 indios), en la que la tierra misma es un agente de la violencia (Los hombre rana y Pisba) y donde las instituciones y el poder solo perpetúan la pobreza y la desigualdad que producen esa endemia (Los veinteocheros).
Cada libro nuevo era una suerte de nueva lección sobre el periodismo. Mi alma se la dejo al diablo, por ejemplo, es un ejemplo estridente del rigor investigativo de Castro Caycedo. “Mi alma se la dejo al diablo– asegura Castro Caycedo– fue una historia que salió de una foto en El País de Cali, un esqueleto debajo de un toldillo en plena selva y decía que al lado había una Biblia y un diario. El hombre que habían dejado abandonado en la selva, lo último que escribió fue: “Mi alma se la dejo al diablo”. El libro salió cinco años después de la noticia y fue un acontecimiento”.
Caycedo gastó cuatro años de investigación y, sobre todo, en encontrar a los sobrevivientes de esta historia. En el libro mismo cuenta cómo una de las mayores dificultades fue convencerlos de recordar este episodio, casi traumático para todos. Además de los testimonios, Caycedo se vale también de los diarios, de la transcripción de las audiencias judiciales que se hicieron tras la muerte de Cubillos, de entrevistas a expertos (para confirmar la existencia de la tribu indígena que buscaban los austriacos, por ejemplo). Todos estos elementos se convierten en una caja de herramientas con las que Castro Caycedo logra construir un relato que no solo brilla por su rigor periodístico sino por su riqueza narrativa y en el que el gran protagonista es el Amazonas mismo (casi como lo es en La Voragine). Es un libro configurado a manera de Thriller. El lector, incauto, no tiene otra opción que clavarse el libro en un par de horas de lectura.
Uno de sus libros menos famosos es uno de los más interesantes. En secreto (1995) es un compendio de entrevistas a personajes que vivían en la clandestinidad: el líder estudiantil Jaime Arenas, el comandante del M-19 Jaime Bateman, Carlos Castaño y Pablo Escobar. Según la contraportada de la primera edición, “cuando Castro Caycedo publicó el primero en 1969 [Jaime Arenas], Fabio Vásquez, entonces jefe del ELN, condenó la entrevista como ‘alevosamente contrarrevolucionaria, por lo cual su autor debe ser ajusticiado,’ mientras la Inteligencia Militar la calificó como ‘literatura subversiva’. La entrevista con Jaime Bateman Cayón, comandante general del M-19, le valió al autor el señalamiento de guerrillero; y el de Carlos Castaño, jefe de las autodefensas de Córdoba y Urabá, de contraguerrillero. En cuanto a las notas en torno al mundo de violencia y narcotráfico que ha enmarcado casi medio siglo de la vida nacional, servicios de seguridad del estado la sindicaron como ‘auxiliador del Cartel de Medellín’; pero antes de morir, Pablo Escobar había ordenado su muerte asegurando que era ‘amigo de los de la ley’”.
Los personajes no se hacen en las entrevistas. Se hacen en la acción. Es una enseñanza tan simple como sacrosanta.
La lista es interminable. Podría hablar, por ejemplo, de cómo para escribir La Bruja Castro Caycedo descubrió una estrategia que desde entonces siempre he querido copiar. La Bruja cuenta la historia de la profesora Amanda Londoño, una mujer que desde muy joven se interesa por la adivinación, los rezos y la brujería y que termina siendo el puente para narrar las relaciones entre la política y el narcotráfico. El Gobernador de Antioquia, el Presidente de la República, líderes conservadores, diputadas, esposas de políticos y Jaime Builes, un narcotraficante que será el otro gran actor del libro, son algunos de los personajes que aparecen en el relato de Amanda. El relato de Amanda es producto de mas de 20 entrevistas, algunas bastante más difíciles que las otras. Amanda había sido ya exorcizada por Monseñor Alfonso Uribe Jaramillo luego de, según ella, haber sucumbido al demonio. El último tercio de la narración de Amanda está dedicado a su caída: perdió mucho peso, tuvo problemas económicos, casi pierde su matrimonio y, dice, le empezó a crecer una mancha negra en la cara. Es entonces cuando Amanda pide la ayuda de una monja experta en temas demoníacos, a un grupo de oración y finalmente a Monseñor Uribe. El exorcismo fue tortuoso, largo y lleno de recaídas, y dejó en Amanda un sentimiento casi traumático por sus épocas de brujería. Por medio de las anotaciones del diario de campo de Caycedo nos enteramos de lo difícil que llegaron a ser algunas de las entrevistas a causa de este temor. Eran recurrentes los momentos en los que Amanda se negaba a recordar algunos episodios y otros en los que abandonaba la sala para rezarle a un altar antes de seguir con su narración: “En una de las sesiones me contó que iría a una casa en el campo, al pie del río Magdalena. Era una casa elegante donde sólo estaban los que cuidaban y ahí hacía brujería los viernes en la tarde. Un día le dije que fuéramos para allá a la hora en la que ella solía ir, a eso de las 5, y cuando empezamos a recorrer el sitio me di cuenta de que ella no estaba recordando nada; ella estaba viviendo intensamente cada momento hasta el punto que salió a confesarse, a pesar de que ya había sido exorcizada otras veces. Desde entonces sé que hay que llevar al personaje al escenario de las cosas, porque a ella la pude haber entrevistado en Medellín, donde también trabajaba, pero ella iba a ser una en la ciudad y otra muy distinta en su pueblo”. Los personajes no se hacen en las entrevistas. Se hacen en la acción. Es una enseñanza tan simple como sacrosanta.
Toda vez que en un salón de clases los estudiantes me preguntan cómo sacar adelante sus historias, me encuentro a mi mismo usando a Caycedo como ejemplo de lo que se debe hacer. Les cuento cómo, para poder contar la historia de unos jóvenes que quedaron atrapados durante varios días en una cueva, habló con espeleólogos, botánicos y biólogos para poder entender qué tan profundo habían caído en la cueva. Les hablo de El Karina cuando me preguntan cómo poder copiar la voz de un personaje, del valiente esfuerzo de Castro Caycedo cuando decidió sacar las cámaras de video de los estudios cuando tuvo el programa Enviado Especial.
Creo que hacer periodismo es, sobre todo, entender que lo nuestro es un oficio. Un oficio que se aprende y un oficio en el que hay alguien que ya lo hizo mejor que uno. Esa es mi caja de herramientas: un listado de autores a los que me quisiera parecer. Textos ajenos que desearía que fueran míos. Castro Caycedo será, siempre, una suerte de talismán, un fin y un recurso. Tal vez nunca llegue a escribir como él, pero al menos tengo la oportunidad de leerlo cuantas veces quiera.