Una multitud se para inmóvil de espaldas a una tarima. Decenas de personas, rodeadas de otras cientas, forman un círculo en silencio mientras miran a dos hombres jóvenes en la mitad. Ambos se miran.
Cara a cara.
Parece un pogo, pero no lo es. Acá solo son dos personas. Cada uno lleva un cuchillo en mano. Esta vez el encuentro de los cuerpos no es cordial ni se mueve al ritmo de la música. Esta vez los movimientos son de pasos cortos, de saltos repentinos y de sablazos largos. Se acercan para herirse, se alejan para huirle al filo del cuchillo. Al final corren, algunos otros que eran espectadores los persiguen, la mayoría se limita a seguirlos con la mirada.
La escena se repite cada año en Hip Hop al Parque, un evento que en cada versión moja prensa con noticias sobre puñales, robos y heridos. “Hombre sufrió lesión a puñal a las afueras de Hip Hop al Parque”, dice el titular de una nota de Publimetro sobre la más reciente versión del festival. “‘Hip Hop al Parque’ fue escenario de disturbios y desórdenes”, dice otra de 2008 de El Espectador. “Muere menor de edad en riña a la salida de Hip-Hop al Parque”, titula otra de 2014 en el mismo diario.
En los 13 años de historia de Hip Hop al parque —o 23, si se cuenta desde que se llamaba “Rap al parque” y se hacía en la Media Torta— lo que mayoritariamente se discute sobre el festival son los enfrentamientos violentos que protagonizan sus asistentes. Este año no fue diferente: la conversación se concentró en el grupo de jóvenes que a las afueras del evento atracaron varios carros y se llevaron plata y celulares de varias personas que pasaban por la Avenida 68 con calle 63.
La respuesta oficial, la del Distrito a través de Idartes, fue que «algunos comportamientos de desadaptados [no] pueden convertirse en el eje de la discusión» y que «si bien las letras de los artistas y el poder del hip hop están atravesados por resistencias y por la fuerza de las calles, no representan necesariamente un llamado a la violencia».
Pero la violencia en el festival parece, sin embargo, una realidad: ningún otro evento de los festivales al parque que organiza el Distrito cada año produce tantas noticias sobre incidentes violentos como Hip Hop al Parque.
En redes sociales las reacciones también se repiten cada año: unos indignados, que se refieren al evento como “un nido de ratas”, piden que se cancele el evento; otros llaman a la calma y recuerdan que los violentos son unos pocos, que ese no es el común denominador de los asistentes al festival.
Pero más allá de las posiciones, parece que en Hip Hop al parque sí hay más problemas de violencia que en sus pares (Rock, Salsa y Jazz al Parque) o que, tal vez, los medios se han obsesionado con amplificar esos brotes violentos. Sin embargo, es un tipo de violencia mucho más compleja y que tiene muchos matices que se le escapan a los medios que con tanta rapidez satanizan al festival y convierten a sus asistentes en los sospechosos de siempre. La violencia está pero las razones, sin embargo, no parecen ser tan fáciles de explicar.
Las oportunidades son pocas y el futuro oscuro. En medio de ese panorama se escribe y se escucha rap, y es esa violencia estructural, endémica y cotidiana que se pone en escena en Hip Hop al Parque.
Del barrio nadie sale
Santiago Cembrano es periodista, antropólogo y autor del libro La época del rap de acá (2019). Él cree que detrás de la satanización del festival se esconde un asunto de clase: “Se me hace curioso cuando dicen que acaben Hip hop al parque porque lo que realmente están diciendo es que quieren sacar a ‘la plaga’.”, como muchos llaman a los asistentes del Festival, “Es decir, no importa que la ‘plaga’ exista sino que la reúnan y la traigan al centro, que la saquen del sur de Bogotá”,
Para Cembrano, la clave para entender la violencia latente que se vive en el festival tiene que ver con el entorno urbano de sus asistentes: los barrios en los que más se escucha y se hace rap son barrios con altos índices de pobreza y con mayores deficiencias en la calidad de vida de sus habitantes.
Según una nota sobre Hip hop al Parque escrita por Idartes (sus organizadores) publicada en la revista Arcadia, la escena del hip hop en Bogotá es predominante en las localidades de Suba, Engativá, Kennedy y Bosa, cuatro de las ocho localidades en Bogotá que además de concentrar el mayor número de personas por kilómetro cuadrado, también presentan los mayores índices de deficiencia en uno o más indicadores relacionados con las características de las viviendas, sus habitantes y su calidad de vida. Después de Ciudad Bolívar, que tiene 14,5 % de personas en esas condiciones, se siguen Kennedy (14,17 %), Bosa (11,69 %) y Suba (9,9 %), según datos del Dane y la Secretaría Distrital de Planeación.
Más allá de las cifras, al interior de esos barrios cada aspecto de la vida tiene la cara de la hostilidad más cruda: las tasas de desempleo y de inseguridad están siempre en los picos más altos, las de educación y alfabetización están siempre en los más bajos. Lo que le queda a muchos jóvenes es recurrir al trabajo informal o a las actividades económicas ilegales, todo en medio de las guerras y las violencias que produce el microtráfico. Se viven las tensiones por la autoridad sobre el territorio y se van creando peleas entre pandillas que generaciones más jóvenes van heredando y perpetuando. Las oportunidades son pocas y el futuro oscuro. En medio de ese panorama se escribe y se escucha rap, y es esa violencia estructural, endémica y cotidiana que se pone en escena en Hip Hop al Parque.
“Bogotá es una ciudad de mierda. Si uno vive con rabia, si para uno es jodido, y uno se queja de Transmilenio y piensa ‘qué gonorrea haber estudiado una carrera que da tan poco trabajo’, ¿cómo será la gente que en realidad está bien jodida? Es difícil ponerse en los zapatos del otro pero creo que si yo viviera como vive alguien en la pobreza bogotana, estaría todo el tiempo emputado. Es una olla a presión de gente que acostumbra a andar armada en su barrio, que tiene un montón de rabia. No tengo las respuestas pero las preguntas que hay que hacer sí son más estructurales, en todo caso”, asegura Cembrano.
Lo mismo piensa Rocca, uno de los integrantes de Tres Coronas, uno de los grupos que estuvo en la tarima de Hip hop al parque el fin de semana pasado. Si bien Rocca aclara que la violencia es cosa de unos pocos en un festival al que asisten miles, cree que esa violencia tiene que ver con el contexto más grande de los barrios marginales y no algo propio del festival.
“Hay que vivir en esos barrios, no hay manera de poder salir de ahí, es muy difícil. Es gente que no tiene derecho a la educación porque en el sistema colombiano la educación hay que pagarla, que no tiene derecho a buena salud porque también hay que pagarla. Todo tiene que ver siempre con un contexto social. No es el festival el que es violento, es el contexto social en el que vive la gente marginada, gente que luego se encuentra en un lugar como Hip Hop al parque”.
Los medios no están entendiendo la bronca con la que viven los jóvenes en los barrios.
Furia social
Para William Álvarez, sociólogo y etnógrafo urbano que se ha dedicado a estudiar las marginalidades urbanas en Colombia, el hip hop y la música en las periferias en Colombia funciona como una catarsis social: “En las periferias hay todo un legado de segregación que, por un lado, se manifiesta culturalmente de manera positiva en el sentido que crea nuevas formas de resistencia, en este caso la música. Por otro lado, hay una manifestación de la furia de esa exclusión, que yo llamo ‘furia social’, y que se presenta en violencia física, violencia armada, tipos de crimen organizado y en economías ilegales que van aunadas también con la música”.
Álvarez, profesor en el programa de Sociología de la Universidad del Atlántico, asegura que en Colombia aún no se han pensado suficiente, desde la sociología, las periferias y todo lo que ellas contienen. En parte eso se ve reflejado, dice, en la forma en que los medios hablan de eventos como Hip hop al Parque: haciendo generalizaciones que estigmatizan y se valen de un discurso sesgado a la hora de hablar de un fenómeno que no entienden y que tienen que ver con una “acumulación social de la violencia” que tiene lugar al interior de las periferias.
En otras palabras: los medios no están entendiendo la bronca con la que viven los jóvenes en los barrios.
“Un joven en la periferia, con todas esas circunstancias de exclusión histórica, pierde su perspectiva de futuro. Y al no tenerla, su presente es lo que le importa y su vida deja de tener un sentido. Toda esa frustración de no conseguir un empleo, de no conseguir satisfacer lo que se espera de ellos les genera una acumulación de furia que ves reflejada justamente en ese tipo de violencia en las calles. Ir al encuentro de barrios, encontrarse con otros grupos en medio de un toque de hip hop es casi que el único lugar de identidad que consiguen y un punto de referencia para dejar fluir toda esa furia”, asegura Álvarez, quien además explica cómo en su trabajo ha encontrado que la perspectiva de los mismos jóvenes se transforma totalmente cuando se convierten en padres.
“Los hijos se convierten en salvavidas para transformar sus vidas. Eso no quiere decir que sus horizontes mejoren, la máquina estructural sigue latente, solo que reducen un poco la violencia, más no cambian las bases estructurales de esa violencia”.
Para Álvarez, para Cembrano y para Rocca, el hecho de que el rap sea el género que se escucha con fuerza en los barrios periféricos tiene que ver con que sus letras le hablan a los jóvenes con franqueza de su propia realidad, algo que no pasa con otros géneros.
Para Rocca, el discurso que asocia al rap de comportamientos violentos ha estado presente desde los mismos orígenes del género cuando agrupaciones como Public Enemy y N.W.A empezaron a hacer rap contestatario. Entonces, en la década de los ochenta en Estados Unidos, cuando el rap empezó a hablar de los abusos policiales de los que los jóvenes afroamericanos eran víctimas en barrios marginales, se desató una persecución por parte de la opinión pública que buscó censurar el rap. Su justificación era que el género incitaba a los jóvenes al crimen y a la violencia. El rap, mientras tanto, denunciaba la desigualdad y el racismo como la verdadera cara de la condena de los jóvenes en los barrios pobres.
Álvarez asegura que el rap es ante todo un “ritmo racional, más logocéntrico que corporal”, en el que las letras van por encima del ritmo. Y en ese sentido, el rap no resulta tan atractivo para un mercado obsesionado con música más fiestera como la champeta o el reguetón. Así, dice, se puede explicar que sea un ritmo que se ha mantenido en la periferia y no ha atravesado otros círculos sociales.
Ni buenos ni malos, muchacho, solo dolientes
Cembrano cita una canción de La Etnnia con Alcolirykoz para explicarlo:
Yo que no aspiraba a nada
Crecí con socios que se lo aspiraban todo
Sentado en un bus abandonado, mal acompañado
Siempre, jugando a la ruleta rusa, rimando mentalmente
Mis panas planeaban atracos
Se persignaban antes de matar
El miedo es creyente
Yo sin escapulario ni estampas de la virgen
Seguía rezando al rap religiosamente
Aprendí a no juzgar a nadie
Aquí no hay buenos ni malos, muchacho
Solo hay dolientes
“Es un man que está hablando de cómo él no tiene esperanzas y sus amigos son unos periqueros y de cómo mientras él parchaba ellos estaban dándose la bendición y planeando cómo atracar. ¿Qué otra música te está diciendo eso? ¿Qué otro género le habla de eso a la gente que está metida en esos mundos? Ninguna.”, afirma Cembrano.
Para Rocca, la razón es más sencilla: “El rap no habla de carajadas y la gente que vive la realidad quiere oír eso, cosas reales”.