Homo economicus: ¿el Frankenstein de la teoría económica?

«Es hora de que reconozcamos que ese Homo economicus, por más irreal y abstracto que parezca, sí existe, es real, domina el comportamiento de algunas personas, y no estamos seguros que sea para su propio bien. ¿Hemos creado un monstruo?»

por

Adriana Gaviria Dugand


10.02.2017

FRAII

Antes de que terminara el año, esta revista aseguró que el 2016 fue el año en el que puso fin a la discusión de si los medios podían o no manipular al pueblo: “luego del Brexit, en el que la gran prensa apoyó el stay; del plebiscito, en el que los medios liberales apoyamos el SÍ; y de EE.UU. en donde los medios que leemos como biblias le dieron el espaldarazo a Hillary Clinton–, hoy hay algo claro: el periodismo es una voz tímida, silenciosa, acallada. Apenas un susurro”. A juicio de Alejandro Gómez Dugand, el año pasado comprobó la obsolescencia del periodismo porque no entendió qué sociedades estaba contando, y porque se entregó a las encuestas con un dogma propio de la secta religiosa más fundamentalista.

En el campo de la economía, o al menos la economía neoclásica, esta discusión es tan antigua como la Gran Depresión y tan reciente como el Brexit. En una nota de The Guardian de enero de este año el economista jefe del Banco de Inglaterra, Andrew Haldane, advierte que la profesión debe adaptarse para recuperar la confianza del público. Los economistas llevan mucho tiempo equivocándose y siguen haciéndolo: no previeron la crisis financiera de 2008, profesaron una caída dramática de la economía inglesa si ganaba el Brexit, cosa que no pasó, y así. En palabras de Haldane: “the models we had were rather narrow and fragile. The problem came when the world was tipped upside down and those models were ill-equipped to making sense of behaviours that were deeply irrational.”

La discusión acerca de la racionalidad no es exclusiva al campo de la economía. Sobre la reflexión acerca del papel del periodismo en 2016, María Paula Martínez afirma que el problema no está en las encuestas que revelaron mapas y tendencias que al final no sucedieron, sino en la creencia de que votar es una acto racional, calculado y frío cuando no lo es: “el voto es una acción emocional, visceral, impredecible”. Quizás la mayor diferencia entre las dos disciplinas frente a este asunto es que, para bien o para mal, la teoría económica ha formalizado y hecho explícito su andamiaje teórico acerca de la racionalidad.

Los economistas mainstream, o “neoclásicos”, fundamentan sus análisis en la Teoría de la Elección Racional, una teoría de la decisión que se basa en el individualismo y la racionalidad como condiciones y leyes universales del comportamiento. Su enfoque central es estudiar las decisiones humanas y sus efectos, buscando explicar hechos particulares. El axioma fundamental de la construcción de esta la teoría es el de la racionalidad individual: todo ser humano tiene planes y proyectos de vida (preferencias) y tiene recursos (posibilidades u oportunidades) para realizarlos. De acuerdo con esta lógica, el mercado es una herramienta que permite a las personas elegir y realizar sus propios proyectos de vida, que pueden ser contradictorios e incluso excluyentes entre ellos. Para sustentar esta teoría, se construyó un prototipo de personas “racionales”, que se conoce en la economía como el Homo economicus. Y, a partir de una serie de supuestos sobre el comportamiento de este “hombre racional”, los economistas de la corriente dominante (me refiero a los neoclásicos) han desarrollado toda clase de teorías acerca del mercado. Veamos quién es ese tal Homo economicus.

Primero que todo, este señor tiene unas preferencias determinadas, que son exógenas. Esto es, definidas por fuera del contexto en el que el hombre está interactuando. Es decir, no dependen del mercado. Por ejemplo: prefiere el helado de fresa que el de chocolate, y por más que las heladerías se esfuercen por presentar el helado de chocolate de la forma más provocativa posible, él va a ser consistente con sus preferencias y va a optar por su helado de fresa. Y así, en función de sus preferencias fijas y externas, tomará decisiones para todo el tipo de bienes y servicios que produzca, consuma o intercambie. Además, es un tipo interesado y obsesionado con los resultados: sólo le importa su propio bienestar (y en el mejor de los casos el de su familia), por lo que se limita a establecer relaciones sociales que al final de cuentas le traigan consumo y riqueza. Por último, este hombre sabe distribuir preferencias en el tiempo, entonces sabe ahorrar y planificar, y se preocupa por el bienestar de las generaciones futuras.

En este punto, para cualquier lector ya debe ser evidente el límite de esta construcción teórica: no es realista. Punto. A veces salimos al mercado convencidos de comprar arroz, y de repente aparece una hamburguesa en nuestro camino y todas las decisiones cambian. Con frecuencia hacemos cosas por otras personas que, si bien representan un sacrificio desde el punto de vista de riqueza personal, nos hacen felices. Una invitación a comer, un regalo espontáneo, una obra de caridad. Y no siempre pensamos en el futuro. Quizás el guayabo no existiera si fuéramos tan verracos para actuar en función del futuro. O nos endeudaríamos menos. Pero, en defensa de los economistas, esto no es novedad. Somos conscientes de que el Homo economicus no es más que una construcción teórica, y lo hemos comprobado empíricamente desde hace ya varias décadas. Herbert Gintis lo resume así: “Homo economicus has several characteristics that are relatively unproblematic in a market setting, but have potentially seriously misleading implications when applied outside this sphere”.

Supongamos el siguiente juego hipotético: usted está participando en una dinámica de grupo donde le fue asignada una pareja anónima. Usted no sabe quién es la persona, y nunca lo sabrá, pero las decisiones de cada uno afectarán los resultados del otro en el juego. Es muy simple: en un primer momento, el “jugador 1” recibe una cantidad de dinero, digamos $ 50.000, y debe dividir esa cantidad con el otro jugador. Lo único que tiene que hacer es decidir cuánto le da. El segundo jugador recibe esa oferta, y decide si acepta o no. Si lo hace, recibe la plata que le fue ofrecida y se acaba el juego. En ese caso, el “jugador 1” se queda con el resto del dinero. Pero, si el “jugador 2” rechaza la propuesta, se acaba el juego y nadie recibe plata.

 

Es de esperar que el Homo economicus acepte cualquier oferta. Pero no, existe cierto bienestar derivado de castigar al otro, por tacaño.

 

Este es el tipo de experimentos que divierten a los economistas de la rama “experimental” o “comportamental”. Pensemos en el “jugador 2”: ¿cuál es el criterio para decidir si acepta o no la propuesta del otro? A la larga, le conviene aceptar cualquier valor, pues algo es mejor que nada. Por eso, entre salir con sus manos vacías, o salir con 10.000 y saber que el otro se quedó con 40.000, hay personas que prefieren la primera opción. A través de este tipo de experimentos los economistas han calmado, al menos un poco, su obsesión por cuantificar los fenómenos sociales: observando las decisiones de los jugadores, han podido aproximarse a medidas relativamente rigurosas sobre la generosidad, la justicia, la confianza, la cooperación, etc.

Entonces, el problema central no es que la disciplina tenga una concepción ingenua y estrecha sobre el comportamiento humano, sino que –y quizás peor aún- a sabiendas de las limitaciones del aparato teórico, siga tomando decisiones de política basadas en modelos que parten de esos supuestos. Es ese el llamado de atención de Haldane, economista jefe del Banco de Inglaterra.

Pero existen otros problemas más interesantes, y, valga la redundancia, quizás más “problemáticos”.  Ifcher & Zarghamee hicieron varios tipos de experimentos económicos con estudiantes universitarios en Alemania en 2016, y encontraron que aquellos que tomaron decisiones más egoístas fueron –¿adivinen quiénes?–: alumnos que habían estado expuestos en algún momento de su carrera a un curso de economía neoclásica. Así fuera introductorio. Lo dicen tal cual: “the results demonstrate that even brief exposure to commonplace neoclassical economics assumptions measurably moves behavior toward self-interest”. Peor aún, un estudio japonés publicado en 2014 combinó herramientas de la psicología con experimentos económicos e identificó una coincidencia que no es tan chistosa: un grupo de individuos que en los experimentos se comporta muy parecido al Homo economicus, resultó ser el mismo grupo de personas con mayor puntaje en la escala de psicopatía LSPS, que mide “selfish, uncaring, and manipulative posture towards others”. Para los autores, este resultado es preocupante porque indica que ese grupo no está compuesto de simples “agentes de mercado” que reaccionan a incentivos. Se trata de un grupo social vulnerable que necesita apoyo psicológico.

Por eso, más que seguir comprobando empíricamente lo mucho que los modelos son miopes y obsoletos, en tanto ignoran comportamientos “irracionales” del día a día, creo que es conveniente actualizar, o al menos ampliar, la agenda de preocupaciones de la economía. Propongo invertir la dirección de esa preocupación: ya es hora de que reconozcamos que ese Homo economicus, por más irreal y abstracto que parezca, sí existe, es real, domina el comportamiento de algunas personas, y no estamos seguros que sea para su propio bien. ¿Hemos creado un monstruo?

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