Brexit, Plebiscito, Trump y el mea culpa del periodismo

El 2016 nos deja un Reino Unido divido, una Colombia rota y un Estados Unidos en la zozobra. Pero, además, deja a una prensa debilitada, una prensa a la que el sobrenombre de cuarto poder podría estar quedándole grande.

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¿Qué periodismo hacemos ahora?

Por Alejandro Gómez Dugand

Son tiempos difíciles para esta tendencia humana de la taxonomía, del enciclopedismo, de la museografía: este afán de especie que cargamos como primates evolucionados de encontrar categorías singulares en la que queremos que quepa el mundo. Es difícil —tan difícil— el ejercicio de la definición en los tiempos de la realidad líquida.

Es claro de qué va esta nota: ustedes ya leyeron el título, ya leyeron el post o el tuit que nuestro CM redactó  con tanta dedicación. Ya saben que hablamos de periodismo. O al menos eso es lo que esperan ustedes. Es la promesa que les hemos hecho para que nos dieran el clic. Al final esto es lo que hacemos en este oficio: prometemos el ejercicio de un quehacer, prometemos hacer un uso responsable —riguroso, juicioso— de un oficio heredado: el oficio de contar, lo mejor que podamos, la realidad. Eso, dirían los que tanto dicen, es el periodismo: un acuerdo tácito entre nosotros y ustedes. Una promesa. Una importante.

Entonces hablemos de periodismo, pero hagámoslo sin romanticismo. Hagámoslo sin desenfundar a Kovach y Rosenstiel como evangelistas de la fe ciega. Hablemos sin tragar entera la idea de que somos el cuarto poder, sin el dogma de que el periodismo es un engrane definitivo en nuestras sociedades, que los reporteros somos agentes activos de la democracia. Hablemos, digo, del periodismo en medio de estos tiempos, de este año extraño. Hablemos de periodismo en el 2016, cuando todo lo que pensábamos que éramos se desvaneció en el aire.

Llevamos tantos años defendiéndonos de una idea. Como periodistas, como gremio, hemos vivido a la defensiva durante siglos. Son ya tantos años que hemos sido acusados de ser una maquinaria perversa de manipulación, un cuarto poder embriagado en su agencia, una marioneta de los que sí toman decisiones. Hoy es casi una frase de cajón: «la culpa es de los periodistas», «los medios dicen cualquier cosa». O peor: «los medios tienen la culpa, nos manipulan, nos dicen mentiras». Tantas verdades y tantas mentiras. Tal vez esa fue –qué extraño es usar ese pasado verbal– una de las discusiones más interesantes del periodismo. Pero ya no. El 2016 puso final al debate de si los medios somos unos manipuladores del pueblo –luego del Brexit, en el que  la gran prensa apoyó el stay; del plebiscito, en el que los medios liberales apoyamos el SÍ; y de EE.UU. en donde los medios que leemos como biblias le dieron el espaldarazo a Hillary Clinton–, hoy hay algo claro: el periodismo es una voz tímida, silenciosa, acallada. Apenas un susurro.

Digo la prensa, pero soy reduccionista. Hablo, no nos equivoquemos, de la prensa liberal: de la prensa que cree en los derechos humanos, en la igualdad, en una soberanía del humanismo. Hablo de revistas como esta, de diarios como El Espectador, de proyectos como La Pulla. Pero hablo también de revistas como el Newyorker, de diarios como el Guardian de proyectos como el Last Week Tonight de John Oliver. Hablo de una prensa que, empoderada y de cara a la adversidad, sacó a la luz sus armas más fuertes: la información, el rigor, la reportería en defensa de las mejores ideas: “The fourth estate”, escribió Thomas Frank para el Guardian, “came together in an unprecedented professional consensus”. Hablaba de la manera en la que la prensa –la prensa liberal– cubrió la campaña de Trump. Pero bien podría estar hablando del Brexit o de nuestro plebiscito. La prensa liberal del Reino Unido, de EE.UU. y de este país (con excepciones claras, todos los países tienen su Gurisatti) se alinearon para defender una causa: la causa liberal que nada tiene que ver con afiliaciones de partidos sino con una visión de mundo. El asunto es que esa causa, en Colombia y en el Reino Unido y en EE.UU., fue una causa perdida. Nos acusaron tantas veces de manipuladores y sin embargo, el 2016 pasará a la historia como el año en el que el periodismo –el liberal, insisto, a sabiendas de la repetición– comprobó su obsolescencia.

Y lo hizo porque no entendimos qué sociedades estábamos contando. Porque, por momentos románticos y por momentos arrogantes, escribimos para un grupo de lectores reducido. Porque nos entregamos a las encuestas con un dogma propio de la secta religiosa más fundamentalista. Porque seguimos, incautos, convencidos de que la gente llega a nuestras páginas, y nos regala su clic, porque le estamos ofreciendo una versión informada del mundo.

Para los miembros de esta revista fue un golpe tremendo. ¿Qué periodismo hacemos ahora? ¿Cómo, en medio de esta desazón, abrimos revista mañana? Así que la abrimos así: con un intento de análisis en el que recorrimos las portadas del universo postrump y con un conjunto de textos que son tan de análisis como de catársis.

Creemos, sin embargo, que el periodismo liberal (y libre) ha sobrevivido a este golpe que ha recibido. Creemos que sin duda es un momento más de cambios para el oficio, y nos emociona estar en medio de ese huracán.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Foto: Emmanuel Upegui

Buscando respuestas en los periódicos

Por Sebastián Payán y Laura Galindo M.

Era casi la una de la madrugada y el mundo esperaba los resultados de las elecciones en Estados Unidos. Una sorpresa parecía posible, el mapa se teñía de rojo, Trump iba a ganar. Algunos se quedaron esperando lo inevitable, otros se durmieron porque tenían que madrugar. Trump celebró y Hillary calló. Al amanecer, todos emprendían la misma búsqueda en los medios: ver las portadas, leer los editoriales y las columnas de opinión. Todo para entender qué había pasado. 

¿Ganó Trump?, ¿cómo?, ¿por qué?, ¿por qué siempre Florida?, ¿qué pasó con los estados que respaldaban a los demócratas?, ¿por qué todo está al revés en 2016?, ¿fracasó la democracia?, ¿por qué no se cumplieron los pronósticos?, ¿qué va a pasar ahora? Con muchas preguntas  recurrimos a los periódicos y a los medios en busca de respuestas. El periodismo se ha vuelto ese terapeuta con el que hablamos el día después de cada evento importante, un terapeuta que nos ayuda a ver lo que no habíamos visto antes o que no queríamos ver. En nuestra plebi-tusa, o Trump-tusa, consumimos los medios como el helado que comemos para sentirnos mejor.

A veces el periodismo dice lo que queremos escuchar, otras veces dice que está igual de sorprendido, pero siempre dice algo. Es una suerte de deber ser aquella voz de reflexión y de respuesta. Algunos quisieran no despertarse a ver lo que pasó el día después, pero los medios siempre dan la cara.

Por eso, Cerosetenta quiso hacer un repaso de portadas de los periódicos más influyentes de países en Asia, Oceanía, Europa, Latinoamérica y examinar cuidadosamente los de Estados Unidos del día antes y después de la victoria de Trump. Los resultados de este ejercicio no sorprenden. Gran parte de los medios que habían expresado su apoyo a Hillary Clinton, no dudaron en hacer evidente el rechazo tras los resultados de las elecciones.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Foto: Darron Birgenheier @ Flickr

Los medios sesgaron su agenda

Por Juan Camilo Chaves
Los medios casi no hablaron de ellos. Un día antes de las elecciones el New York Times alertó que “una potencial victoria de Donald J. Trump podría depender de un grupo importante (y amplio) de estadounidenses: blancos que no fueron a la universidad”.  Un grupo que tradicionalmente no ha salido a votar, que no vive en las costas, que por lo general ha estado más cerca de los republicanos, que se siente amenazado por el cambio demográfico del país y que no se siente representado en los medios.  

Los medios no contaron sus historias, no mostraron esas realidades sociales. El periodismo de grandes medios (nacionales, internacionales, impresos, televisivos y nativos digitales) no supo mirar los datos y contar varias versiones de la realidad. Por quedarse con las propuestas y las cifras, no contaron suficientes realidades, no se acercaron a estas comunidades. Se dijo todo el tiempo que los votos definitivos serían los hispanos y los afroamericanos, pero al final los que definieron los estados clave, y por consecuencia los votos de los delegados, fueron los blancos sin educación superior que nunca salían a votar. Joshua Benton, después de las elecciones, lo dijo claramente para el Nieman: “Una forma de pensar cuál es la labor que hace el periodismo es contarle a la comunidad cosas sobre sí misma y en esos términos el periodismo estadounidense falló espectacularmente en este ciclo electoral”.

En los grandes medios liberales hubo columnistas que, desde 2015, señalaron que no era imposible que ganara, señalaron que en las encuestas de otros medios este segmento poblacional era uno para ver con cuidado. Hubo otros columnistas que señalaron la posibilidad matemática que podía tener Trump: “dado que ellos [los blancos, especialmente los que no fueron a la universidad] representan casi tres cuartos del electorado, aparentemente es matemáticamente posible para él ganar una mayoría”, incluso teniendo en cuenta estudios que dicen que esta población tiene una tendencia histórica a disminuir su participación electoral. Pero, a pesar de las alarmas, los grandes medios no se voltearon a hacer lo que saben hacer: contar versiones balanceadas de la realidad. Versiones que incluyeran a todos los segmentos de la población estadounidense.

“Wrong, wrong, wrong — to the very end, we got it wrong”

Los datos no tienen la culpa

Por María Paula Martínez

“Lo entendimos todo mal”: “Wrong, wrong, wrong — to the very end, we got it wrong”, predijo Jim Rutemberg, del New York times, desde julio de este año cuando Trump ganó la carrera republicana y se convirtió en candidato. Pasó de ser un mal chiste a una realidad que los medios no supieron cubrir. En 2016, los medios no entendieron las encuestas, las encuestas no entendieron a la gente y las predicciones fallaron. En el 2016 ganaron los que, según las cifras, debían haber perdido.

Sin embargo, creo, no perdió el periodismo de datos. Tampoco tienen la culpa las encuestas que revelaban mapas y tendencias que al final no sucedieron. Lo que quedó comprobado es que el voto es una acción emocional, visceral, impredecible. El problema está en tomar estos ejercicios como si se tratará de fórmulas infalibles y creer que votar es una acto racional, calculado y frío cuando no lo es. La gente no quiere compartir el voto que en muchos casos además de secreto es vergonzante. Hubo personas no dispuestas a reconocer públicamente el NO al plebiscito en Colombia, el Leave al Brexit, y el voto a Trump.

La puja entre el periodismo de datos versus el periodismo tradicional resurge en momentos electorales cuando las encuestas, los foros virtuales y la opinión pública se mide en porcentajes más que en historias de carne y hueso. Los medios, que se convertien en oráculos, producen historias basados en lo que dicen los datos olvidando que estos son sólo muestras. Los datos no tienen la culpa, la tiene la forma de periodismo que prevaleció en estas elecciones. Un periodismo militante en lugar de uno cuestionador y reflexivo sobre la política de estos tiempos, los jóvenes indecisos, la crisis de los partidos.

Mona Chilibi de The Guardian dijo que los periodistas estamos obsesionados con la idea de predecir la opinión pública, como si se tratara de las predicciones climatológicas del estado del tiempo. En la era digital, los algoritmos son capaces de predecir qué tipo de producto es más exitoso en Ebay, qué libro la gente prefiere en Amazon, pero no son precisos para decir quién será elegido en las urnas.

Rutenberg también dijo que los medios, que tomaron partido por candidatos y decisiones (lo hizo el New York Times por Hillary Clinton, lo hizo Caracol por el  y The Guardian por el stay), no cuestionaron las encuestas cuando éstas confirmaron sus apuestas y convirtieron en caricatura las otras formas de pensar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Foto: mal3k @ Flickr

Medio racional, voto emocional

Por Miguel Botero Echeverri

El votante que sopesa pros y contras, lee con detenimiento los programas de gobierno y hace una revisión concienzuda de tabloides y columnas de opinión: esa criatura puede ser la más grande quimera de la democracia. Investigadores de las ciencias sociales y la economía del comportamiento lo han dicho una y otra vez: la manera en que los votantes marcan el tarjetón tiene que ver mucho más con emociones y anatomía cerebral que con los hechos de las campañas que el periodismo tanto se esfuerza en cubrir.

Lo primero es que las decisiones son un pulso entre el córtex prefrontal —sistema racional y crítico— y el sistema límbico que regula la emoción y las respuestas automáticas que todos los animales activan en situaciones de riesgo. Muchas veces el pulso se resuelve a favor del sistema límbico y primitivo. Los políticos lo saben y lo usan: la valla de Nigel Farage en vísperas del Brexit; el muro entre Estados Unidos y México de Trump; el coco del castrochavismo del Centro Democrático. Todas estas estrategias apelan a esa parte del cerebro que reacciona ante una aparente amenaza.

Además del pulso entre estas dos partes del cerebro, el voto informado tiene que superar todos los sesgos del pensamiento: el de la confirmación, que nos lleva a buscar información que respalde lo que ya creemos; el de la verdad ilusoria que nos lleva a dar crédito a una mentira que se ha repetido con insistencia; el de la accesibilidad, que hace que la información más memorable y más frecuente tenga un peso desmedido en la toma de decisiones. La lista de las trampas del razonamiento no cabe en este artículo.

¿Parece, entonces, que la batalla entre el periodismo y la manipulación de los políticos es desigual? Podría decirse que se convierte en una guerra perdida si se considera que el cerebro de los votantes está cableado según su posición en el espectro político. Experimentos de las universidades de Exeter y California han encontrado correlaciones entre la afiliación política de las personas (demócratas o republicanos) y la forma en que las regiones de sus cerebros reaccionan al riesgo. Parece que la tendencia política modifica el cerebro y este, a su vez, la afianza.

Sombrío panorama para un oficio que, en periodos electorales, se propone informar a un público para que tome decisiones concienzudas. Tal vez, ante un electorado al que es tan difícil impactar con información, la respuesta de periodistas y de las salas de redacción debe ser asumir posiciones políticas más abiertas. Al menos esa es una de las posibilidades que ve Joshua Benton, director del Nieman Journalism Lab.

En su último artículo habla sobre la posición abiertamente liberal de The Guardian y la oposición frontal del New York Times a las tácticas de Donald Trump. Tal vez cada medio debería ser más consciente de su público y entender qué información puede enriquecer su visión de los hechos. Deberían entender que las denuncias, los chequeados y los cubrimientos de campaña no se pueden convertir en una negación de las emociones que mueven al electorado.