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De profesores y estudiantes

Una vez, cuando era estudiante de pregrado, un profesor cuyo curso tomaba se fue de viaje y me dejó a cargo de la clase, supongo que por unos pocos días. Lo digo ahora para señalar que ese acto me parece hoy errado y que pienso que este tipo de cosa no debería ocurrir.

por

María Mercedes Andrade


16.05.2017

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Añado que a mi parecer en general sería mejor que los monitores o asistentes de los profesores fueran estudiantes de posgrado y no de pregrado porque considero que para calificar a otra persona es preciso acreditar un nivel superior de preparación. No recuerdo en absoluto cómo me fue haciendo de monitora de un curso que no había tomado previamente, pero sí recuerdo perfectamente que este hecho generó una tensión enorme con compañeros de la carrera, pues avivó un asunto de competencia que muchas veces está presente en las relaciones entre estudiantes y que en el caso nuestro sin lugar a dudas existía. A pesar de que yo no escogí ser nombrada como monitora seguramente me enorgullecí de ello y probablemente este orgullo resultó molesto, así como seguramente fue molesto el hecho de no haber merecido el mismo honor. Digo todo esto con un sentimiento de autocrítica porque desde mis veintitantos años mucho ha cambiado: hoy pienso que ser monitor no es el honor que quizás me parecía entonces, que ser favorecido por algún profesor no debe tener tanto efecto en la imagen que uno tenga de sí mismo y, finalmente, que hay ciertas sutilezas en el trato entre profesores y estudiantes que son importantes y que, desde mi perspectiva, estar atento a ellas es parte de los deberes de un profesor. En este caso particular, si bien la escogencia de monitores es un reconocimiento académico y es un paso en la formación profesional de un estudiante, el procedimiento de este profesor lo convirtió en un privilegio.

Sé que algunos pensarán que estas afirmaciones suenan demasiado rígidas y que otros dirán que a veces hay excepciones. Yo, por mi parte, no hago excepciones, lo cual no significa para mí que las relaciones entre profesores y estudiantes sean antagónicas o carentes de afecto.

En esa misma universidad que ahora describo había por entonces también profesores que recibían en su oficina a sus estudiantes más cercanos. No quiero decir que tuvieran horarios de atención sino que, a toda hora, su grupo más allegado se sentaba a conversar con ellos y a fumar (sí: se fumaba en las oficinas y en las aulas de clase), en discusiones a las que otros no éramos invitados. Yo nunca intenté pertenecer a uno de esos grupos, pero sí reconocía, como todos, la distinción que representaba hacer parte de alguno de ellos. Indudablemente aquellos estudiantes tenían un prestigio especial, hasta el punto que las clases muchas veces parecían más bien conversaciones privadas, con chistes y comentarios que los demás no entendían.

Traigo a colación estas dos situaciones para llamar la atención sobre ciertos aspectos delicados de las relaciones entre profesores y estudiantes. Nótese que no estoy hablando de los casos de aquellos profesores que tenían “relaciones románticas” con estudiantes, porque imagino que quizás estemos de acuerdo hoy en día en que una relación en la que hay una diferencia de poder tan evidente, sea una relación laboral o pedagógica, no es exactamente “romántica” y personalmente deseo que este tipo de relación sea cosa del pasado, que se haya esfumado al igual que el humo en los salones de clases. Por el contrario, me refiero ahora más bien a ese tipo de relaciones donde un profesor distribuye ciertos privilegios, muchas veces casi invisibles, entre algunos estudiantes escogidos.

A riesgo de sonar dura, quisiera dejar clara mi posición: considero que la relación entre profesores y estudiantes no es una relación de amistad, y me parece que pretender que lo sea lleva, por un lado, a la actitud populista de querer ocultar una diferencia de poder real y por otro, puede llegar a darles, intencionalmente o no, trato especial a algunos estudiantes por encima de otros o a generar entre los demás estudiantes la sensación de un privilegio del cual se encuentran excluidos. Creo sinceramente que un profesor debe evitar semejantes situaciones y que las amistades, si es que surgen, solo deben hacerlo cuando alguien ya no es estudiante de determinado profesor. Sé que algunos pensarán que estas afirmaciones suenan demasiado rígidas y que otros dirán que a veces hay excepciones. Yo, por mi parte, no hago excepciones, lo cual no significa para mí que las relaciones entre profesores y estudiantes sean antagónicas o carentes de afecto.

En un ensayo titulado “Escritores, intelectuales, profesores”, Roland Barthes analiza la relación tradicional entre profesor y estudiante, y la mutua dependencia que caracteriza esta relación. Según él, el profesor necesita al estudiante para que lo reconozca, para que transmita sus ideas y para que se interese por ellas (se “enamore”, dice), para que continúe su legado. Por su parte, continúa Barthes, según el estudiante la tarea del profesor es: “1) conducirle a una buena integración profesional; 2) desempeñar todos los papeles tradicionalmente atribuidos al profesor (autoridad científica, transmisión de un capital de saber, etc.); 3) entregarle los secretos de una técnica (de investigación, de examen, etc.); 4) bajo la bandera de ese santo laico, el Método, ser un iniciador de ascesis, un gurú; 5) representar un ‘movimiento de ideas’, una Escuela, una Causa, ser su portavoz; 6) admitirle a él, enseñado, en la complicidad de un lenguaje particular; 7) para aquellos que tienen el fantasma de la tesis (práctica tímida de escritura, desfigurada y protegida a la vez por su finalidad institucional), garantizar la realidad de este fantasma; 8) se solicita, al profesor, por fin, que sea un arrendador de servicios: firma inscripciones, certificados, etc.”.

Hay mucho qué decir sobre esta lista que hace Barthes, quien con tono irónico se permite hablar de temas polémicos. Una parte de su lista tiene que ver con la función del profesor como agente de servicios burocráticos, lo cual, queramos o no, es cada vez más cierto en el contexto de la universidad contemporánea. Los profesores guardamos el acceso a ciertos espacios; por ejemplo, escribimos cartas de recomendación, a veces muchas, a estudiantes que con frecuencia entienden su necesidad de recibirlas pero que no saben el trabajo ni el tiempo que demandan, y que desconocen el protocolo para pedirlas (nunca a última hora, nunca en número excesivo, nunca cuando un profesor está de licencia, etc.). Quizás es nuestra culpa por no habérselos enseñado. Creo que tanto profesores como estudiantes sabemos que en parte el éxito académico de un individuo, o al menos su posibilidad de entrar o no a ciertos programas, depende en gran medida de estas cartas, así como de nuestra credibilidad y visibilidad como académicos. Esto significa que el éxito académico de un estudiante no es nunca un logro exclusivamente personal, sino que depende también de la inscripción exitosa del estudiante dentro de un sistema, con la ayuda de sus profesores. Mi propia carrera académica tampoco es el resultado exclusivo de mi trabajo solitario, y es mucho lo que le debo a aquellos profesores y colegas que aún hoy escriben para mí cartas y recomendaciones cuando las necesito.

Pero más allá de este aspecto burocrático, del cual parecería que no quisiéramos hablar más que en voz baja, a mí siempre me han llamado la atención en esta lista esas otras funciones que según Barthes el profesor suple para el estudiante y el estudiante para el profesor, y que él describe en términos religiosos. Entregar un secreto, iniciar en una ascesis, enseñar el culto a un “santo laico”, enseñar un lenguaje secreto o servir de gurú, son expresiones todas que apuntan al aspecto iniciático y esotérico que los estudiantes esperan de la relación profesor-estudiante y que muchos profesores ven de igual manera. Barthes desenmascara alegremente la especularidad de esta relación, donde cada uno afirma para el otro una determinada identidad dentro de un sistema. Sin embargo, al leer esta lista, el tono cáustico Barthes tiene para mí una función crítica: su humor rasga la apariencia de normalidad de esta concepción de la relación entre profesor y estudiante, y me lleva a observar la situación de otra manera. Es cierto, como señalaba arriba, que el profesor y el alumno están inscritos dentro de un contexto donde el profesor es necesario para acceder a ciertos terrenos (de ahí que piense que la relación no es de amistad) y el estudiante para afirmar una identidad. Pero ¿qué significa pensar en la relación entre profesor y estudiante como una entre maestro y discípulo, entre gurú e iniciado? ¿Cuál es la actitud ante el aprendizaje y ante el saber implícita allí y que Barthes critica?

Creo que Barthes hace posible que tratemos de imaginar otras maneras de concebir esta relación. Quizás los profesores que mencionaba al comienzo de este ensayo se veían a sí mismos ejerciendo una función casi religiosa (no olvidemos que “profesor” es quien profesa) de poseedores y comunicadores de un saber privilegiado, y por esta razón podían permitir la cercanía de aquellos a quienes consideraban más prestos a recibir esa verdad, más cercanos a la posibilidad de entenderla. Pero ¿qué pasa cuando un profesor no se ve a sí mismo de esta manera y no entiende así su función? Sí, ciertamente los profesores llevamos más años leyendo y estudiando, y también sabemos movernos en un campo profesional mientras los estudiantes lo están aprendiendo. Pero ¿qué pasa si no nos sentimos poseedores de una verdad sino simplemente nos vemos como individuos interesados en indagar y en intentar comprender ciertas cosas? ¿Qué pasa si no nos sentimos tan cómodos con la idea de saber, y si de pronto pensamos que nuestro deber es enseñar a preguntar? ¿No cambia esto entonces la relación con los estudiantes?

No tengo respuestas generales. Yo, por mi parte, puedo decir que no he querido nunca, y que espero no querer, tener discípulos que me sigan, pues creo que cada uno de mis estudiantes tiene el deber y el riesgo de trazarse su propio camino.

 

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