A los disparos el barrio responde con activismo y música

El 9S, Bogotá estalló en protestas en contra del asesinato de Javier Ordóñez. La respuesta de las autoridades fue más violencia institucional. Cristian Camilo Hernández, Andrés Felipe Rodríguez y Jaider Fonseca fueron 3 de los 13 asesinatos de esa noche. Desde entonces, los 9 de cada mes los jóvenes de Verbenal y San Cristóbal transforman el dolor y la injusticia en lucha y resistencia.

por

Tania Tapia Jáuregui


21.01.2021

Ilustraciones: Juan Soto

9 de septiembre, 9:43 p.m.

Ya no suenan tiros, ahora solo se escuchan los gritos.

—Se pelaron a un chino.

—Le dieron en la cabeza.

—Dejen de grabar. Dejen de grabarlo.

En el piso está Cristian Camilo Hernández, los ojos cerrados, el charco de sangre creciendo junto a su cabeza. Quienes gritan corren hacia él, lo rodean. Lo graban. A veces miran hacia la otra esquina de la calle 187, la de la carrera 20. Allá se ven las luces rojas y azules de las motos de la Policía.

—Gonorreas hijueputas.

—Asesinos, lo mataron.

Suenan las sirenas y las luces se hacen más grandes. Los policías están volviendo. Los que los ven venir corren al parque, detrás de los montículos que ya los protegieron de las balas. En cada moto dos policías, algunos empuñan el arma y apuntan. En unos segundos solo policías rodean el cuerpo de Cristian.

Él, Cristian, de 26 años, fue uno de los tres que murieron por disparos de la Policía esa noche en esa esquina del barrio Verbenal, en Bogotá. Fue el mayor. Los otros, Andrés Felipe Rodríguez, de 23, y Jaider Fonseca, de 17, iban camino al hospital cuando Cristian cayó al piso. Los tres murieron. Esa misma noche también asesinaron a otras 10 personas en Bogotá y Soacha, todos durante la represión policial contra las manifestaciones.

Las protestas eran por Javier Ordóñez, quien la madrugada del 9 de septiembre amaneció muerto después de que dos policías lo atacaran con golpes y descargas eléctricas y luego lo llevaran al CAI del barrio Villa Luz. El video de Javier en el piso, recibiendo las descargas, se regó en redes y esa noche, en varios barrios de Bogotá aparecieron pequeñas protestas alrededor de los CAIs. La noche avanzó y los cacerolazos en los extremos de la ciudad se volvieron rabiosos. Primero las piedras y los vidrios rotos. Luego el fuego y los CAIs en llamas. Después los policías disparando sus armas. Por último, los muertos.

Las protestas eran por uno y terminaron otros 13 asesinados.

9 de noviembre, 3:00 p.m.

Música. Es la misma esquina, el mismo parque. 

Varios jóvenes sobre la cancha de micro celebran la llegada de la motobomba que les trajo la energía que por horas había sido imposible conseguir. La energía debía salir del salón comunal del barrio, una casona ubicada en uno de los extremos del parque. Pero la Junta de Acción Comunal no apareció y el salón no se abrió. Tampoco se abrieron las puertas de las casas vecinas: los policías del barrio habían pasado diciendo que quienes organizaban el evento eran disidencias, guerrilleros. Y entonces los vecinos se escondieron detrás de sus puertas junto a sus tomas de corriente.

La Noche sin miedo es un evento que, en esta ocasión, conmemora el asesinato de Cristian, Andrés y Jaider a manos de la Policía. También el de las otras 10 personas que recibieron disparos en Bogotá y Soacha esa misma noche y el de decenas de jóvenes que han caído en sus barrios lejos del ojo de las noticias y de la indignación colectiva. 

Quienes organizan esta Noche sin miedo se identifican como Mesa de diálogo UPZ 9-11, un grupo de jóvenes de Verbenal y del barrio vecino San Cristóbal que se encontraron después del 9S —como ahora se nombra la fecha de los asesinatos— y que el 9 de cada mes invaden con música lo que el resto de días suele ser un espacio hostil para ellos: la noche en los espacios públicos. Esa no solo ha sido la apuesta de Verbenal, también lo fue en otros nueve barrios de Bogotá, donde colectivos de jóvenes se reunieron en los parques y las canchas el 30 de septiembre para organizar su propia Noche sin miedo. En Verbenal se hizo el 30, también el 9 de octubre y ahora, el 9 de noviembre.

—Después de que la policía masacrara a tres compañeros, nos reunimos el 10 de septiembre al frente del CAI los que pintamos, grafiteamos, los que hacen música. Empezamos a ver que todos teníamos relación con los que fallecieron, todos éramos amigos de amigos, gente que uno ha visto en el barrio pero que nunca se habla.

Eso dice Juan sentado en una de las bancas del parque Verbenal, al otro extremo de la orilla que vio caer a los otros tres el 9S. Detrás del tapabocas se le asoman los tatuajes, también se le escurren por las mangas y el dorso de las manos. Es tatuador, tiene 28 años y ha vivido toda su vida en Verbenal.

—El 10S vemos la necesidad de hablar de lo que viene siendo la problemática con la Policía y de las necesidades del territorio. Ahí nace la Mesa. A la primera representante de la Mesa la amenazaron la primera semana y pues mi servidor tomó el puesto desde entonces.

Dice Juan que a la anterior representante le amenazaron con un arma en su casa, que le dijeron que la iban a secuestrar, que dejara de hablar de la policía. Que se callara. Entonces ella se retiró del puesto y él ocupó su lugar. Hoy son unas 37 personas las que están fijas como integrantes de la Mesa, pero que a veces alcanzan a sumar hasta 60.

Al frente de Juan, sobre la cancha, otros jóvenes terminan de ajustar el sonido sobre la tarima. Otros más pegan carteles alrededor de la cancha con los nombres de las personas que han sido asesinadas por la Policía y el Esmad en Colombia, una cuenta que solo en 2020 sumó al menos 36 víctimas.

Fuente: Temblores ONG

Faltan un par de horas para que los que ponen música y cantan se suban a la tarima y la cancha se empiece a llenar. La policía ya se hace sentir: cada tanto un par de ellos, montados en sus motos, rodean el parque. A veces entran a la cancha, miran, hacen preguntas, se van. Juan los ve acercarse, se reubica el tapabocas sobre la boca y la nariz y dice que hoy la Policía no puede hacer nada, que el espacio es seguro, que este es un ejercicio constitucional de protesta y que, de cualquier forma, ya están acostumbrados a su intimidación constante. 

Él, por ejemplo, vive frente a dos de los policías del barrio, dos de los mismos que se agruparon el 9S sobre la calle 187 y dispararon a los que estaban manifestando. Dos de los mismos que, según cuenta Juan, ya antes han matado jóvenes en el barrio. Dice que no los matan con su arma de dotación, una SIG Sauer, sino con el revólver 38 que le quitan a cualquier ladrón. Que eso pasa todo el tiempo y que en el barrio eso se sabe. Que desde marzo han matado 12 compañeros en Verbenal y en el Codito, un barrio vecino trepado en la montaña.

—Es que para ellos –dice– el que no sea policía está en contra de ellos, más si es joven.

***

Verbenal y San Cristóbal, los dos sectores que se unen en la Mesa de diálogo UPZ 9-11, están en el extremo norte de Bogotá, en el borde de la localidad de Usaquén, la tercera localidad de la ciudad con mayor nivel de vida según el Índice de Condiciones de Vida (ICV). Verbenal y San Cristóbal son la excepción en la localidad: los dos concentran la mayor cantidad de casas estrato 1 de Usaquén. También la mayor cantidad de casas no estratificadas, las que los técnicos llaman “asentamientos no formales” y que se alimentan en gran parte de las migraciones de personas que llegan a Bogotá desplazadas por el conflicto armado del país.

Pero más recientemente, el conflicto interno no solo se ha hecho sentir en la periferia de Usaquén con los nuevos asentamientos. Este año la Defensoría del Pueblo emitió una alerta sobre la presencia de grupos herederos del paramilitarismo en Verbenal, San Cristóbal y La Uribe, otro barrio de Usaquén. Según la alerta, esos grupos, conectados al narcotráfico, se estarían disputando rutas en esos barrios para entrar fácilmente la cocaína al resto de la ciudad. En medio de la disputa, los grupos ilegales crecen con los niños y jóvenes que reclutan en los barrios y que terminan dedicados al microtráfico.

Ilustración por Juan Soto.

La policía, denuncian los jóvenes de Verbenal y San Cristóbal, hace parte del juego. Dicen que los intereses de los grupos ilegales no son solo defendidos por los jóvenes reclutados, también por policías aliados a esos grupos. Que la policía en el barrio, cuentan, colabora con el control territorial de esos grupos, que protegen al gran narcotráfico y persiguen al pequeño consumidor, y que no es extraño que el asesinato de un jóven en sus barrios responda a una guerra entre dos grupos ilegales disputándose el territorio. 

Estar en una localidad cuya cara visible son los barrios pudientes, cuentan, ha invisibilizado la problemática y la atención urgente que demanda. 

Pero el conflicto está y se hace visible en los datos: según la Secretaría de Seguridad de Bogotá, hasta noviembre de 2020 habían sido asesinadas 46 personas en la localidad de Usaquén, un aumento del 70% en los asesinatos que se registraron en el mismo periodo el año anterior. La mayoría de esos homicidios, 14, ocurrieron en Verbenal, lo siguen San Cristóbal y Santa Bárbara, cada uno con 7 asesinatos. La mayoría de esos homicidios ocurrieron en la noche.

***

10 de septiembre, 1:20 p.m.

En el CAI de Verbenal ya no hay policías, en su lugar hay fuego y una nube de humo negro que sale por las ventanas rotas y envuelve el techo del cubo de concreto. Al otro lado de la calle un grupo de personas ven el CAI arder.

Las llamas fueron apareciendo por toda la ciudad desde la noche anterior, la del 9S: en medio de las balas se armaron hogueras, se quemaron buses, pero sobre todo ardieron patrullas y motos de la Policía y al menos 17 de los cerca de 50 CAIs en Bogotá donde hubo protestas. El fuego se fue apagando y dejó a su paso CAIs desolados de muros negros. Donde el fuego no alcanzó a llegar, llegó el aerosol: rayones con la sigla “A.C.A.B”.

El fuego los fue consumiendo ante los gritos suplicantes de los familiares que los habían ido a visitar. La policía no dejó que los familiares apagaran el fuego. La policía no hizo nada más que mirar.

A diferencia de las balas que la policía disparó en respuesta al ataque a los CAIs, el fuego no dejó víctimas mortales. O al menos no esa noche. Un par de días antes, el 4 de septiembre, nueve jóvenes murieron quemados en el CAI de San Mateo, en Soacha, después de que uno de ellos le prendiera fuego a una cobija. Lo hizo porque los policías les estaban negando las visitas familiares, también por el maltrato del que habían sido víctimas desde días antes. El fuego fue consumiendo a los nueve jóvenes frente a la mirada de los policías. El fuego los fue consumiendo ante los gritos suplicantes de los familiares que los habían ido a visitar. La policía no dejó que los familiares apagaran el fuego. La policía no hizo nada más que mirar.

El CAI de San Mateo fue uno de los que fue centro de protestas el 9 y 10 de septiembre, también fue uno de los CAIs en los que la Policía disparó hacia los manifestantes. Y como el de San Mateo, muchos de los CAIs que vieron fuego, balas y heridos esas noches, son CAIs con una historia de violencia y conflicto con las comunidades que los rodean.

En mayo de 2017, un joven denunció haber sido secuestrado y torturado en el CAI de Suba La Gaitana después de haber cuestionado un procedimiento policial. 

El 9S el CAI de Suba La Gaitana ardió.

En abril de este año, una joven fue violada por policías del CAI Bosa Laureles tras haber sido detenida por “incumplir” las medidas de cuarentena.

El 9S el CAI de Bosa Laureles ardió.

En junio de 2016, los policías del CAI de El Codito, barrio vecino de Verbenal y de San Cristóbal, torturaron a un joven y lo obligaron a jugar ruleta rusa con sus armas.

El 9S el CAI de El Codito ardió.

La respuesta del Gobierno fue que todo había sido un plan por parte de disidencias de las Farc y del ELN para dañar los bienes de la ciudad y la propiedad de la Policía. Un plan articulado para desestabilizar la seguridad en los barrios. Se anunciaron investigaciones para dar con los “vándalos” y recompensas para quien pudiera ofrecer información que ayudara a dar con los responsables del caos.

9 de diciembre, 6:15 p.m.

—El 9S asesinan a Javier Ordóñez, pero lo que pasa es que se destapa una olla a presión. El que se apadrine o le ponga título propio a lo que pasó esa noche es un idiota, porque eso fue la efervescencia del momento.

Eso dice Andrés, sentado a pocos metros de la tarima que hoy se eleva sobre la carrera séptima con calle 162, justo al lado del CAI de San Cristóbal. Es otra Noche sin miedo, esta vez más pegada al cerro, donde las casas van escalando la montaña y el estrato va bajando.

Andrés y Raiza, sentada a su lado, viven ahí, en el cerro, en San Cristóbal. Que son gente de altura, dicen, y se ríen. Los dos tienen un septum en la mitad del rostro, ella tiene 32 años, él 31.

Los dos hacen parte de la Mesa de diálogo UPZ 9-11. También de Akash, de Renova y de otros procesos, como ellos mismos los llaman, de jóvenes dedicados a pensar y trabajar problemas estructurales: la defensa de los recursos ambientales, la soberanía alimentaria, la formación a otros jóvenes en movilización, el derecho a la ocupación del espacio público y la cultura como canal de protesta. Llevan más de 10 años en eso, en lo que Andrés llama “promover, proponer y articular el visible cambio” que, en resumen, se trata de echarse al hombro las necesidades desatendidas del barrio, del territorio.

—El 9S aparecen un montón de deudas muy viejas, de policías que tienen azotados a los jóvenes en los barrios y de jóvenes que dicen: ah, cinco veces en ese verraco CAI, pues entonces son cinco piedras—, dice Andrés.

Y que los CAIs que fueron quemados tienen una historia detrás, dice Raiza, que no fue azaroso. Ella ha hablado con varios de los jóvenes que estuvieron el 9S en la manifestación de Verbenal: ninguno, cuenta, pertenece ni a organizaciones ni a ningún otro tipo de “parche”. Estuvieron ahí porque estaban “rayados con los tombos”, con los mismos que los extorsionan cuando los encuentran en un parque fumándose un porro, los que los requisan sistemáticamente solo por la forma en que se visten, los que los suben a las patrullas y los pasean para que el barrio entero los vea, los mismos policías que ante cualquier reclamo a sus procedimientos los retienen y golpean.

—Un señor de Naciones Unidas me comentaba que los CAIs que vandalizaron en la ciudad, todos, son los que curiosamente tienen más comparendos por consumo. Eso sale de una investigación que ellos hacen y que hace evidente que lo del 9 responde en parte al resentimiento de los jóvenes por la opresión que viven por su consumo.

Y que la violencia no paró con el 9S. Raiza cuenta que después del 9 de septiembre se han radicado al menos 122 denuncias en la Alcaldía local de Usaquén por abuso de poder de parte de la Policía. También fue agredido un joven integrante de la Mesa a quien la policía golpeó en la cabeza y luego retuvo en el CAI. Además, dice, desaparecieron varios videos que ella misma había recolectado en una carpeta en su nube que mostraban las agresiones de la Policía. Y que después del 9S varias familias del barrio denunciaron que policías habían ido a sus casas, sacado a los jóvenes, sus hijos y hermanos, los habían golpeado y luego los volvían a dejar tirados frente a las casas.

—Con todas esas cosas uno se empieza a preguntar qué es lo que quiere tapar la Policía. ¿Por qué están buscando a los jóvenes para maltratarlos? ¿Por qué nos quieren sembrar miedo? Y sabemos que acá la Policía trabaja para las lógicas del narcotráfico y que hay otros chicos que trabajan para lo mismo y ahí está el choque. Ya se tienen reseñados, ya saben quiénes son. ¿Y qué hacemos al respecto? Nosotros no tenemos armas ni uniformes.

Raiza y Andrés dicen que no es difícil entender por qué un joven al que le dan bolillo todos los días aprovecha la oportunidad de ver que al CAI le están lanzando piedras para tirar la suya propia. Porque la violencia genera violencia, dicen. Pero después de lo visceral viene la respuesta reposada, a la que ellos le apuestan: tomarse la calle con cultura, generar espacios de seguridad colectiva que se oponen a la lógica instalada en sus barrios donde la “seguridad” va con armas empuñadas.

Ilustración por Juan Soto.

Cada tanto Andrés se levanta y va hacia la tarima, él es uno de los encargados de la logística de esta Noche sin miedo en San Cristóbal, la tercera en Usaquén que conmemora los asesinatos del 9S. Entre actos, entre el rap y el drum n’ bass, Andrés agarra el micrófono y recuerda el por qué del evento:

—Esta es la Noche sin miedo, familia. No queremos más violencia, queremos que la policía se dedique a otra cosa que no sea matarnos.

A la derecha de la tarima, unos ocho policías en hilera, con escudo en mano y tan pegados al CAI como les es posible, escuchan inmóviles las palabras de Andrés.

9 de noviembre, 6:40 p.m.

Maira está en el centro de la cancha del parque Verbenal. A su alrededor los jóvenes que ya van llegando al evento sostienen velas encendidas. Ya es de noche y Maira, micrófono en mano, le habla a quienes la escuchan.

—Hoy ya son dos meses del asesinato de nuestros seres queridos y el Estado trata de borrarlo todo, de dejarlo en el olvido.

Maira tiene 19 años, vive en Verbenal y es la esposa de Jaider Fonseca, asesinado el 9S en ese mismo parque. También es la mamá del bebé que Jaider dejó antes de morir, Samuel, de 11 meses. Detrás de ella están las familias de otros tres jóvenes asesinados el 9S, cada familia sostiene un cartel con el nombre y la foto de la hija, hijo o hermano que perdieron: Angie Paola Baquero, Julián Mauricio González y Andrés Felipe Rodríguez.

Maira sigue:

—Ellos no saben el dolor y el hueco que dejaron en nuestras familias. Los quiero invitar a que nos unamos. No dejemos que esto pase y se olvide.

Esta es la segunda Noche sin miedo que se hace en Verbenal, después de la del 9 de octubre, pero esta es la primera a la que va Maira. Cuenta que a la primera no fue por miedo, no quería tener más ojos encima: ya a su mamá la habían estado siguiendo policías en el barrio, grabándola. Entonces Maira se encerró en su casa con su mamá y su bebé. Dice que el miedo a la policía la aisló como hasta entonces no la había aislado el Covid.

—Decir que estoy bien sería mentir—, dice Maira, ya lejos del micrófono, ahora con la voz quebrada y el ímpetu pausado. —Yo siento que esto no lo voy a superar nunca. El dolor aumenta cada día que amanezco y no lo veo. Se lo llevaron a él pero también se llevaron la vida que planeábamos tener juntos.

Maira no se deja ver vulnerable a menudo. Nunca frente a su mamá y su bebé. Pero confiesa que cuando llega al trabajo se derrumba, que es una colega la que le ha acompañado la pena. Y cuando habla de su dolor en público lo hace con el tono contundente de quien le está exigiendo justicia a un Estado entero.

Cuando fue sobreponiéndose al miedo a la Policía que la encerró en su casa, se hizo integrante de la Mesa de diálogo UPZ 9-11, donde ahora es una de las representantes de las víctimas del 9S. Dice que su objetivo es seguir visibilizando, seguir protestando, “que nos sigan viendo”, y que el dolor de lo que pasó no lo sientan solo ella y las familias de los asesinados. Al mismo tiempo, dice, trabaja en su propio dolor, en la culpa y en su rabia hacia la policía. 

***

La relación de Juan Pablo, Andrés, Raiza y Maira con la policía, sin embargo, no deja de tener matices.

Juan Pablo cuenta que recientemente la Mesa de diálogo decidió sentarse a dialogar y hacer pactos con la policía. Hasta ahora, dice, han tenido reuniones de reconocimiento con el Comandante de la Estación de Usaquén, la estación de policía que comanda los CAIs de la localidad. Al mismo tiempo suena reticente.

—Yo siento que no podemos hablar de pactos sin hablar de reconocimiento, y ellos por su lado siguen diciendo que no, que olvidemos eso y dejemos así. Pero pues como primera medida al menos sentarnos a la mesa siempre, y ya mirar cómo podemos negociar.

Andrés y Raiza afirman que hay que saber jugar el juego: el de la institucionalidad, el que se nutre del lenguaje de las leyes, de las sentencias y de la Constitución. Y que a veces, dicen, los policías atienden al juego.

—Lo hacen cuando se los explicas bien—, dice Andrés. —Entonces uno les dice, “pille, es que resulta que ustedes por este y este artículo tienen que estar es acompañando”. El policía llama al mayor y a veces le dicen que tenemos razón, y entonces se quedan quietos. Cuando un mayor obedece a esa lógica popular, hablamos de un buen policía. Los que pedimos a gritos que aparezcan.

—¿Dónde están los policías denunciando quién fue el que mató a estos tres pelados en Verbenal?—, dice Raiza.

—Es que ellos son funcionarios silenciados por las leyes que dicen que la Policía tiene que ser apolítica, que no pueden votar ni sindicalizarse. Son esclavos en pleno siglo XXI.

Andrés agrega que aunque el papel de la policía es controversial, ellos no son la verdadera piedra en el zapato. La piedra tiene varios otros nombres: el paramilitarismo, el narcotráfico y su cooptación de las instituciones que deben garantizarles los derechos a los ciudadanos. También la Fiscalía, que Andrés llama “un asesino oculto”. Para él, lo que sigue acabando con las vidas de los jóvenes en su barrio es en gran parte la impunidad. Si la Fiscalía no tuviera frenados los procesos en los que hay evidencia de la violencia del Estado, dice, el escenario en las calles tal vez sería distinto. 

A la Policía les dijeron que somos el enemigo, es la lógica de desaparecer al enemigo externo y volverlo interno.

Por el momento, sobre lo que pasó en Bogotá el 9S, la Fiscalía ha dado un par de pasos: dos policías han sido imputados por el delito de homicidio de Jaider Fonseca y de Andrés Felipe Rodríguez, en un caso, y por el de Angie Paola Baquero en el otro. Las imputaciones se realizaron más de cuatro meses después.

—A la Policía les dijeron que somos el enemigo, es la lógica de desaparecer al enemigo externo y volverlo interno, entonces ya las Fuerzas Armadas no pelean contra una invasión extranjera sino contra una rebelión interna.

Andrés, como varios de los jóvenes que se han dedicado a las necesidades de sus barrios, habla con un lenguaje que no se distanciaría mucho del de un líder social. Él, sin embargo, se apresura a desmarcarse de esa etiqueta. También lo hacen los otros jóvenes. No resulta extraño en un país que solo en 2020 dejó más de 200 líderes sociales asesinados y que desde la firma del Acuerdo de Paz con las Farc ha dejado más de 1.000 muertos que en vida se reconocían como líderes sociales. 

—Y si de momento alguien dice, “pregúntele al pana”, ya tú eres un líder. Pero como decía una sabia anciana acá en el cerro: “¿Cuáles líderes? Aquí no hay líderes, ya todos están asesinados”. El nuevo tiempo responde a una estructura horizontal. Punto. ¿Quieres buscar un líder? Búscate a ti.

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