El 12 de octubre de 2018, esta revista publicó el artículo “El debate por los premios en el cine colombiano”. En este se reunían distintas opiniones sobre una decisión anunciada días antes por el Festival de Cine de Cartagena (FICCI): rediseñarse, a partir de 2019, como un evento no competitivo. Mis reparos a la decisión de desaparecer los premios del festival, cuando fui entrevistado para el artículo, se basaron grosso modo en los siguientes puntos:
1) El anuncio del FICCI venía acompañado de una nueva propuesta de secciones no competitivas donde el tradicional foco en el cine iberoamericano quedaba diluido, o al menos disperso de manera harto confusa.
2) Esa dedicación al cine iberoamericano, a sus tanteos y expectativas, fue la esencia del Festival durante cuatro décadas, desde que a finales de los años 70 recibió de la Federación Internacional de Asociaciones de Productores Cinematográficos (FIAPF), el aval para premiarlo en sus muestras competitivas.
3) El FICCI está soldado a una historia del cine de la región y a una historia más general de lo que podemos llamar iberoamericanismo. En la construcción de esa historia común participaron varias generaciones de cineastas y gestores culturales. El Festival de Cine de Cartagena fue, sin ir muy lejos, una obsesión de Gabriel García Márquez, y parte de una serie de iniciativas a las que el Nobel entregó esfuerzo y recursos, entre ellas –además del FICCI– la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Cuba) y la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.
4) La nueva propuesta de secciones incurría en contradicciones evidentes. Por un lado anunciaba como eje central la migración y los mestizajes. Pero por otro repetía varias veces un “curioso” filtro como criterio para seleccionar los títulos que las integrarían: se hablaba, aquí y allá, de películas cultural y legalmente colombianas, o cultural y legalmente iberoamericanas. En la práctica, se ejercía sobre las películas el mismo tipo de violencia simbólica (y real) que sufren los inmigrantes en todo el mundo. Este filtro o matiz de la selección implicaba una voluntad de cerrarle el paso a películas de condición bastarda o, precisamente, mestiza. Por ejemplo a películas sobre Colombia o hechas por colombianos en cualquier lugar del mundo pero sin el requisito burocrático de la nacionalidad, una filmografía que no es poca y sí muy vital para construir un sentido amplio de, en este caso, lo colombiano.
Cuando el pasado miércoles 6 de febrero se hizo público el contenido de las múltiples muestras del FICCI 59 y se anunciaron los contenidos del nuevo Festival, las contradicciones volvieron a aparecer, aumentadas. Las comunicaciones sobre este contenido llegaron plagadas de una vaga retórica de inclusión, aquella que no se ahorra las palabras correctas: diversidad, migración, mestizajes, en un tono que recuerda el multiculturalismo tipo Benetton o “We are the world, we are the children”. Algo políticamente insustancial y, francamente, old fashion. Además, los dos invitados principales que se anunciaron ese día no se corresponden con tanta declaración de buenas intenciones, pues se trata, para apelar a otra retórica, de “dos hombres blancos gringos heterosexuales”: el director Ethan Coen y el actor Michael Shannon. Más allá de la importancia de ambas figuras, o del valor de sus carreras, que es innegable, la disonancia en el mensaje es palmaria.
Aljure, en su brillante carrera de gestor cultural ha demostrado ser una singular mezcla de eficiente ejecutivo con culebrero capaz de hacerte creer lo imposible. Él mismo, como primer director de cinematografía del Minsiterio de Cultura, diseñó todo el esquema de apoyos al cine colombiano que se basa, cómo no, en las competencias
La marca de Aljure
Desde su llegada a la dirección artística del Festival, en el segundo semestre de 2018, Felipe Aljure empezó a promover un discurso demagógico que no tardó en ganar adeptos, como lo prueba el mencionado artículo de Cerosetenta. En el centro de esa demagogia medra la idea de que la cultura debe ser un encuentro festivo, una celebración que cualquier sentido competitivo enrarecería. Como ven, es difícil no estar de acuerdo con esa afirmación. Solo que se trata de un típico caso de wishful thinking que entra en flagrante contradicción con la realidad. En el mismo artículo mencionado antes, advertí que, para ser coherentes con esa convicción de que la competencia es improcedente, todo el esquema sobre el que está cimentado el cine iberoamericano tendría que desmontarse y, acto seguido, proceder a inventar nuevas formas de acceso a los recursos materiales para hacerlo posible. Como estos recursos no son infinitos, se ha creado un esquema competitivo que, en el mejor de los casos, garantiza la existencia de filtros basados en méritos artísticos. Esos filtros están en toda la cadena del cine y no veo razones suficientes para que no operen también en la fase de circulación de las películas.
Me explico: si una persona natural o una empresa quieren sacar adelante un proyecto cinematográfico en Iberoamérica, deben someterse a un largo camino donde este proyecto va a competir, fase tras fase, con otros proyectos con aspiraciones igual de legítimas. La existencia de los fondos nacionales e internacionales de apoyo al cine se basa en la idea de que la cadena de filtros cualifica el producto, y sobre todo, responde al hecho incontestable de que los recursos son limitados y no están al alcance de todos (aunque hipotéticamente sí, pues todos pueden competir). De esa cadena hacen parte jurados o comités, en las distintas etapas de la producción; estos deciden qué proyecto merece quedarse con los recursos. En los festivales competitivos esa dinámica se prolonga pues las obras terminadas son sometidas al criterio de unos jurados que deciden qué premiar o qué ignorar; luego los críticos hacen lo propio condenado o aprobando con sus juicios, y a los espectadores les corresponde el veredicto final.
¿Es este un mundo ideal? No, pero es el realmente existente y en el que las obras de arte circulan como bienes capitalistas. Sin embargo, fondos, festivales y críticos a veces practican una economía a la inversa de las leyes del mercado, lo cual permite que obras arriesgadas o cuestionadoras ganen un capital cultural que fisura el sistema desde adentro, imponiendo otras lógicas. De acuerdo con esto, quienes en realidad pierden con la eliminación de las competencias son las películas más vulnerables que ahora deben entrar en una puja por la atención de la prensa y el público con películas más grandes. Y sin la posibilidad de que un jurado, o una manera de disponer las películas dentro una programación, les dé el empujón que necesitan para volverse más visibles.
En suma, el nuevo Festival despliega las películas sin criterios jerárquicos. Esto, que parece un gesto de respeto por la naturaleza propia de las obras, logra exactamente el efecto contrario: el público y la prensa terminarán viendo las películas más llamativas o con más músculo financiero. A esta distancia entre la intención y la acción es a lo que llamo demagogia, que según una definición de diccionario es el “empleo de halagos y falsas promesas que son populares pero difíciles de cumplir”. Aljure, en su brillante carrera de gestor cultural ha demostrado ser una singular mezcla de eficiente ejecutivo con culebrero capaz de hacerte creer lo imposible. Él mismo, como primer director de cinematografía del Minsiterio de Cultura, diseñó todo el esquema de apoyos al cine colombiano que se basa, cómo no, en las competencias. Es un embrujador y, gracias a esa naturaleza de su carácter ha engrupido al FICCI y al sector cinematográfico para torcer de manera irresponsable, y gracias a su propio capital social y cultural, la historia del Festival, con consecuencias impredecibles para su posicionamiento en el circuito internacional de festivales.
En la rueda de prensa del 6 de febrero, según el cubrimiento que hizo de ella la revista Arcadia, Aljure habría dicho que el Festival es como "un adolescente que está buscando una voz propia". Esta afirmación, malentendida o no (puesto que al parecer el adolescente al que se refería Aljure era el cine colombiano), es algo más que un chascarrillo: sería un irrespeto con la historia del Festival
¿Y la selección del FICCI 59?
Hechas las anteriores salvedades es imposible no ver –y reconocer– que muchos de los títulos anunciados en la rueda de prensa del pasado miércoles son muy atractivos, especialmente los seleccionados en tres de las muestras: Ficciones de aquí, Ficciones de acullá y Documentes Hecho en Casa. Pero tal como me lo temía, en estas secciones (junto con las otras que corresponderían estrictamente al cine iberoamericano: Ficciones de allá, Documentes algo que declarar y Onda Corta) la marca de pertenencia es, a la vez, afirmada de manera leguleya y disuelta en términos prácticos. Afirmada pues en la descripción de cada muestra y en la explicación de sus insólitos nombres, se sigue echando mano de la pertenencia como algo legal y esencialista, y no de la forma en que funciona la pertenencia en el cine: como aquello que una cultura apropia por encima de las fronteras legales e identitarias. Y disuelta porque en el amontonamiento de películas no hay –por ahora– una identidad clara de cada muestra que permita a los espectadores navegar entre una oferta de películas inmensa para poder tomar decisiones a partir de mensajes claros.
¿Cómo se van a programar esas películas en la parrilla final de programación del FICCI 59? ¿Se seguirán reservando los mejores teatros y horarios del Festival para las películas iberoamericanas (que son realmente pocas en la selección anunciada) y colombianas? ¿Esa cantidad de muestras tiene un centro que les permita a los espectadores orientarse en la maraña que es un Festival tan concentrado en el tiempo como el de Cartagena? Un Festival, o cualquier evento cultural, es también la forma como se comunica. Sin un direccionamiento, y ante la ausencia de una prensa cultural con capacidad para servir de orientadora, las muy buenas películas del FICCI 59 corren el riesgo de evaporarse en la irrelevancia y el sinsentido.
En la rueda de prensa del 6 de febrero, según el cubrimiento que hizo de ella la revista Arcadia, Aljure habría dicho que el Festival es como «un adolescente que está buscando una voz propia». Esta afirmación, malentendida o no (puesto que al parecer el adolescente al que se refería Aljure era el cine colombiano), es algo más que un chascarrillo: sería un irrespeto con la historia del Festival. No se trata de que los eventos no puedan o deban renovarse, pero las tabulas rasas tan frecuentes en la cultura en Colombia no son más que otra de las caras de nuestro atraso, como lo señaló tan agudamente Tomás Gutiérrez Alea en ese clásico que aún hoy es Memorias del subdesarrollo. En vez de aprovechar los aciertos del pasado Aljure llegó con voluntad de arrasar, enviando ese mensaje tan patriarcal de que “el mundo empieza conmigo”. En eso, su gestión tiene una notoria consonancia con el actual momento político del país: es la incapacidad de entender la larga duración de los procesos históricos, su pertinencia y su sentido profundo. Y en vez de esa conciencia de la complejidad de la historia proponer un sustituto de bacanería, una idea de que el arte en general –y el cine en este caso– es el camino para una fraternidad idealizada, cuando en realidad es una lucha de unas representaciones contra otras que no se resuelve en un abrazo bobalicón sino en un crujido de sanos desacuerdos.