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Micos con munchies

La humanidad es el resultado de un mico que tuvo munchies y decidió que no se iba a romper el alma con un pedazo de carne crudo y sin condimentar.

por

Alejandro Gómez Dugand


06.12.2017

[Esta columna fue publicada originalmente en la versión impresa de la revista Vice y en su sitio web]

He cometido atrocidades gastronómicas por hambre.

He vaciado mi nevera en medio de la noche para armar —con medias cebollas, salchichas y queso— bocados derretidos en el microondas que nadie jamás debió haber comido y que yo me engullí sin remordimientos.

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Por gula me comí una bolsa enorme de saltamontes fritos en México que me aseguraron la peor de las diarreas. Por munchies he gastado mucha plata: he cenado cuatro veces en viajes a los que siempre dedico alguna de mis últimas noches a tragar en cuantos restaurantes pueda hasta que la plata o mi estómago aguanten. Alguna vez me gasté casi cincuenta euros en ostras españolas y pola. He viajado cinco veces al mismo pueblo enclavado en las montañas de la Toscana para comer en la carnicería de Dario Cecchini.

Por gula he vomitado en la puerta de un restaurante all you can eat y por gula he tenido que caminar horas antes de atreverme a echarme en una cama a dormir por miedo a morir atragantado en mi propio vómito.

Por gula he comido en McDonald’s.

He tenido guayabo de carne por munchies: temblores, escalofríos, hinchazón, vómito. Por hambre he comprobado que no existe tal cosa como la fecha de expiración.

De esas munchies siempre queda el sentimiento fatal de haberla cagado. De entender, rendido, que cuando la panza pide, no hay nada que pueda hacer para negociar con ella.

Cocinar, comer comida cocinada, querer comer bien, nos hace humanos.

Cuando el ser humano come… una de dos. Come para alimentarse: devora algo rápido, nutritivo, a la mano. La finalidad es una y es clara: callar el demonio del hambre y seguir adelante con la vida. La otra, en el otro extremo, es comer por comer, por el mero disfrute: la munchies, la gula. «Los animales se alimentan a sí mismos», escribió Brillat-Savarin (que por munchies escribió «La fisiología del gusto», que es, tal vez, el primer esfuerzo por escribir sobre comida): «Los humanos comen, pero solo los sabios conocen el arte de comer». Quiero pensar que Brillat-Savarin conoció el arte de freír en mantequilla un sanduche de queso con pepinillos de tarro en la mitad de la noche.

Nada más humano que comer por comer y no solo para alimentarse. Es una rebeldía de adolescente. Gastar horas preparando un mole poblano —con sus más de treinta ingredientes—, bajo la excusa de saciar el hambre, es tan real como el emo que gasta kilos de maquillaje «porque no le importa cómo se ve».

Comer por comer es como hacer mandalas, pero por las razones contrarias: comer bien es gastar tiempo, energía y plata en algo que se destruye en minutos.

Comer por comer bien es la razón por la que nos inventamos la cocina.

Cuando comemos por comer no hacemos otra cosa diferente que hacerle trampa al cuerpo que pide nutrientes, proteínas, una explosión de carbohidratos que lo ayuden a seguir adelante, vitaminas que lo salven de la muerte. Pero no: cocinamos. Amasamos el trigo, fermentamos el repollo y las uvas y la cebada, usamos el fuego y el ácido para cambiar la estructura molecular de un pedazo de animal. Todo por una razón: que nos sepa bien. Que comer no sea como tanquear el carro para no vararse, sino como volarse un miércoles del trabajo para ver series en Netflix. Comer bien, cocinar: pura indulgencia disfrazada de pragmatismo.

 

Y sin embargo, todo parece indicar que somos lo que somos por esa indulgencia. «La cocina es el eslabón perdido», escribió el biólogo y profesor de Harvard Richard Wrangham. «Define nuestra esencia… le adjudico nuestra humanidad a los cocineros». Comer carne cocinada al fuego —para que fuera más blanda, para que fuera más fácil de comer, para comer mejor— nos cambió como especie. No necesitamos más las mandíbulas gigantes de nuestros antepasados y el cráneo le dejó más espacio al cerebro para crecer, nuestro sistema digestivo se redujo y pudimos caminar rectos. Cuando se habla de la diferencia entre el homo sapiensy sus antepasados se habla siempre de la llegada del pensamiento. Lo que poco se dice es que tal vez uno de los primeros pensamientos que tuvimos como especie fue: «Tengo un antojo muy bravo de antílope asado».

Cocinar, comer comida cocinada, querer comer bien, nos hace humanos. «La cocina no solo marca nuestra transición de la naturaleza a la cultura», dijo el belga Lévi-Strauss. «Por ella, y a través de ella, se puede definir el estado humano con todos sus atributos». La humanidad: el resultado de un mico que tuvo munchies y decidió que no se iba a romper el alma con un pedazo de carne crudo y sin condimentar.

Así que la próxima vez que vuelva a comer una rueda entera de queso, que me baje una bolsa de Chitos o me levante en la mitad de la noche a hacer crispetas con sal y ají en polvo, pensaré, luego de bajarme un Alka-Seltzer, en que cumplo mi rol evolutivo. Como, me atiborro, viajo, cocino, compro, espero, amaso y me emborracho porque soy humano. Luego me iré a vomitar con la consciencia tranquila de que no soy más que un mico con munchies.

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