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El día que el arte abandonó la universidad

En el prefacio de Doris Lessing a su libro El cuaderno dorado la escritora hace un recorrido por su formación como artista y muestra su escepticismo con lo que sucede en los centros de enseñanza. Cuenta, entre cosas, que abandonó la escuela a los catorce años; al comienzo pensó que había perdido una oportunidad valiosa, […]

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Lucas Ospina


29.05.2015

En el prefacio de Doris Lessing a su libro El cuaderno dorado la escritora hace un recorrido por su formación como artista y muestra su escepticismo con lo que sucede en los centros de enseñanza. Cuenta, entre cosas, que abandonó la escuela a los catorce años; al comienzo pensó que había perdido una oportunidad valiosa, luego, las experiencias de leer por interés, nunca por obligación, de escribir como exploración, nunca como asignatura, la adentraron en las profundidades de su actividad, le mostraron que para aprender a escribir tenía que dedicarse a leer el mundo como escritora y a escribir como una lectora insaciable.

Lessing comenta el caso de un estudiante que para pasar a “cursos superiores” hace un ensayo sobre Antonio y Cleopatra que rebosa de “originalidad y entusiasmo”, dice que este es el sentimiento que una “enseñanza real de la literatura debería causar”, pero comenta que el texto fue devuelto por el profesor con el siguiente comentario: “No puedo calificar su trabajo; usted no ha citado a los expertos”. Lessing comenta lacónicamente: “Pocos maestros considerarían esto triste y ridículo…”. Y escribe, “es posible que los estudiantes de literatura empleen más tiempo leyendo críticas y críticas de críticas del que invierten en la lectura de poesía, novela, biografías, narraciones… muchísima gente contempla este estado de cosas como normal y no como triste y ridículo…”

Tal vez el punto álgido de su prefacio es donde reclama “por lo menos describir correctamente las cosas, llamarlas por su nombre” y sugiere un discurso que los profesores deberían decir y repetir a todo niño a “través de su vida estudiantil”. Dice así:

“Ustedes están siendo indoctrinados. Todavía no hemos encontrado un sistema educativo que no sea de indoctrinación. Lo sentimos mucho, pero es lo mejor que podemos hacer. Lo que aquí les estamos enseñando es una amalgama de los prejuicios en cur­so y las selecciones de esta cultura en particular. La más ligera ojeada a la historia les hará ver lo transitorios que pueden ser. A ustedes los educan personas que han sido capaces de habituarse a un régimen de pensamiento ya formulado por sus predecesores. Se trata de un sistema de autoperpetuación. A aquellos de ustedes que sean más fuertes e individualistas que los otros, les animaremos para que se vayan y encuentren medios de educación por sí mismos, educando su propio juicio. Los que se queden deben recordar, siempre y constantemente, que están siendo modelados y ajustados para encajar en las necesidades particulares y estrechas de esta sociedad concreta”.

Este extracto del texto de Lessing debería estar grabado en piedra a la entrada de escuelas y colegios, pero sobre todo de las universidades, o al menos donde puede tener más eco: a la entrada de cualquier departamento o facultad que pretenda enseñar arte. Es claro que muchos de los parámetros de Lessing no aplican en un sector amplio del campus académico, y con razón, la retahíla de Leesing es una sinrazón, una quejumbre que no entra a ese lugar solemne y consagrado a responder al llamado de la razón, a esa pirámide centenaria construida a punta de tesis sobre tesis y de filtros de valoración que garantizan la calidad intelectual. Ahí, en la universidad, la razón da cuenta de sí misma, pero, ¿qué pasa con el arte?, ¿cómo se mide su valor académico?, ¿es la razón del arte capaz de dar cuenta de su propia sinrazón?

Estas preguntas son unos fantasmas que rondan incesantemente a todo departamento o facultad de arte (y espantan a sus profesores), y son apariciones cada vez más frecuentes ahora que el estado de excepción de las manualidades de las antiguas escuelas de Bellas Artes ha terminado y el arte, y sus integrantes, deben justificar su presencia en la universidad —de ello pende su “autoperpetuación”—. Y lo deben hacer de igual manera a como lo hacen el resto de los programas universitarios: con indicadores de investigación, comités de pares, publicaciones indexadas, acreditándose una y otra vez.

Parece que para lidiar con estos espectros académicos el proceso de inclusión del arte en la universidad solo puede tomar una vía: un camino purgativo y culposo que adopta sin recelo y con afán los métodos de investigación y medición de otras disciplinas. Hay que, por ejemplo, buscar en la filosofía un sustento teórico, buscar en la antropología una manera de actuar en lo social, buscar en la arquitectura un modelo para las clases de taller y, en resumen, hacer un salpicón interdisciplinario que sirva para traducir cualquier actividad de arte a la neolengua académica. La herencia más clara de esto es la manera en que los artistas de universidad ahora hablan de lo que hacen: lo llaman “investigación”, “mi investigación consiste en…”, dicen.

Esta vía obliga al arte a jugar sin recato y de forma mendicante el juego de las otras disciplinas, asume, con razón, que puede haber áreas dentro del arte que responden a indicadores de valor académico, por ejemplo, ciertas investigaciones dentro de la Historia del Arte, o ciertas pautas editoriales que —como lo hace cualquier editorial— con algo de crítica y contracrítica mejoran sustancialmente el carácter de una publicación. Pero los programas de arte carecen de un criterio de autonomía, o al menos de honestidad, o incluso de escepticismo ante lo académico, y no se atreven a señalar zonas donde la medición es un ejercicio superfluo, un juego efectista de indicadores donde los nominadores solo se nominan a sí mismos. Una nota, o un proceso de pares, garantizan que hubo evaluación, pero estos indicadores son incapaces de sopesar el proceso incierto de todo arte y, muchas veces, convertirse en crítico implacable, no garantiza un logro creativo, si así fuera los críticos serían mejores artistas que los artistas mismos.

Este malentendido genera una perversión: el efecto reemplaza a la causa, la retórica a la acción y, como lo señala Lessing con los estudiantes de literatura, los de arte pasan más tiempo en clase leyendo sobre arte que viendo o haciendo arte. Muchos estudiantes adquieren la crítica sin el peso que da la experiencia, emulan con simpleza y candidez lo dicho por sus profesores: el reino de la clase es el de la palabra, el de la explicación. Pero si todo tiene que ser explicado, si de todo hecho hay que rendir razón, entonces todo aquello que se dificulte para ser explicado y ser puesto en palabras queda por fuera de la creación, de ahí que el arte que se hace hoy en día sea cada vez más ilustrativo, más social, más literal; de ahí que el reino del profesor tenga su émulo verbal en la esfera exterior: el curador.

En la vida cotidiana es bastante improbable que un artista muestre bocetos de una obra en proceso a una cantidad ingente de personas y que todos den su opinión para, una vez aprobado el anteproyecto, proceder a la acción; a lo sumo, un artista muestra su trabajo antes de ser expuesto a una o dos personas, y muchas veces hace una exposición para forzar una fecha límite que le de término a un proceso que de otra manera nunca estaría completo. Así las cosas, resulta un caso digno para el estudio de la esquizofrenia ver cómo hay artistas que son profesores y en su trabajo docente no implantan lo que hacen en su trabajo como artistas: la misma contingencia que se permiten para la creación, se la niegan a los estudiantes en sus clases, y cuando son interpelados por esta peculiar dualidad, la respuesta es ventajosa, resalta su jerarquía como profesores: “es que ellos todavía son estudiantes”.

A esta vía se suma el teatro de las clases, donde la mediación de la nota hace de este un terreno minado para la improvisación entre actores. Hay momentos de diletancia, expresión y autoconfrontación, pero es la nota final lo que cifra la experiencia, y ante cualquier divergencia, las jerarquías —que parecen diluirse gracias a la fluidez de la conversación y al placer de querer saber más— retornan en lo disciplinario con acelerada precisión: el estudiante se lee de cabo a rabo el programa y el reglamento estudiantil —incluso mejor que cuando lee cualquier otro texto— y querella como un cliente disgustado a causa de un producto defectuoso; el profesor, molesto por ser cuestionado, revisa notas, reglamentos e intenta mantener todo el tiempo una supuesta distancia cognitiva que lo destaca como docente. Al final, se confirme o no la nota, la relación es signada por un indicador, y bastan unos cuantos casos de reclamo para que la comunidad universitaria se torne rencillosa ante la espada de Damocles que pende sobre todos.

La que signa Lessing es una vía diferente, más propicia para el arte, cuando pide a todos aquellos que sean “más fuertes e individualistas que los otros” que encuentren medios de educación por sí mismos, educando su propio juicio”. Esto, aunque totalmente posible, y en muchos casos deseable, implica que el arte abandone la universidad, ese lugar pródigo para pensar cosas que nadie más tiene el tiempo de pensar, donde hay más recursos que en otros espacios, donde hay un ocio creativo que la vida laboral niega de tajo, donde algunas conversaciones, muchas de ellas “extra-académicas”, son determinantes para el proceso de creación. Es por eso que, antes de tomar la opción del desvío, antes de que el arte abandone la universidad, conviene que los que valoran su inclusión hagan una cosa natural al arte: digan mentiras. Sí, hagan ejercicios de “contabilidad creativa”, aprovechen el capital académico que generan unos cuantos indicadores para proteger bajo su sombrilla nominal lo que no tiene valor. El Phd no es incompatible con los maestros sin maestría, las revistas indexadas no excluyen a las publicaciones sin indexación, la acreditación de un programa debe incluir crédito de tiempo libre para que sus profesores y estudiantes puedan hacer todo ese arte que no pueden evitar hacer.

El arte no da para profesión, los daños que genera una mala formación en medicina, ingeniería, derecho o economía no se comparan con el dolo mínimo que genera un mal obrar artístico. Una mala obra de arte a lo sumo incide solo sobre el artista mismo, incluso es beneficiosa para su espectador, que usará la pieza malograda como referente en su escala de valores. Además, en muchos de los programas de arte con una formación incipiente, donde el pensum es desordenado o los profesores enseñan pero no dejan aprender, se “gradúan” mejores artistas, ¿por qué?, porque en estos centros donde el arte parece académicamente inviable algunos estudiantes maduran más pronto una verdad: nadie les va a enseñar lo que tienen que aprender, el espacio para crear siempre está ahí, solo hay que habitarlo por cuenta propia; y esa debería ser la consigna de cualquier programa de creación artística y el contrato bajo el que el arte habita una universidad.

(En Columna Indexada publicaré textos de coyuntura y también de recicle y por rebote, «textos académicos» del pasado, del presente y de futurología. El día que el arte abandonó la universidad fue publicado en Revista Errata #4 Pedagogía y Educación Artística, en La Silla Vacía y en Esfera Pública 2012  > pinche en los enlaces para ver las interpretaciones que dan al texto los lectores en los foros)

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