La película Mira quién viene a cenar, de 1967, inicia con una joven blanca, hija de un matrimonio acomodado en Estados Unidos, que llega a casa acompañada de un médico afroamericano y lo presenta a sus padres anunciando su matrimonio. Ambos padres son liberales, no tienen prejuicios raciales evidentes, pero el padre cree que un matrimonio así fracasará inexorablemente debido a la presión social. En el Mira quién viene a cenar de las próximas elecciones presidenciales hay un candidato que despierta las mismas reservas en la gobernabilidad del Edificio Colombia: el enigmático Gustavo Petro.
En una de las últimas columnas de Antonio Caballero en la revista Semana, titulada “Fisiognomía”, el escritor y caricaturista intentó abordar el “personalizante sistema presidencialista” de la contienda electoral a partir del estudio de las características faciales de los candidatos:
“Vamos a escoger a una persona, basados en su cara”, afirma Caballero. “¿No tiene cara de godo autoritario Germán Vargas? Eso gusta. ¿Y no tiene también cara y cuerpo llenos de redondeces de puro liberal turbayista Iván Duque? Duro, pero blando a la vez. Eso también gusta. En cambio, a Humberto de la Calle, debate tras debate, se le ha venido poniendo una cara avinagrada, si no de cura, sí de pastor protestante. Y a Viviane Morales de madre superiora de convento de monjas de clausura. En cuanto a Gustavo Petro, su propia cara es tal vez (no: sin duda) lo peor de su programa. La de Sergio Fajardo, con sus bucles en la frente de pastorcillo griego, no termina de enamorar”.
Caballero, tal vez por el límite de caracteres de su columna, o por las limitantes de toda caricatura, no se extendió ni aclaró por qué le parece “sin duda” que “lo peor” del programa de Gustavo Petro es “su propia cara”. Pero ya metidos en honduras, al leer la animadversión que despierta Gustavo Petro a la luz del clasismo —y su variación en clave racista—, no sobraría recordar cómo, por ejemplo, en el cada vez más alicaído programa radial de La Luciérnaga, la parodia que se hace de Gustavo Petro, desde sus tiempos inmemoriales de congresista y alcalde, se ha caracterizado por exagerar su modo de hablar, su ilegible chapuceo verbal de arranque, el raqueteo con las conjunciones de las erres o su pronunciación más cercana a un personaje popular de la serie Don Chinche que al tono modulado y bien comportado de un líder de “inteligencia superior” que vive del mito de que en Colombia se habla el mejor español del mundo (claro, estos “líderes naturales” no están exentos de dar coscorrones y gritar hijueputazos cuando los chuzan, y pelar el cobre — muchas veces de manera calculada— para confirmar la regla y confirmar su “don de mando” más allá de toda norma).
Hace unos meses circuló un video en el que a Gustavo Petro se le criticaba por no hablar en inglés en una conferencia que dio en la Universidad de Harvard, en seguidilla aparecía un Fajardo con inglés quebrado y bella musicalidad paisa trovando entusiasmo, y la “crítica” cerraba triunfalmente con el “candidato que dijo Uribe”: un clip ñoño donde el muñeco de ventrílocuo enrostraba su pronunciación anglonasal fluida y su pose cancilleresca de boy scout con rostro romo, canas cosméticas y pose autosatisfecha, siempre listo a disparar lugares comunes e ideas recibidas (con el inglés practicado en su espúrea “especialización” tipo “open english” de cinco días en la Universidad de Harvard, como figuró en su hoja de vida).
Tal vez en el caso de Gustavo Petro quepa una cuarta categoría de análisis: el “populismo fisiognómico”. Gustavo Petro sería “populista” porque su cara denota, en este país, en Colombia, un origen popular.
“Petro no promueve el odio de clases, sino que explicita el conflicto de clases existente”, dijo Luciana Cadahia, profesora de filosofía de la Universidad Javeriana, a La Silla Vacía en una entrevista que alzó vuelo y causó revuelo por dar una comprensión ampliada del populismo y hacer trizas la concepción monolítica y derogativa con que muchos opinadores pretenden usar el término (la candidatura de Gustavo Petro ha servido de prueba ácida para detectar el criptoconservadurismo de muchos criollos ilustrados en apariencia liberales).
Cadahia aclaraba que hay tres usos diferentes de “populismo”: uno práctico, uno teórico y otro mediático.
Al “populismo práctico” asiste “un tipo de organización política que apunta a las formas de vida populares” propio de las experiencias históricas en Rusia y Estados Unidos en el siglo XX. El “populismo teórico”, en el contexto latinoamericano, corresponde a “formas de gobiernos populares que: a) rompen con los Estados oligárquicos y elitistas; b) construyen un tipo muy específico de modernidad democrática, y c) establecen un vínculo entre los sectores populares y el poder estatal”. Y el último, el “populismo mediático”, dice Cadahia, “se emplea simplemente para encasillar todas las experiencias políticas que no encajan con el modelo de democracia liberal de mercado”.
Así, con la plastilina de la explicación teórica, se podría ver cómo Gustavo Petro ha sido leído en lo práctico y en lo mediático como “populista” o —en su verbo viral hecho carne— bautizado de “castrochavista”. Pero poca atención se ha prestado a lo que este candidato propone en lo social, en lo político y en lo económico, una propuesta política que está en consonancia con el acento teórico que plantea Cadahia a la luz de la interpretación de “populismo teórico” de pensadores como Gino Germani y Erneto Laclau.
Tal vez en el caso de Gustavo Petro quepa una cuarta categoría de análisis: el “populismo fisiognómico”. Gustavo Petro sería “populista” porque su cara denota, en este país, en Colombia, un origen popular. Gustavo Petro estaría siendo leído más por lo que dice su cara que por lo que dice, un factor superficial, pero diciente de una sociedad donde la distinción fisiognómica tiene eco en la segregación social y donde muchos prefieren matar al mensajero por su cara antes que oír el mensaje.
Ahí está el chiste del “celular flecha”, de baja gama, “que cualquier indio tiene”. Y ahí está también el “candidato flecha”, aceptado por el statu quo para cargos bajo, medios y superiores, siempre y cuando sea un buen cargaladrillos para la codicia del gran capital, pero no, ni pensarlo, cuando tiene chance de llegar a la presidencia bajo un modelo económico garantista y gradual de “populismo teórico” (a lo Cadahia). Eso es posible en países hermanos con mayor ascendente y cruce indígena —Perú con el “Cholo» Toledo o Bolivia con el “indio” Morales— pero inconcebible para Colombia, donde los linajes Santos o Lleras, o de nuevos aparecidos —Uribe y uribitos, Gavirias y mariapaces y simoncitos—, pretenden mantener una casta superior a la que se reservan los cargos más poderosos de la administración pública.
Al respecto, hay un estudio del economista Alejandro Gaviria que muestra cómo en “Colombia, al menos, los nombres atípicos son no solo una consecuencia de las desigualdades sociales, sino también una causa de las mismas”. Esta relación de desigualdad se extiende a la conjunción de nombres y apellidos con características físicas, o al paso por colegios hidalgos y universidades de élite (ver “Una feliz coincidencia: ¿Culpará Santos a Uniandes?”, una celebración del reencuentro del presidente con sus amigos de colegio).
A Gustavo Petro, como “candidato flecha”, le hicieron el feo los candidatos Sergio Fajardo y Humberto de la Calle cuando propuso que se juntaran en una consulta (ver “De la Calle, Fajardo & Co: ¡Gracias por ahorrarnos otra Ola Verde”). Ahora ambos están de espectadores de su error estratégico, la tibieza de Fajardo y el secuestro a manos de Gaviria de la candidatura de De la Calle los tiene viendo cómo alrededor de Gustavo Petro se hizo una “Ola Verde” en versión tornasolada 2018 (menos cachaca y gomela que la de 2011 pero igual de efímera si no llega a pasar a segunda vuelta).
Los periodistas también le hacen el feo a Petro. Al oír algunas de las entrevistas que se le hacen, hay un atributo que destaca: el interés en criticarlo y probar que están a la altura de criticar a un crítico (ver «Petro: críticar al crítico»). Esto puede ser muy bueno para darle profundidad y enriquecer el debate, pero una y otra vez los periodistas —en las trampas del habla— hacen evidente una agenda oculta que no es palpable cuando entrevistan a otros candidatos con quienes parecen compartir acentos y hábitos de lenguaje (y hasta fotos en las páginas sociales).
Se esté o no se esté de acuerdo con Gustavo Petro, es claro que sus respuestas no responden al cacareo de frases diseñadas por asesores de imagen, ensayadas previamente con un sparring y un grupo focal. En sus respuestas Gustavo Petro marca el ritmo, piensa y hace pensar, crítica con pelos y señales, pone en la agenda temas y hace relaciones que los otros candidatos están lejos de plantear y que luego terminan por adelantar afanosamente en su agenda programática como niñitos que se han quedado atrás en la tarea escolar (por ejemplo, la transición concertada y gradual de una economía insalubre basada en recursos contaminantes y no renovables a una que plantee un hábitat integral y saludable en pro de la vida).
En esta recta final de la temporada electoral, algunos periodistas se han especializado en formular preguntas capciosas en las entrevistas a Gustavo Petro, que se ve obligado a precisar y a corregir y mientras lo intenta es interrumpido por apuntes superficiales y gestos de desprecio —risas morrongas, carraspeos y tacatacas de impaciencia—.
“¿Lo más profundo que hay en el hombre es la piel?” es uno de los más célebres aforismos de Paul Valery en su ensayo La idea fija. Uno de los mejores ejemplos de cómo el factor “piel” de Gustavo Petro se le atraviesa a los argumentos, sucedió en una entrevista radial en Hora 20, mientras la directora del programa, Diana Calderón, una y otra vez, increpaba al candidato con una insólita torpeza. Tanto así que, cuando estaban hablando del siempre vigente escándalo de Odebrecht, la inmoderada moderadora forzó una conveniente pausa:
Diana Calderón: …pero mire, nos tenemos que ir a una pausa…
Petro: [risas]
Diana Calderón: …y necesito que siga hablando sobre ese tema…
Petro: Lo seguimos hablando después de la pausa…
Diana Calderón: …también queremos descubrir un poco de su personalidad, de porqué un hombre de izquierda usa [zapatos] Ferragamo, pero amenaza con expropiar las tierras en el Valle del Cauca…
Petro: No sabía que los hombres de izquierda tenían que usar qué, ¿alpargatas?
Diana Calderón: No, eso quiero: que usted me cuente para poder entender ese Gustavo Petro, quién es y cómo percibe el modelo de sociedad al que espera gobernar, que espera instaurar, si llega a ser elegido presidente. Ya regresamos…
“Descubrir”, “Izquierda”, “Ferragamo”, “amenaza”, “expropiar”, “instaurar”, una cadena de palabras —sumadas al amplio diccionario de esta y otras entrevistas— que hacen un obvio énfasis negativo bajo la cándida pretensión de un lenguaje neutro.
Un ejemplo de antología de este tipo de argucias editoriales fue la portada de El Tiempo del 20 de marzo de 2014 que abría con el titular: “Cae el telón para Petro”, cuando fue destituido como Alcalde Mayor de Bogotá por injerencia del destituido Procurador Alejandro Ordoñez a raíz de la renegociación del contrato de las basuras. La noticia no estaba acompañada de la foto del protagonista y, a cambio, justo abajo de la noticia, tras la tímida frontera punteada que separa una información de otra, El Tiempo puso una foto de “Cultura” en la que se veía una patota de vistosos bufones callejeros, vestidos con orejas y narices de ratón y armados con recogedores de basura. En la leyenda de la foto se informaba sobre la apertura de las presentaciones callejeras del Festival Iberoamericano de Teatro y que la comparsa se llamaba “La fábula de Don Residuo”. Por ningún lado aparecía la cara del santo, pero el diseño gráfico de la titulación hacía el milagro: Petro = Payaso (ver «Petro=Payaso»).
Algún día alguien hará un doctorado de “Cubrimiento mediático comparado”: el que recibió Gustavo Petro como alcalde y el tratamiento que recibe el actual, Enrique Peñalosa, para mostrar cómo mientras al primero se le calificó de “mal gestor” y de populista desde el primer día de su administración, al segundo se lo publicitó de “candidato técnico”, a pesar de sus mentiras sobre sus títulos académicos y aun después de probarse que su nivel de chambonada y basura es igual —y hasta peor— al de tantos otros alcaldes.
Juan Manuel Santos, antiguo periodista y accionista de El Tiempo, y actual presidente de Colombia, en una entrevista al comienzo de su mandato en 2011, no dudó en mostrarle a una periodista la carátula del libro que estaba leyendo: Traidor a su clase (Traitor to his class), una biografía de Franklin Delano Roosevelt. “Cuando termine el gobierno van a llamarme así”.
El deseo de Santos de hacerse merecedor de la conjugación de “traidor a su clase” llamó la atención en su momento y fueron varios los columnistas que sopesaron su inspirada declaración. Por ejemplo, Martha Ruiz escribió: “tiendo a estar más de acuerdo con los comentaristas de derecha que acusan a Santos, no de traicionar a su clase, sino de alejarse cada vez más del legado de Uribe (y los de su clase). Porque la clase de Uribe, por supuesto, no es la misma de Santos”. Y concluía: “Porque no es Santos quien traiciona a Uribe, sino la clase de Santos la que encuentra ahora incómodo, antiético y hasta antiestético a Uribe. Puede que al final de su gobierno Santos no sea invitado a domar potros a ninguna finca, pero tengo la convicción de que seguirá jugando golf como siempre, con sus amigos. A lo sumo eso se llama traicionar con clase” (ver «Estudiantes de élite traicionan a su clase»).
En su libro Sapiens (De Animales a Dioses), el escritor Yuval Noah Harari dice que “Los mitos y las ficciones […] crearon instintos artificiales que permitieron que millones de extraños cooperaran de manera efectiva. Esta red de instintos artificiales se llama ‘cultura’”. Y añade: “Si las tensiones, los conflictos y los dilemas irresolubles son la sazón de toda cultura, un ser humano que pertenezca a cualquier cultura concreta ha de tener creencias contradictorias y estar dividido por valores incompatibles. Esta es una característica tan esencial de cualquier cultura que incluso tiene nombre: disonancia cognitiva. A veces se considera que la disonancia es un fracaso de la psique humana. En realidad, se trata de una ventaja vital. Si las personas no hubieran sido capaces de poseer creencias y valores contradictorios, probablemente habría sido imposible establecer y mantener ninguna cultura humana”.
Todos queremos el cambio, pero nadie se atreve a cambiar, ¿por qué tendríamos que hacerlo? La mayoría de nosotros no quiere cambiar, realmente (por más baretos de paz y líneas de posconflicto que soplemos). La opción de votar por Gustavo Petro y su cultura de la “Colombia Humana” es una oportunidad de hacer uso de la “disonacia cognitiva” que plantea Harari, de traicionar con “clase” a la clase a la que cada persona pertenece, de fracturar el narcisismo identitario, el color de piel, el origen y jugársela en un nuevo tercio para sincerar prejuicios y sincerarse en lo abierto (y esto no solo va para el racismo voluntarioso y piadoso de las elites dirigentes, el arribismo económico e intelectual de la clase media, también se extiende al resentimiento y autovictimización de las clases bajas y emergentes). (ver «La Petrohistoria» y «Fin de la Petroestética»)
Esta capacidad de tener creencias y valores contradictorios podría comenzar por el mismo Gustavo Petro que es capaz de enviar un trino bíblico a las 5:50 a. m. en el que dice: “Y había un pueblo que decidió escapar de la esclavitud de la desigualdad y la violencia de cinco siglos y huyó del faraón hacia la libertad y quedó entre el mar y el gran faraón que venía atrás cortando cabezas y decidió partir las aguas. Eran las aguas de la historia”. Y, a paso seguido, decir que el ministro de Hacienda de su gobierno podría ser Rudolf Hommes, un exministro responsable del choque neoliberal de la apertura económica del Gobierno de Gaviria, pero también capaz de escribir un cuento poderoso —«Don Serafín«— a partir de una ingesta de yagé (por cierto, es diciente como el anuncio de Gustavo Petro de considerar como ministro de Hacienda a Hommes, o a Salomon Kalmanovitz o a Eduardo Sarmiento, no fue escogido como noticia por ningún editor y opinador de los grandes medios noticiosos tal vez más ocupados en generar titulares a flor de piel con el calzado del candidato o en columnas escritas a la luz del facilismo que proporciona la distorsión plana del espejo venezolano).
Tal vez votar por Petro es más que traicionar a la clase, es traicionar el orden, un orden que solo existe en nuestra imaginación, que nos tiene atrapados, y que puede ser reemplazado por cualquier otro orden (mejor y peor) que nos demos la oportunidad de imaginar.
Harari también se pregunta: “¿Cómo se hace para que la gente crea en un orden imaginado como el cristianismo, la democracia o el capitalismo?” Y responde: “En primer lugar, no admitiendo nunca que el orden es imaginado”.
Tal vez votar por Petro es más que traicionar a la clase, es traicionar el orden, un orden que solo existe en nuestra imaginación, que nos tiene atrapados, y que puede ser reemplazado por cualquier otro orden (mejor y peor) que nos demos la oportunidad de imaginar. Tal vez votar por Petro también sea un ejercicio radical y agonístico de libertad, de madurez, de locura, de riesgo, de escepticismo, una elección que hace parte de una de las tantas ficciones que hemos creado para ver los ficticias que son las ideas con que habitamos este mundo.