Un reencuentro imposible

Regresar al lugar del que tus antepasados huyeron. Emprender el camino de la memoria. Regresar para entender que ninguna leyenda existe sin una búsqueda por lo perdido.
*Una historia casi real.

por

Goldy Ann Levy


04.02.2023

Ella decía que a ese lugar no había que volver nunca. Dora murió sin pisar Europa desde su partida. Murió en un país tropical, rodeada de montañas, mar y del sabor a piña. Siempre con una cobija sobre los regazos, a pesar del calor, colocada ahí por alguna hija o nieta.

Ese lugar censurado, prohibido en el imaginario de mi familia. La vieja Cracovia, centro histórico de Polonia, donde Dora algún día caminó, comió, creció, amó y al menos una parte de ella murió. Esa parte que nunca conocimos, la mujer joven que fue y olvidó, esa que vivió el miedo que se asomaba a destellos en sus hábitos peculiares: las bolsitas de dinero escondidas en esquinas de sofás y abajo de colchones, el “¡Cómalo todo!”, esos ojos acuosos que nunca lloraron.

Desafié la memoria de mi bisabuela, Dora, cuando caminé por las calles donde nació. 

El año que fui a Cracovia, su hija —mi abuela— cumplía setenta años, los mismos setenta años desde que Dora huyó.

Antes de estar ahí, en Polonia, la guerra se sentía lejana. Era un aura que bordeaba la presencia de cualquier judío en mi país. Era las imágenes en sepia de antepasados, las películas que profesores nos decían contaban nuestra historia, la literatura de testimonios y diarios, esos residuos de esperanza en textos escritos por niños que leímos en primaria —como ese poema que escribió una niña desde el encierro de un gueto sobre la primera vez que vio una mariposa— y que aún recuerdo. La guerra era un recuento de fechas, memoriales, testimonios de los abuelos de mis amiguitos. Y encima, era la historia de mi familia. El Holocausto, ese evento oscuro y terrible, llevó a mis bisabuelos a un país pequeño en la mitad de un enorme continente donde eventualmente nacería yo, fragmentada, ni de aquí ni de allá. 

Pero fue solo hasta llegar allí que entendí. 

La nostalgia puede desteñir hasta los recuerdos más oscuros. La experiencia es tergiversada de generación a generación y yo, que crecí con la historia de mis ancestros como la leyenda absoluta de mi pasado, fui una fiel creyente de sus desenlaces dudosos; o lo fui hasta que desafié el deseo de Dora y llegué a Cracovia. 

Lo que pasa es que la leyenda de la migración y encuentro de mis bisabuelos es hermosa, romántica, deliciosa. Era, y quizás aún es, demasiado mágica como para querer cambiarla. 

La leyenda cuenta, entretejida con trazos de verdad, que Dora salió del campo de concentración Auschwitz después de que fue liberado por los Aliados, usando dos zapatos izquierdos. Antes de llegar ahí, había sido encerrada en el gueto de Cracovia, una zona de aislamiento dentro de la ciudad designada para los judíos. Estaba recién casada. Su primogénita, de tan solo cuatro años, fue asesinada y lo supo cuando encontró su ropita con huecos y sangre en la lavandería en la que trabajaba. Luego fue separada de su esposo, sus hermanos, padres y el mundo que conocía  para ser transportada, en algún momento de 1942 junto a miles de judíos, al primer campo de concentración de los varios que transitaría. 

Con dos zapatos izquierdos salió de Auschwitz en busca de su segunda hija Frania, a quien había dejado en un convento antes de que la persecución se volviera masiva y mortal. Tenía seis años la niña, y por lo menos tres sin ver a su madre o padre. Y de casualidad, fue esa niña la que abrió la puerta cuando llegó Dora a buscarla. Frania no la reconoció, tampoco recordaba el nombre que le había dado su madre, fue bautizada como Cristina y criada católica por las monjas. Su madre la regresó a sus brazos y se fueron juntas de la maltrecha Cracovia, la ciudad que nunca fue bombardeada para conservar su belleza y que, Dora sentía, se había podrido por dentro. Una ciudad que permitió el horror jamás sería casa.

Huyeron en un barco que las dejó en Santa María de Leuca, en Italia. Dora se ganó la vida curtiendo pepinos y vendiéndolos por las playas (receta que aún conservamos). Fue en uno de esos días de sol, resignada a no recuperar a nadie más a sabiendas de que todo lo había perdido, que se le apareció su esposo.

En mi imaginación, se reunieron con un beso bajo la luz tenue del atardecer mediterráneo, con los tobillos hundidos en la arena. Era un encuentro imposible, pero según la leyenda, fue el encuentro que Dios les regaló. 

Tuvieron un segundo hijo, mi tío abuelo, y con el bebé aún en brazos tomaron un barco como refugiados para cruzar al Nuevo Continente. En el barco, una princesa europea quería comprarle el bebé a Dora y ella, por supuesto, se negó.

En 1946 aterrizaron en Costa Rica, luego de haber desembarcado en Nueva York. Llegaron al país campestre sin hablar español. Allí solo conocían a unos primos que habían logrado escapar de Europa unos meses antes. Dos años después nació mi abuela. 

De ahí en adelante, la historia del migrante: luchar para sacar a la familia adelante, luchar contra todos los imposibles, ser siempre el otro y a pesar de eso, surgir. 

Lo que Dora nunca logró imaginarse, es que cuatro generaciones después, regresaríamos. 

“Escucha Israel, Hashem es nuestro Di-s, Hashem es Uno.”

Una suerte de perdón cósmico se me presentó en ese mismo viaje. Caminaba de regreso de la cena de Shabat, el ritual de cada viernes que marca el inicio del día del descanso en la religión judía, bajo una lluvia ligera, acompañada de otros judíos latinos con los que visité Polonia. También nos acompañaba el encargado de seguridad del grupo, un hombre polaco, alto, con pelo blanco de unos 60 años. 

Estaba en Varsovia, la capital del país que a diferencia de Cracovia fue totalmente destruida y resurgió de los escombros a la modernidad. Caminaba distraída con las luces de los edificios, cuando el hombre se me acercó. Siempre me sonreía y aunque no entendía español, trataba de participar en las conversaciones del grupo. Sacó el celular de su bolsillo y puso a sonar una versión coral del Shemá Israel, una de las plegarías esenciales del judaísmo

“Escucha Israel, Hashem es nuestro Di-s, Hashem es Uno.”

Él comenzó a cantar. Cantaba con los ojos cerrados, su rostro hacia el cielo con la mano en el corazón. Puso a sonar varias versiones distintas de la plegaria, con distintas armonías interpretadas por orquestas polacas. Parecía ser una de sus canciones favoritas.

¿Cómo le podría explicar a Dora esto? Cómo entender que un viernes por la noche en Varsovia, viernes que con la primera estrella marca el inicio de un día sagrado, me encontraría con un hombre polaco, un hombre que según mis cálculos fue un niño cuando sucedió el Holocausto, cantando una plegaria hebrea. 

Un niño que creció al otro lado de la guerra. 

Solo podía pensar en Dora. Ella, que jamás regresó. Y ahora estaba yo, ahí, viva. 

Sentí como si del cielo descendiera un hilo. Desde arriba ella destejía algún dolor. La plegaria se extendía y ya Polonia no se sentía maldita. 

En mi primera noche en Cracovia busqué en el mapa la dirección de su antigua casa. Yitkzakah 3, esa dirección que Dora invocaba como el espectro de su vida pérdida, estaba tan sólo a una caminata de cinco minutos de mi hotel. Nos dividía un puente. Exactamente el puente que mi ancestra cruzó cuando fue obligada a dejar su hogar. Me pregunté si en aquel momento, cuando era expulsada, ella supo que jamás volvería, que sus pies jamás trazarían nuevamente el camino a casa. Ese día que partió con Nazis apuntando una bayoneta a su espalda, el día que cruzó el puente que la encerraría en un gueto, que después la llevaría como ganado en un tren a perderlo todo. ¿Acaso lo podía sentir?

Era el camino del recuerdo, de regresar. Setenta años después ahí estaba yo, retomando sus pasos perdidos, tan llena de ansias y tristezas. 

Llegué a la puerta roja de su antiguo hogar. Era un pequeño edificio de tres pisos. Una baldosa blanca con letras azules anunciaba la dirección legendaria, Yitkzakah 3. Era ahí donde yacía la geografía arrebatada de mis ancestros. Cuatro generaciones de vidas y todo parecía haber regresado a esa puerta. Una puerta roja que ahora abrían otros, desentendidos de mi historia.

Tanto perdido al despliegue del tiempo, de la violencia, y yo ahí, con tanta sangre pulsando en mí, era prueba de que de alguna manera habíamos ganamos todo. 

¿Cómo se le dice al amor cuándo se ha perdido por siempre y solo se recuperan sus retazos? En el caso de mi familia, se le dice igual, amor.

Después de las búsquedas en archivos que resaltaron los vacíos de la historia que Dora nos contó, llegamos al silencioso acuerdo de que la leyenda de ese romántico reencuentro era tan solo eso, una leyenda. Que ese atardecer y ese beso y ese matrimonio que se reencuentra después de la separación de una guerra, era casi real.

La realidad no la sabemos a ciencia cierta. Lo que sí sabemos es que los nombres de mi bisabuela cambiaron antes y después del Holocausto, que hay registros que no coinciden porque su apellido de casada es otro. Sabemos que muchas personas adoptaron nuevos nombres después de sobrevivir la guerra, y también sabemos que las posibilidades de sobrevivir eran casi nulas, que familias enteras fueron exterminadas y que muy pocos reencontraron a quienes perdieron.  

Lo que ahora creo que podría ser “la verdad” no importa, pero sí lo hace la magia de imaginar un reencuentro imposible. Lo sé porque nunca lo he perdido todo, pero he sentido el vacío. Lo sentí en las montañas de cabello, los zapatos, las tazas, cucharas y los equipajes que ahora se exhiben a modo de museo en Auschwitz, en el horizonte infinito de Birkenhau, al tocar con mis manos los establos en donde dormían apilados en el invierno del este de Europa, en las fosas comunes, en los bosques que silenciaron los disparos, en los rasguños que fue lo único que dejaron los que pasaron por las cámaras de gas. 

Lo sé porque ahora entiendo que después de haber perdido absolutamente todo, hasta la propia humanidad, recuperar así sea un susurro de una vida pasada es igual a vivir un milagro. 

Dora no encontró a su primer esposo en Santa María de Leuca, con quien había tenido a su primogénita, que murió, y a Frania, que rescató del convento. De su pasado, Dora encontró solo a dos personas: a un hermano, y también a un hombre que sería su esposo. Un nuevo esposo —que para nosotros nunca fue ‘nuevo’, sino más bien nuestro padre, abuelo, bisabuelo— y que creemos que fue un hermano o primo de su primera pareja. 

La única verdad que puedo entender después de caminar por ese país prohibido, es que después de tanto infierno no hay remedio que cure como una hermosa leyenda. Si el dolor se hereda y la guerra cala en los huesos de los hijos, una historia de amor puede salvar a una familia entera. 

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