Tatacoa: el valle de las tristezas

Si aún no ha hecho planes para fin de año quizás corra a hacer maletas después de leer esta crónica de viaje por uno de los parajes más inesperados y ardientes de Colombia.

por

Fernando Salamanca Rozo


15.11.2012

Foto: Creative Commons

Es mucho más que un desierto. La Tatacoa, según las guías turísticas, es un bosque tropical seco. Hace millones de años fue mar, después un jardín del que colgaban flores de todos los tamaños y colores y, luego, una selva inhóspita que se deja ver desde las estribaciones del norte del Huila. Los primeros españoles que llegaron a esta región venían buscando la ruta del Dorado, esa utopía de riqueza inmediata y descomunal que atrajo todo tipo de aventureros al Nuevo Mundo hace cuatro siglos. El mismo Jiménez de Quesada, antes de fundar Bogotá, pasó por estas tierras. Las llamó “El valle de las Tristezas”, por el aspecto árido del lugar. Dejó un reducto de hombres que  apodaron al lugar “La Tatacoa”,  por el parecido de una serpiente negra de la región con la cascabel temida por los conquistadores de la península.

Dejando atrás las anécdotas históricas, las notas aclaratorias son pertinentes: la Tatacoa es la segunda zona desértica más grande de Colombia después de la península de la Guajira, está a minutos de Neiva y de otros pueblos del Tolima Grande. Es además cruce de caminos: cerca de los río Magdalena y Cabrera es atravesada por la Cordillera Oriental, al sur encontramos la selva del Caquetá, al occidente el nudo andino y los pasajes hacia el pacífico colombiano. El municipio más cercano es Villavieja.

Fuera del observatorio el paisaje bulle a 40° de temperatura. Los cactus de unos ocho metros de altura son la única vegetación que crece en el desierto.

 

Primera estación: Villavieja

En el trayecto hasta Villavieja pasamos por llanuras inmensas, postales de paisajes que mezclaban un rojo plomizo, a veces dorado y ocre en algunas ondulaciones que se levantaban hacia el oriente. El conductor de la camioneta en que íbamos aclaró el nombre de algunos cerros: “Bizcochuelos”, “Buenos Aires”. Le preguntamos por las razones de estos nombres, pero no supo responder. Finalmente, como éramos apenas una docena de visitantes, por algo menos de 100.000 mil pesos se ofreció a llevarnos al desierto y regresarnos hasta Neiva.

Apenas se entra a Villavieja se siente el peso de la historia. La arquitectura de las casas coloniales y sus fachadas barrocas, la construcción de las calles, algunas adoquinadas. Una atmósfera de silencio y quietud hace que la vida vaya despacio. Esa calma envolvente contrasta con el pasado agitado de la ciudad, pues la resistencia de los nativos de la región (Doches, Totoyoes y Pijaos) contra los españoles y su conquista sangrienta, obligó a que la ciudad se fundara dos veces: la primera en 1550 en cabeza de Juan de Alonso, y luego en 1569 por parte de Diego de Ospina, en el territorio actual.

En muchas casas se venden minutos a celular, en otras unos refrescos congelados de varios colores que un grupo de turistas norteamericanos devoraban con ansiedad. Más adelante la capilla de Santa Bárbara, de un blanco impecable en su fachada, en la puerta el símbolo raído de los jesuitas (JIH) quienes llegaron a la ciudad en el siglo XVII y adquirieron terrenos aledaños para la ganadería que trajeron directamente de España y llevaron hasta la ciudad de la Plata, hoy Buenos Aires. La prosperidad de la región consolidó a la orden de Ignacio de Loyola, convirtiéndola en el centro urbano más importante del sur de la Nueva Granada.

Luego de la visita, tomamos la carretera hacia el sur. Llegamos a una llanura árida y estacionamos cerca de unos quioscos, junto a varios buses turísticos que venían de Neiva. Bajamos del auto y nos equipamos con lo necesario para la caminata: bloqueador de máxima protección, anteojos oscuros, gorras, cachuchas, sombreros por doquier. Una turista improvisó con su pañoleta de seda un turbante árabe y se armó con unas gafas negras que compró en el paradero.

Empezamos a caminar y el guía nos hizo la primera observación, “la Tatacoa no es un desierto sino un bosque seco tropical”. Unos estudiantes de biología indagaban con éste datos sobre cuándo se formó el paisaje seco o la altura exacta de los cactus que caracterizan el paisaje de esta zona conocida como El Cardón. A medida que caminábamos la Tatacoa se ofrecía en su inmensidad, la vista se perdía en el horizonte ocre hasta unas ondulaciones que rompían la uniformidad del paisaje. Después de unos minutos llegamos al observatorio astronómico, construido hace algunos años  por el gobierno para fomentar la divulgación e investigación científica, y el turismo de la región. En el observatorio un estudiante de la universidad Surcolombiana nos hizo una rápida introducción a la astronomía y física moderna.

Desde hace unos años el ejército nacional trabaja de la mano con la gobernación de Huila y otras instituciones alrededor del observatorio. Cada semana un contingente de aficionados a la cosmología y astronomía son transportados en un avión militar para hacer observaciones nocturnas con telescopios en una celebración comunal conocida como la “Fiesta de estrellas de la Tatacoa”. Nuestro astrónomo aficionado nos invitó a conocer el telescopio mayor, cuyo lente tiene un  radio de un metro. Subimos por unas escaleras delgadas contiguas a la pared interna hasta encontrar el lente de observación. El guía comentó que “con este telescopio podemos llegar hasta los confines del universo para tratar de observar las primeras estrellas”.

El ojo del desierto

Fuera del observatorio el paisaje bulle a 40° de temperatura. Los cactus de unos ocho metros de altura son la única vegetación que crece en el desierto. Un turista se acercó hasta uno de ellos a observar algo que le llamó la atención, pero de inmediato el guía le advirtió:

-¡Cuidado! detrás de la sombra de estos cactus hay muchos escorpiones que huyen del calor.

Seguimos caminando hasta llegar a la zona de El Cuzco, llamado así por sus ondulaciones rojizas que forman nudos rocosos o cárcavas. Son una especie de laberintos morfológicos que cruzan el desierto como una cicatriz adusta. Centenares de cárcavas conforman el paisaje característico de esta región. Se dice incluso, que los primeros españoles se refugiaban en éstas para huirle al calor y a la bravura de los nativos.

Así, llegamos hasta uno de los lugares más significativos de la Tatacoa: la “Cueva del beso”. Una cueva pequeña con una especie de ventana que mira al desierto. El guía nos contó que según la leyenda, la pareja que se bese dentro de la cueva estará unida por siempre.  Después de unos 10 minutos a paso rápido llegamos a una formación alta, delgada, estribada por caminos repetidos, conocida como el “Ojo del desierto”. Es una pared que demarca los límites de la zona del Cuzco y tiene un hoyo en la parte alta, como una especie de cíclope mineral.

Subí hasta la altura del ojo y observé al fondo: un paisaje gris de hendiduras rocosas cuya superficie arenosa se antojaba resbaladiza y áspera. Bajé del ojo salvaguardado por una sombrilla. Después de un tiempo llegamos a la zona de los Hoyos, cuyo color grisáceo es producto de la mezcla del agua, el viento y la escasa vegetación del lugar. Caminé por entre escalones construidos con madera y listones dispuestos horizontalmente que daban la sensación de escaleras colgantes. Subimos por una cárcava y comenzamos a atravesar el puente, del otro lado un reposo de agua aclimatada llegaba como un inesperado y necesario punto de descanso.

Nuestro guía nos invitó a la última estación de la Tatacoa, la laguna de La Venta. Desde una cárcava alta la vimos en tensa calma, el viento la sacudía en oleadas suaves y constantes. El suelo arenoso parecía extender su superficie, y los pequeños espolones minerales parecían un sol petrificado en hileras. En época de invierno se pueden observar los fósiles de especies que habitaron hace millones de años. El guían comentó que hasta hace unos años el municipio y la gobernación tomaron medidas para proteger estos fósiles de saqueadores japoneses y americanos, que años atrás devastaron la región para venderlos en el mercado negro, o enriquecer la colección de sus museos naturales.

Epílogo apurado

De vuelta a Villavieja, a las tres de la tarde, almorzamos el plato típico de la región que es el estofado de ovejo. El aroma del laurel, el ajo, y los puerros le dan un buen sabor.

070 RECOMIENDA...

Si planea viajar a la Tatacoa vale la pena irse preparado. Acá les dejamos una guía con datos de transporte, precios, tours y actividades.

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El conductor que contratamos estaba ansioso porque ese día jugaba el equipo de la ciudad.  Su afán nos llevó en menos de quince minutos a la entrada del hotel, y  nos dio tiempo apenas para terminar de empacar las maletas. Eran las cinco de la tarde y nuestro vuelo salía a las cinco y treinta. El carro se abrió paso alocadamente por las calles de Neiva. Llegamos justo a tiempo al Benito Salas para hacer el check in y abordar un pequeño avión que en cuarenta minutos nos cambió el ardiente sol y el silencio desertico de La Tataco por un ruidoso, congestionado y frío atardecer bogotano.

*Fernando Salamanca Rozo es periodista y psicólogo. 

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