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La máquina de mentiras de Donald Trump se atoró. Cerrar su transmisión tejió un nudo entre censura y contención de fakes y destapó el poder editorial de los medios.
El 5 de noviembre Donald Trump habló desde la Casa Blanca sobre un presunto fraude en el conteo electoral presidencial. Los medios de comunicación cortaron su transmisión porque sus acusaciones, según justificaron, carecían de pruebas.
Twitter dio el primer paso. Desde que @realDonaldTrump empezó a denunciar con su rótulo clásico de mayúscula sostenida, apareció una etiqueta: Alguna parte o todo el contenido compartido en este tweet ha sido objetado y puede ser engañoso respecto de cómo participar en una elección u otro proceso cívico. Sus mensajes no fueron amplificados y su STOP THE COUNT! se devolvió, como un búmeran, con un STOP THE BROADCAST!
Para el periodista argentino Martín Caparrós fue censurar la historia en vivo y en directo. En su columna Estados Fallidos de América confesó que esto lo sorprendió: “Yo creía que los medios de comunicación se llamaban medios de comunicación porque tenían que comunicar lo que sucede y, si acaso, después analizarlo”. Pero en The Guardian la periodista Katherine Murphy escribió sobre la línea entre “informar y habilitar” que Trump, esta vez, “aceleró la deriva hacia la posverdad” y que esta “alcanzó un cenit desesperado cuando él comenzó a mentir copiosamente”.
En laEncuesta periodismo y pandemia delCentro Internacional para Periodistas(ICFJ) –que hicieron en asocio con el Centro Tow para el Periodismo Digital de la Universidad de Columbia– reconocen que la “desinfodemia” o pandemia de la desinformación incrementó a niveles alarmantes, y que los políticos están considerados como su principal fuente. Trump, desde hace rato, desfila por esa alfombra.
Cuando quedó electo presidente se inventó los ‘Fake News Awards’. Utilizó el sitio web del Comité Nacional Republicano para desmentir investigaciones de los medios sobre su primera campaña y, de este modo, atacarlos categórica y arbitrariamente. Desde entonces hubo un rompimiento en sus relaciones.
Sus afirmaciones más recientes llegaron al punto de decir, por ejemplo,que los médicos inflan las muertes por Covid 19 para ganar más dinero (aquí lo desmienten). Y acumuló de a poco hasta que en Estados Unidos elevaron en su honor el “Muro de las mentiras”. El director de la emisora independiente “Free Radio” utilizó post its para su protesta visual en la que clasifica cerca de 20.000 falsedades que ha dicho Trump desde 2017, apoyado en la base de datos que ha hecho desde entonces The New York Times.
Él se convirtió, por su cuenta, en una máquina de fakes que los medios decidieron no acaparar esta vez.
Como principio de la libertad de expresión se entiende que los medios no debieron haber cortado su transmisión. En eso está claro Omar Rincón, doctor en ciencias sociales de la Universidad Nacional y crítico de medios. Sin embargo Trump, para él, fue el primero en romper ese principio: “las fuentes se hacen responsables de lo que dicen y ese es el gran problema de las fake news: que los grandes promotores de las mentiras nunca tienen cómo rendir cuentas”.
Pasa con Trump, para Rincón, que junto a él están otros políticos como Álvaro Uribe en Colombia, Nayib Bukele en Salvador, Jair Bolsonaro en Brasil o Nicolás Maduro en Venezuela, que son “gobernantes que no cumplen con las reglas del pacto ético que tienen las fuentes con los ciudadanos y con los medios de comunicación”. Un pacto que, entre otras, implica que un sujeto que no da accountability de su verdad debe perder el derecho a ser publicitado y en esa medida, si los gobernantes rompen lo establecido, los medios también pueden hacerlo y elegir qué informar.
Para Ana Bejarano Ricaurte, abogada y profesora en la Universidad de los Andes, el corte de transmisión configura censura desde una lectura ortodoxa. Pero considera también que este concepto está un poco estático de cara a lo que el nuevo escenario de comunicación exige. “La existencia de plataformas digitales y el dinamismo de un fenómeno como la desinformación hace necesario repensar ese concepto porque el panorama propone un debate nuevo: cómo contener la desinformación sin coartar la libertad de expresión”.
Hay una ambivalencia. Es difícil encontrar precedentes semejantes, explica el director de la Fundación para la Libertad de Prensa FLIP, Jonathan Bock. Las tensiones en este caso efectivamente se dan entre la censura y la independencia editorial de los medios que acuden a cubrir una rueda de prensa y, en determinado momento, deciden parar la transmisión apoyados en su poder discrecional.
“Podemos plantear muchos escenarios hipotéticos, como qué pasaría si después de eso Trump revela algo sumamente importante que respalde lo que dice, ¿en qué lugar quedan los medios de comunicación? Pero con una lectura del rol de los medios públicos y sus licencias, que ofrecen una mirada más técnica con elementos para identificar si hubo o no censura, sigo creyendo que no la hubo”, dice.
Este episodio, explica, está cubierto por la Primera Enmienda de la constitución estadounidense que protege la decisión de los medios en su independencia editorial.
Y es que los medios se enfrentaban a una decisión casi imposible, dice Bejarano, o incurrían en censura o habilitaban la difusión de un mensaje peligrosísimo para la estabilidad democrática de ese país. Ese es el caso de CNN que no interrumpió la transmisión y luego salió a desmentir al presidente.
“También es problemático porque permiten emitir una cantidad de falsedades que enardecen a una sociedad que está muy cerca de las vías de hecho, entonces, no se puede evadir la responsabilidad clara que existe”, asegura la abogada.
El problema es que los medios le han dado el micrófono a Trump desde antes de ser presidente y, hasta ahora, dejan de hacerlo. Por eso, para Rincón, se demoraron en no querer naufragar en ese mar de mentiras permanente.
“Un presidente debe decir la verdad, así le cueste popularidad. Pero cuando Trump rompió las reglas, dejó de comportarse como un presidente y más bien pasó a ser un personaje de farándula”, dice. Bajo ese código habría que cubrir a Trump como pura crónica de “E! Entertainment Television, a Bolsonaro en crónica religiosa, a Uribe en crónica roja, a Bukele en crónica digital de influencer y a Duque como crítica de presentador de televisión”.
Hacerlo, dice, permite cambiar el storytelling de la política en el periodismo del siglo XXI, algo necesario porque el periodismo del siglo XX está alejando a los lectores y a la legitimidad. En sus palabras, no se puede hacer un storytelling de verdad a sujetos que permanentemente no han demostrado tenerla.
El episodio marcó un hito sobre cómo se va a llamar de ahora en adelante el ejercicio de corroborar la información que se está produciendo en vivo y en directo, como afirma Bock.“Es inviable hacer verificación para todo. Se trató de un momento que requirió la mayor atención por parte de plataformas y medios, pero marca una expectativa hacia el futuro en materia de este fact checking en caliente”, dice.
Para Bejarano Ricaurte el proceso de fact checking debe volverse mucho más expedito y, para eso, se necesita prensa mucho más capacitada, preparada para comentar noticias y cargada de datos para discernir la verdad cuando la cubren. El fact checking no funciona tarde porque beneficia las fake news, dice Rincón: “Mienten una vez y se vuelve tendencia su mentira y, cuando se verifica más tarde, vuelve a ser tendencia: tienen en el fondo un doble efecto de exposición pública”.
Esa cadena la iniciaron los políticos, según Rincón, que descubrieron o destaparon a los medios militantes. Después de eso fue que se volvió frecuente que los medios se pronuncien como actores políticos. Y aunque para él eso no está mal, el problema es que seguimos juzgando a los medios como si fueran el centro de referencia de la información pública, cuando no lo son porque están las redes digitales. “Los medios perdieron su lugar de neutralidad y objetividad porque nunca lo tuvieron y, hoy en día, se acepta que todos militan alrededor de los DDHH o del feminismo o en su patrón de negocios, pero lo otro ya se murió”.
Bejarano lo corrobora. Asegura que la relación de Estado y medios ha cambiado. Que el cuarto poder es otro. Y que la presencia de las redes sociales, en las que se le ha dado voz poderosa indiscriminadamente a fuentes, sigue sin responder a unos estándares de veracidad y de verificación. “La presencia de líderes autoritarios que utilizan redes sociales y las tienen de base para declarar a los medios de comunicación como enemigos cuando no los cubren o cuando los cubren de la manera en que les parece injusta, implica sí un reto enorme en cómo los medios y las plataformas se relacionen con estos líderes”.
Su capacidad es nueva. Antes había una intermediación de la prensa, dice Bejarano, pero ahora los presidentes tranquila y libremente emiten contenido y por eso es bueno e importante que haya alguna forma de regulación.
Para Bock la respuesta está en la autorregulación de los medios porque puede ser peligroso que políticos u otros actores tomen decisiones sobre cómo los medios tienen que hacer su trabajo y difundirlo.
“Es importante tomar medidas para que se puedan enmarcar en un diálogo con las audiencias y que estas no vean que los medios son infalibles, sino que prestan un servicio esencial enmarcado en ese derecho tan amplio que es la libertad de expresión”.
Pero debe haber rendición de cuentas, anticipa, que cuando se equivoquen haya unas consecuencias y qué mejor que venga de consensos entre los mismos medios. “Esto funciona muy bien en países de Europa con procesos complejos que incluyen sanciones económicas amplias, por ejemplo”, dice.
No hacerlo, según Bejarano, promueve reacciones agresivas y equivocada del Estado: “Lo estamos viendo”, dice, “existe un discurso de que los medios responden a intereses políticos, económicos y los jueces de la república empiezan a aplicar fallos que simplemente son censura porque piensan que los mismos medios no tienen formas de autorregulación”. Lo mismo debe ocurrir con las plataformas digitales.
Rincón, por su parte, cree que el episodio con Trump es una muestra de que ya hay regulación y cree además que era lógico verla en Estados Unidos. “En estos paísitos (sic) no, porque son unas fincas. Colombia no ha podido regular las redes digitales ni lo hará porque somos arrodillados, pero en Norteamérica sí preocupa. Fakebook –no Facebook– debe estar asustado porque es el principal pozo de noticias falsas y no tanto porque lo regulen, sino porque va a perder. Este y todas las redes son prisioneros de la bolsa de valores y no conviene que tengan limitaciones”. Según Rincón, con la partida de Trump se le acabó, al menos a Fakebook, la sangre digital que necesita.
El quinto poder está tomando su lugar: Internet. Todos concuerdan con que este paisaje exige autocrítica para la prensa, pero no es exclusiva su responsabilidad. A Bejarano Ricaurte le preocupa, especialmente, que hay una falta de transparencia entre lo que se presenta como información y es opinión. Hay líderes autoritarios (siempre han existido) que hacen tanto eco de sus fábulas como cualquier otras voces (a veces hasta de periodistas y no de sus medios) que podrían no tener pruebas fácticas de lo que dicen, cuando lo dicen. Pero ese quinto poder es también una mina de oro para excavar en fuentes abiertas.
En palabras de Bock, además, hay un nivel de debate con cierto maniqueísmo en el que si mi periodista favorito se expresa en contra del político que más odio, todo vale, pero si es al revés, no. Y en el caso de Bejarano, observa que se volvió una tendencia que cualquier crítica que reciba un medio de comunicación es un ataque o matoneo, “y eso es peligroso: los periodistas no pueden ser intocables y es importante que en el mismo oficio se critiquen, y si es imposible le hacen un desfavor muy grande a la democracia”.
En Colombia hay quienes se juegan la vida por informar y destapar escándalos, advierte la abogada, y otros que podrían ser más claros con sus audiencias al editorializar la realidad, que es ahí donde ocurre la traición.