Sobre las artes y la paz

Durante una semana la Facultad de Artes y Humanidades de los Andes se dedicó a pensar cuál es el papel de sus disciplinas en el marco del proceso de paz y la construcción de memoria histórica. Estas son algunas reflexiones al respecto.

por

Alejandro Giraldo Gil


07.04.2017

Foto: Tejidos de Mampuján

Cuando iba tal vez en cuarto o quinto semestre de arte, y ergo en tercero o cuarto de literatura, el marido de una tía paterna (de esos que defienden tradiciones que realmente no entienden por falta de lecturas y estudios minuciosos) me preguntó en un almuerzo familiar que yo qué iba a hacer con eso que estaba estudiando. Esa pregunta capciosa que siempre algún familiar menos perceptivo necesita hacer como para corchar al adolescente idealista. No recuerdo bien si quedó o no satisfecho con mi respuesta, pero sí recuerdo su silencio incómodo cuando le di una: le hablé sobre la gestión cultural, las editoriales (y además los libros digitales), además de las residencias artísticas, las becas y el amplio campo de la investigación académica en universidades alrededor del mundo. Recuerdo muy bien que él no se esperaba que hubiera tantas oportunidades profesionales en mis campos, y lo recuerdo porque entre sus palabras se adivinaba su intensión corchadora, que seguramente quería acompañar de un: estudie administración. En ese entonces no se me habría ocurrido meter otro campo amplísimo para mis quehaceres, y tampoco sé qué tan valioso habría sido como respuesta para mi tío. Y sin embargo, hoy me parece que quizá es una de las más válidas: la construcción de paz.

La semana del 27 al 31 de marzo, el Centro de Investigación y Creación (CIC) de la Facultad de Artes y Humanidades de los Andes organizó su tercera versión de la Semana de las Artes y las Humanidades, a la que apodó Semana de las Artes por la Paz. La excusa fueron los acuerdos firmados el año pasado entre el Gobierno Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, pero a mí me late que todos los implicados teníamos ya la intensión circunstancial personal de sacar un espacio así adelante. La Semana fue un espacio que, en un primer nivel, quiso reflexionar sobre el rol que cumplen las disciplinas artísticas y humanísticas en la construcción de una paz estable y duradera. Pero de esas reflexiones nacieron muchas más: los peligros de asumir al arte como un locus de salvación y sanación, la capacidad catártica (en su sentido aristotélico) que permite reconocimientos y se vuelve espacio de reconciliaciones, el vehículo de lenguaje verbal y no verbal que permite nombrar lo innombrable, y que permite hablar de lo que otros espacios de posconflicto no permiten hablar. De la huella que queda, de la memoria que hay que nombrar, y los espacios que deben ser recordados constantemente; de lo que hay que señalar y evidenciar para que se hable y se hable hasta el cansancio, y hablarlo aún después de cansarnos. De los peligros de institucionalizar lo que han hecho las víctimas como arte, y exponerlo en galerías y museos, y también de las ventajas. Incluso, de lo peligroso y a la vez valiente que fue intentar reducir todas las reflexiones a una botica vieja en la que crece una flor (que fue la imagen de toda la Semana). Si el esposo de mi tía me hubiera preguntado ayer que yo qué estoy haciendo con mis títulos de artista y literato, le habría entregado un librito de programación de la semana, y un pin con la tal botica, invitándolo a todos los treinta eventos que tuvieron lugar en el campus de la universidad.

El arte tiene la capacidad de dejar huellas, marcas que den cuenta de la historia. El arte puede señalar cosas y obligarnos a verlas

Comencemos entonces con lo básico: ¿el arte y las humanidades qué pitos tocan con la paz? Explico: según la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras el estado colombiano debe reparar el daño hecho a las víctimas en dos niveles: el material (ergo la palabra tierras, y otro montón de cosas relacionadas) y la reparación simbólica. En principio, la reparación simbólica se pensó como un ejercicio de recopilación de memorias y relatos de víctimas, que además debían ser puestas a disposición del conocimiento público en aras de jamás tener que repetir la historia. Por eso nació el Centro Nacional de Memoria Histórica, y su museo. Sin embargo, con los años la discusión sobre lo que debe ser la reparación simbólica se fue complejizando: no basta con ir y recopilar hechos, escribirlos en un informe y publicar dicho informe. El informe, con su lenguaje seco e informativo (valga la redundancia) no alcanza a atrapar todo el espectro de memoria que, finalmente, es el que permite esta indescriptible reparación simbólica. El informe tampoco logra llegar a todo el público que se pretendía en un principio. Pero diversificar el lenguaje de recopilación de memora, complejizarlo, darle otras posibilidades, otros espacios de expresión y difusión sí.

Al tiempo que se comenzaron a escribir informes de memoria histórica, las comunidades rurales afectadas por el conflicto comenzaron a impulsar iniciativas muy distintas para contar sus vivencias. Por ejemplo, para recordar la vereda de Mampuján, en el municipio de María La Baja del departamento de Bolívar, algunas mujeres desplazadas se sentaron a tejer un mapa de la plaza central de su pueblo. Junto con este mapa, tejieron también sus jardines llenos de cadáveres, tejieron sus casas incendiadas, y se tejieron ellas llorando y corriendo lejos. Tejieron la selva en la que tuvieron que esconderse, una selva que ya había acogido antes a sus abuelos. Y en honor a ellos, y a sus tatarabuelos, también tejieron el barco en el que ellos llegaron de África, hacinados como bultos. El jueves pasado (28 de marzo de 2017), en uno de los eventos de la Semana, conocí a una de estas mujeres: Juana Alicia Ruiz.

Lo que primero quiero resaltar de Juana Alicia es un comentario que hizo, muy al final del evento, sobre los tejidos que ella y sus compañeras hicieron (y de los que trajo algunos para mostrarlos en la universidad). Así, como con un tono entre desinteresado y gracioso, afirmo “yo no sé si lo que yo hago es arte, pero ahí está: está en el Museo Nacional, y también lo hemos mostrado en Estados Unidos y otras partes del mundo”. Ella no le ponía el grandilocuente título de arte a ninguno de los tejidos que llevaba, o al menos no en un principio. Ella misma no se autodenominaba artista. Y realmente no parecía ponerle la importancia que le pondría un artista de la capital a que su obra estuviera expuesta en el Museo Nacional de Colombia. No, lo que a ella le importaba es que ahí, en esos tejidos, estaba contando su historia: se la estaba contando a sí misma, y luego se la estaba contando a otros.

Y en ese contar, que ella hacía a través de las telas, los hilos y las agujas, ella lograba hacer, según sus propias palabras, “catarsis” (esa catarsis que entendemos por purga o limpieza del alma). Y es esto lo segundo que quiero resaltar de ella, y de los tejidos de Mampuján: lo que en el informe de memoria histórica pasa solo por un hecho con cifras, Juana Alicia y las demás transformaron en dolor, en relato, en realidad. Le pusieron nombre, dijeron: esta fue mi casa, ese fue mi vecino, en mis manos (estas que tejen) corrió esa sangre. Dijeron: eso lo viví, eso me dolió. Y cuando uno se acerca a los tejidos, todos coloridos, llenos de gentecita y casitas y arbolitos, y mira con detalle las lágrimas cocidas, las bocas llenas de horror, los muñequitos retorcidos, los recortes rojos que simulan charcos de sangre, y ve ahí la historia más allá del informe, uno vive con Juana Alicia la masacre del 10 y 11 de marzo del 2000.

Como dije, Juana Alicia dice que todas hicieron una catarsis, y que esa catarsis les permitió perdonar. En ese perdón, Juana Alicia y las demás han logrado reconstruir (aunque lejos de Mampuján, porque aún no han podido volver) la comunidad que tuvieron antes del 11 de marzo. Juana Alicia insiste que esa catarsis fue una purga, y yo le creo: se purgó del odio y la rabia que sentía contra sus victimarios al llorar las muertes y las pérdidas de ella y sus comadres. Pero creo también que ahí hay otra catarsis, tal vez más fuerte: esa catarsis de Aristóteles que decía que el verdadero arte era aquél que tenía la capacidad de hacer que el espectador reconociera en la obra emociones, y las viviera como suyas hasta que la obra acabara. Y como ya dije: cuando uno tiene los telares en frente, y los mira con detenimiento, y adivina que la figurita negra que llora al lado de una casa con trazos naranjas es una mujer que sale corriendo de su casa en llamas, y se queda ahí mirando a Juana contar su historia, y piensa que esas manos tejieron cada figurita, cada pasto, cada casa, y piensa que nada de eso está, nada de eso existe sino ahí en la tela que tiene uno en frente, ahí hay de esa otra catarsis. Y para eso sirve el arte: para conocer dolores que son de otros y, aunque momentáneamente, vivirlos como míos. En ese vivirlos como míos hay un reconocimiento de un otro.

Y hay que ver el nivel de detalle y trabajo que tienen los telares: cada hebra de pasto tejido, de lágrimas tejidas, cada pedazo de tela recortado que hace las veces de faldas, pantalones, piel, pared, selva. Cada hebra de pelo hecha de cabuya, y todo tan lleno de color. Las telas son de texturas variadas, unas más brillantes, otras más tenues, con patrones de flores, o sin patrones, y la forma pensada de ponerle nombre a las casas, como quien dice “aquí vivía perencejo”, sin decir que ahí vivía. El trabajo plástico detrás de los telares, además del trabajo narrativo, hace que con nuestras miradas cosmopolitas, entrenadas a ver arte donde quizá en un principio no lo hubo, vean en éstas cualidades estéticas suficientes para que las bauticemos (tal vez con nuestro ojo paternalista-urbano) como Arte, con A mayúscula. Y quizá lo sea.

Tejidos de Mampuján expuestos en la Universidad de los Andes. Foto: Alejandro Giraldo.

Mampuján es, curiosamente, el único sitio que cuenta con una sentencia de la Ley de Justicia y Paz. Y con toda la visibilidad que los tejidos les han traído, Juana Alicia va por toda Colombia y muchas veces por todo el mundo, contando su historia y llevando consigo lo que le queda de Mampuján, pero aún no ha vuelto a Mampuján. Yo sé eso, y sé de Mampuján porque la gente habla de sus tejidos, y habla tanto que finalmente terminé trayendo algunos a la universidad. Y si usted que me lee no sabía de ellos, ahora sabe porque yo le cuento de esos tejidos, y de la historia que los acompaña.

Martha Nubia Bello, la actual directora del museo del Centro Nacional de Memoria Histórica, en un conversatorio de actores más institucionales y estatales, nos dijo una frase que me quedó sonando: la literatura tiene deuda enorme con la desaparición forzada; hay que contar esas historias. El día anterior conocí la historia de una víctima de desaparición forzada: una madre de Soacha. Ella es parte del colectivo que presenta Antígonas: tribunal de mujeres, una obra de teatro hecha por mujeres que han sufrido violaciones a sus derechos humanos: sobrevivientes del genocidio político de la Unión Patriótica, persecuciones políticas por ser líderes de comunidades de derechos, líderes estudiantiles víctima de montajes judiciales y encarcelamientos injustos, y madres de Soacha.

María Ubilerma nos contó su experiencia actuando en teatro. Nos contaba que el teatro le había traído, si no ya la catarsis purgadora de Juana Alicia, un vehículo para hablar y contar y nombrar su dolor, y trabajarlo, y hacer de él algo bello: un lugar donde encontrarse con su hijo (que ya no es cuerpo, no es materia en este mundo). Y las palabras de Martha Bello me resuenan en la cabeza mientras escribo esto, y no puedo evitar escribirle a María Ubilerma un pequeño cuento maltrecho aquí, en este espacio tan pequeño y tal vez tan impropio (y que por favor me perdone):

María Ubilerma Sanabria es madre, pero perdió a su hijo por la euforia de las bajas (y las victorias que estas bajas significaron) que tuvo un hombre sediento de poder y reconocimiento. Antes de desaparecer al azar que lo denominó criminal, el hijo de María Ubilerma cantaba y soñaba con crecer y ser músico profesional, y poder llevarse a su mamá a viajar con él alrededor del mundo, junto con su música. El hijo de María Ubilerma se fue un fin de semana sin permiso a Pereira, y llamó a su casa a decir que le dijeran a su mamá que aunque podía darles muchos detalles, no se preocuparan porque él volvía en unos días. El hijo de María Ubilerma no volvió ni a los tres, ni a los cinco, ni a los quince días de Pereira. Después de esperar y esperar en vano, y después de saber que por más que esperara su hijo nunca iba a volver, María Ubilerma decidió ir ella por el mundo cantando, actuando y narrando su historia y la de su hijo: de cómo no volvió nunca de Pereira, y de cómo ella, aunque sabe que es fútil, lo espera. Ahora María Ubilerma lleva consigo a su hijo por el mundo, cantando con él en escenarios de aquí y allá, cumpliendo (tal vez sin querer) la promesa que él le había hecho en otra vida.

Y por esto creo que tiene razón Martha: la literatura tiene que contar esas historias de gente sin nombre que se desvaneció en la nada. Llevémoslo más allá: la literatura —y el resto del arte— tienen todas que contar todas las historias que hay en este entramado selvático y vertiginoso que hay detrás de nuestra guerra. Tienen que contarnos de la sangre derramada aunque ya no quepa más hablar de sangre, tienen que hablarnos de esa sangre, decirla, nombrarla, para que otros también la nombren. Tiene que nombrar la pérdida de personas, de hogares, de lugares de nacimiento, de objetos, de formas de vida, y tiene que mostrar lo monstruoso, la capacidad de tortura, de robo, de enajenamiento, de asesinato, y tiene que hacernos reconocerlo, casi que obligarnos, y que así nos marque. Que quedemos por siempre con el rastro en el alma. Martha dijo precisamente (y yo me lo apropio y también lo digo) que el arte tiene la capacidad de dejar huellas, marcas que den cuenta de la historia. El arte puede señalar (y pensemos en esa acción corporal que hacemos con el dedo) cosas y obligarnos a verlas. Y en ese señalamiento, puede marcar, puede dejar rastro, para que no se nos olvide. Para que, por ejemplo, la esquina donde mataron a Gaitán, aquí mismo en Bogotá, que es hoy la esquina de McDonald’s, deje de ser una esquina de una cadena de comidas y sea la esquina donde mataron a Gaitán.

Y eso es lo que finalmente quiero hacer: escribir para contarle al que quiera leer (y al que no también) que hay historias que merecen nombre. Yo escribo, porque no compongo, porque no tejo, porque no actúo. Pero escribo, y cuando puedo canto, pero sobre todo escribo. Y al escribir me apropio de la historia de Juana Alicia y de María Ubilerma para que cuando usted la lea, se apropie de ella y también la cuente. Y que de tanto contarla nos quede grabada en la sangre, y sintamos que esa sangre también se derrama.

Posdata

Joshua Mitrotti, el director de la Agencia Colombiana para la Reintegración, en el mismo conversatorio de Martha dijo que el Estado no puede creerse el dueño de la verdad histórica, ni puede por lo tanto determinar la memoria histórica (una maña que tenemos desde siempre). Es decir, no puede determinar cómo se construye y se narra la memoria histórica, y ergo la historia. Y estoy de acuerdo: esas ínfulas de nación moderna decimonónica (un modelo fallido) que determinó que las instituciones estatales eran las poseedoras únicas del discurso estatal desconocen al estado como corpus de confluencias de múltiples actores con trasfondos diversos y muy distintos entre sí. Pensemos que la misma constitución de 1991 intenta desdecir la unidad uniforme que prevaleció desde la fundación de la república actual en 1886, para dar cabida a la pluralidad. Y aunque Mitrotti no necesariamente estaría de acuerdo conmigo cuando hablo que el modelo de nación es un modelo fallido, sé que estaría de acuerdo conmigo cuando reafirmo esto que él dijo: las instituciones estatales son las responsables de incentivar expresiones diversas de memoria histórica. El estado debe ser el espacio —por ser, precisamente, ese corpus de confluencias múltiples— para una confluencia de memorias, que finalmente configuran una (tal vez amébica) memoria histórica. Las instituciones estatales deben abrir en esa memoria la posibilidad de que todas las narrativas implicadas se crucen (y dialoguen y discutan y se enfrenten), pero no pueden pretender adueñarse de eso, porque no les pertenece. La memoria es, finalmente, colectiva, y esa colectividad la permite el arte. La memoria histórica, en su multiplicidad de narrativas, debe ser del arte.

 

* Alejandro Giraldo Gil es artista plástico y literato. Actualmente coordina el Centro de Investigación y Creación (CIC) de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes.

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