Si no le gusta la protesta, aguántesela

La profesora y experta en movimientos sociales Carolina Cepeda Másmela nos cuenta cómo ve la protesta social hoy en Colombia y en el mundo, de qué manera están respondiendo los Estados y por qué manifestarse cuando no se está conforme es un derecho, pero también parte de la condición humana.

por

Lina Vargas Fonseca


25.03.2024

Foto: María José Rojas Ilustración: Alejandra Yates

Palabras más, palabras menos eso —si no le gusta la protesta, aguántesela— fue lo que señaló la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en una sentencia reciente sobre el caso de Antonio Tavares Pereira. Él era un trabajador rural brasilero que en el año 2000 fue asesinado por agentes de la policía militar durante una movilización por la reforma agraria en la que también resultaron heridas otras 185 personas del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra. La sentencia marca un referente sobre lo que es y no es la protesta social. Sí, la protesta es disruptiva, incómoda. No, la protesta no son meros actos vandálicos. Sí, la protesta puede causar molestias, pero a menos que impongan una carga excesiva sobre el resto de la población, deben ser toleradas. No, las y los manifestantes no son objeto de estigmatización por el solo hecho de serlo. Sí, el uso de la fuerza por parte de las autoridades tiene que ser proporcionado.

Buenas noticias que, sin embargo, contrastan con un panorama en el que parece que nada de lo anterior se cumple. Basta ver lo que ocurrió durante las marchas del 8M en Bogotá y Medellín (uso desproporcionado de la fuerza pública, carteles de “se busca” con fotos de las manifestantes). Y no es un caso aislado en Colombia ni en el mundo. De eso hablamos con la profesora e investigadora Carolina Cepeda Másmela, doctora en Ciencia Política y experta en movimientos sociales.  

Yo creo que la protesta social hace parte de la condición humana. Para todas y todos es natural reaccionar ante aquello que nos parece injusto. Entonces la protesta es una herramienta que tenemos en todas las sociedades para manifestar nuestro descontento. Y puede ser variada: siempre que uno piensa en protesta se imagina grandes manifestaciones de gente con antorchas al estilo de Los Simpson, pero también puede ser una sola persona que se sienta y se niega a hacer algo. Es un derecho, claro, aparece en la Constitución, aunque hay momentos en gobiernos totalitarios o dictaduras en los que la protesta no es posible y aun así la gente la ejerce. Porque la protesta va más allá de la mera noción de derecho y quienes la ejercen usualmente no se sientan a revisar su Constitución, eso viene después. Es más una reacción inmediata frente a una situación que se considera injusta, indeseable, y frente a la cual hay que actuar. Eso no es monopolio de la derecha, la izquierda o el centro. 

La protesta tiene que ser disruptiva, es su naturaleza. No puede no ser disruptiva porque de lo contrario nadie la vería. Cuando la gente protesta quiere ser vista, que todo el mundo se entere de su descontento, de su causa. Una propuesta como la del exministro de Defensa Diego Molano de construir un protestódromo es ridícula porque es como si la gente quisiera desfogar su ira. Entonces mejor vaya y dele puños a un saco de boxeo y se acabó. No. La protesta tiene una connotación política. 

Ahora, hay maneras disruptivas que van por otro lado. El ejemplo clásico son los estudiantes que abrazan policías. Pero yo sí creo que la protesta debe generarle un poquito de caos al sistema, decirle a gritos: “Hay algo que no funciona”, y llamar la atención de quien no está protestando para que se pregunte qué pasa. Y no hay manera amable de hacer eso. Entonces ahí viene la discusión de si hay violencia o no. Para mí no es violento bloquear una calle, pero para alguien que tiene una emergencia médica sí puede serlo. No es posible trazar una línea, entonces viene el control que hace el Estado para decir qué mecanismos son válidos y cuáles no, qué está permitido y que no. La gente que protesta intenta cumplir con ciertas normas, pero como tiene que ser disruptiva también va a salirse de ese marco. 

Quien protesta contra el orden establecido entra en una situación en la que está perdiendo porque no tiene el poder. Yo siempre les digo a mis estudiantes: “Muéstrenme el primer Estado que se ponga contento porque le protestan”. Todos responden con algún tipo de represión que es variada. La represión es: les saco a la policía y que los rompan a palos, pero también cómo los construyo en la narrativa. Entonces los que protestan son vagos, son vándalos. Y esa idea de los vándalos, totalmente generalizada en América Latina, ¿qué hace?: despolitiza. Le quita el trasfondo político al conflicto en juego para que parezca que es gente que está en una esquina y un día dice: “Vamos a romper vidrios sin ninguna razón”. Al contrario, es gente que señala al poder y le dice: “Usted lo está haciendo mal, usted está fallando” y en la medida en que el poder se siente retado reacciona con algún tipo de represión que, insisto, puede ser muy distinta. Por ejemplo, desconocer lo que pasa como cuando Juan Manuel Santos dijo durante el Paro Nacional Agrario de 2013: “El tal paro no existe”. Es la respuesta de un poder expuesto que reacciona de manera agresiva, intentando desconocer al otro. 

Yo creo que el ciclo que se abrió en 2010 se cerró con la elección de Petro y no porque Petro esté siendo la solución a todos nuestros problemas ni satisfaga todas las demandas, sino porque la agenda de movilización social está siendo tenida en cuenta en el proyecto del Pacto Histórico. Ahí aparecen elementos que responden o por lo menos intentan dar respuesta a esas demandas que ahora esperan una traducción en términos institucionales. 

¿Qué pasa? Creo que sí hay un cambio a partir del Paro Nacional de 2021 y es que la protesta se volvió más cotidiana, más parte de la vida de las personas. Protestar es algo que está más a la mano de lo que uno se imagina y no es monopolio de ciertos grupos ni de ciertos sectores, sino de toda la ciudadanía. Podemos verlo con las protestas que hoy hace la oposición. Uno puede encontrar tres líneas de protesta hoy: las de la oposición, que es muy variopinta y más o menos incluye todo lo que no sea petrista. Segundo, protestas de quienes apoyan al gobierno. Y tercero, gente que votó por este gobierno, pero quiere otras cosas y sigue viendo en la protesta social una vía legítima para reclamarlas. Eso me parece interesante en términos democráticos y de participación política. 

Varias cosas. Primero, hay una predisposición de la fuerza pública frente a la protesta. Y en Colombia eso es un problema porque la protesta sigue estando profundamente criminalizada y estigmatizada. Entonces difícilmente la policía tiene un acercamiento amable con quienes protestan. Lo segundo es que se han construido un montón de mitos alrededor del 8M. Aquí hablo a título personal, pero me parece tristísimo que las noticias sean sobre las paredes y los monumentos rayados y que se use el argumento maniqueo de que son mujeres quienes tienen que limpiar cuando los problemas de fondo son otros. 

Situaciones como esta del 8M sucedieron durante la alcaldía de Claudia López, en la Bogotá cuidadora, aunque de cuidadora frente a la protesta social tuvo muy poco. La nueva administración se mantiene en esa lógica en la que (voy a decir algo que puede ser políticamente incorrecto) hay un problema con el liberalismo: todo aquello que no sea liberal recibe respuestas hostiles. Entonces si uno mira, la administración de Carlos Fernando Galán se percibe a sí misma como liberal, defiende los valores liberales, democráticos, la institucionalidad y con todo aquello que se salga de ese libreto se justifica usar la represión porque atenta contra un orden más grande. 

Un tercer elemento es esa narrativa muy peligrosa que se ha venido construyendo en los últimos años desde los sectores de derecha de ver en el feminismo un antagonista, la mala de la película que viene por los derechos de los hombres, lo que justifica que se comentan ese tipo de actos. 

Por último, hay otro problema y es la desproporcionalidad del uso de la fuerza. Un manifestante por violento que esté nunca tendrá el acceso a los recursos de la policía. En cambio, la policía sí reacciona con el despliegue de todos sus recursos ante los manifestantes. En ningún escenario es una pelea de igual a igual y eso se pierde de vista cuando se justifica, en el caso del 8M, diciendo que rayaron paredes. Sí, rayaron paredes, pero: ¿En qué universo eso se debe castigar con un corte de electricidad o tirando bombas aturdidoras?  

«Me parece tristísimo que las noticias sean sobre las paredes y los monumentos rayados y que se use el argumento maniqueo de que son mujeres quienes tienen que limpiar cuando los problemas de fondo son otros».

Honestamente no. Ese cambio es muy difícil y no se va a dar porque aparezca una nueva unidad o una nueva reglamentación, sino cuando quienes están en la calle acompañando las protestas tengan un acercamiento diferente. En eso ha fallado el actual gobierno. El ministro de Defensa da unas declaraciones de verdad esperanzadoras sobre lo que tiene que hacer la policía y lo que significa la seguridad, pero hay una brecha entre el ministro y los patrulleros. El reto es que quienes están en la calle entiendan que deben responder a otro tipo de imaginarios y narrativas. 

Es un desconocimiento de las directrices internacionales que están diciendo: “Oiga, bájele a la estigmatización y a la criminalización, establezca mecanismos para que dejen de ocurrir”. Pero es como si no existiera. Además, es mantener un comportamiento, o sea, uno podría situar esto en 1967 o en 1988 como si el tiempo no pasara. Colombia sigue estigmatizando la protesta y vale la pena ver las cifras que da Mauricio Archila en el Cinep sobre gente ligada a movimientos sociales asesinada, o cómo funcionó la violencia paramilitar o cómo el ejército y la policía se han encargado de señalar personas, estigmatizarlas, condenarlas a la muerte y al exilio. Ese cartel es la materialización más inmediata que tenemos de eso, de cómo nos imaginamos la protesta: “mujeres resentidas” que salen y vandalizan Medellín. 

Eso es supremamente peligroso en un contexto en el que sectores de derecha extrema, antifeministas y anticomunistas están ganando más espacio en la agenda. Este tipo de comportamientos terminan avivando discursos misóginos que ven a las feministas como la madre de todos los problemas. Que la institucionalidad sea la que hace esos carteles, la que pone alertas, nos está diciendo qué sectores son los que están representados allí. No debería tratarse como algo anecdótico. 

En los ciclos de protesta aparecen movimientos y contramovimientos. El ejemplo más fácil es la Marea Verde en América Latina y luego el movimiento provida que se hace visible, se toma las calles y copia las estrategias. En el caso de Argentina un presidente como Javier Milei que tiene discursos abiertamente de odio les da vía libre a ciertos sectores para que actúen de maneras muy fuertes. Algo similar ocurrió en Brasil cuando Bolsonaro fue presidente. Siendo candidato le dijo a una periodista: “Yo a usted no la violo porque usted es muy fea”. Tengo colegas brasileras que en esa época me expresaron su sensación de inseguridad en el campus universitario porque Bolsonaro había dado rienda suelta a esas ideas y valores. Yo creo que tenemos que preguntarnos qué vamos a hacer para defender las conquistas sociales que hemos alcanzado, qué vamos a hacer las mujeres para blindarnos frente a las reacciones machistas y misóginas que están apareciendo, cómo vamos a resguardar nuestros derechos. Son retos que no se solucionan con pañitos de agua tibia, sino con un cambio desde la base social misma. 

Lo mismo para Palestina. Es tremendo cómo se construyen antagonismos que terminan equiparando a quien protesta a favor de Palestina con un antisemita, y eso también es un discurso peligroso no solo a nivel simbólico, sino en términos materiales. Hay profesores sancionados en sus universidades, estudiantes expulsados por manifestarse. Ahí viene la pregunta por el orden liberal: ¿Qué tanto estamos defendiendo los derechos humanos o es que hay humanos y humanos? 

Muy poca porque además a mí como manifestante que me sacan un ojo de qué me sirve que luego a la policía le hagan un montón de cosas si ya perdí mi ojo. Lo que yo quisiera es que el policía no me hubiera disparado. Yo creo que los mecanismos para defender y garantizar la protesta social no deben tener como foco la sanción para quien no garantice ese derecho, sino cómo hacer para que ese derecho se pueda ejercer. O sea, a Dilan Cruz de qué le sirve lo que ha pasado. De nada. A Dilan Cruz le habría servido que el Esmad no pudiera tener esas armas.  

Yo insisto en que ningún Estado va a responder de manera positiva a la protesta porque a nadie le gusta que le revelen sus debilidades en público ni que le disputen el poder. Entonces siempre van a responder con algún grado de represión. Ahora, hay una gradación y es totalmente desproporcionado que a un grupo de 10 o 20 jóvenes el Esmad le dispare con armas no letales que resultan siendo letales. Hay cosas que no podemos aceptar como sociedad y debería haber una proporcionalidad. 

Donatella Della Porta [socióloga italiana] tiene trabajos donde muestra que hay más violencia en las protestas cuando la policía interviene. Si la policía no interviene la protesta es pacífica. Casi que el Estado crea el problema que tiene que resolver. ¿Cuál es el manejo? Hay experiencias en las que se llevan gestores de convivencia o la policía va con chalecos distintos. Eso ha funcionado de manera moderada, pero también habría que ver cuál es el papel que tiene la policía antes, durante y después de las protestas. ¿Qué tanto debe intervenir y cómo? Eso de alguna manera ayudaría a bajarle a la confrontación. Pero el foco tiene que moverse de cómo castigo a quien incumple a cómo hago para formar a los servidores públicos para que garanticen el ejercicio de la protesta social, sobre todo en los momentos espontáneos cuando aparece el reto al poder establecido. 

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