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Recordar a Fernando, olvidar a Botero

Numerosas obras de Fernando Botero han sido incautadas a narcotraficantes. Las formas en que circularon algunas de ellas no fueron desconocidas por el artista. Esta es la primera entrega de la serie Narcolombia.

por

Narcolombia


21.09.2018

Por estos días el Museo Nacional de Colombia presenta la exposición El joven maestro: Botero, obra temprana (1948-1963). Halim Badawi, crítico de arte y director de Arkhé: Archivos de Arte Latinoamericano, revisa cómo fue la construcción del mercado del artista “más costoso de Colombia” y su relación con la oferta y la demanda propia del fenómeno del narcotráfico.

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Por: Halim Badawi

¿Qué estrategias artísticas y de mercado han operado en la valorización comercial del artista Fernando Botero? ¿Cómo podríamos explicar, más allá del ditirambo nacionalista generalizado, que los precios de su obra hayan aumentado de 300 dólares en 1950, a 900 dólares en el período 1958-1968, a 100.000 dólares en 1978 y a 2.03 millones de dólares en 2006? Es decir ¿en qué forma puede justificarse un aumento de valor del 71.103 por ciento en 56 años, mientras que el promedio industrial Dow Jones de la Bolsa de Valores de Nueva York sólo creció en 5.761 por ciento para el mismo período? ¿Podríamos explicar este fenómeno comercial ateniéndonos estrictamente a juicios relacionados con “el gusto” de los coleccionistas, el “genio” artístico, la calidad pictórica, la diferenciación estilística, la habilidad técnica o el papel de la crítica? ¿Qué papel tuvo el narcotráfico (entre 1975 y 1993) y las estrategias de imagen (entre 1992 y 2012) en el drástico incremento de los precios de Botero? ¿Cómo se han sostenido estos precios a pesar de la inclemente crítica negativa?

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Numerosas obras de Fernando Botero han sido incautadas a narcotraficantes. El 14 de enero de 2003, El Tiempo publicó una noticia relacionada con el arresto en Miami de la colombiana Doris Mangeri Salazar “tras ser acusada de ser el enlace entre un supuesto príncipe de la familia real saudita y los carteles colombianos de la droga”. En su casa de Florida fueron incautadas “un arma de fuego, cuatro computadores y varias obras de arte, entre ellas, tres óleos de Fernando Botero valorados en un millón de dólares cada uno”. Según la noticia, el príncipe usó “su estatus diplomático y su avión privado para asegurar el transporte de la cocaína de Venezuela a París, hecho que finalmente se concretó en mayo de 1999”. La noticia concluye: “[…] las autoridades sospechan que los acusados usaron el mercado del arte para lavar dinero”.

Por su parte, en un artículo dedicado a la familia de Pablo Escobar, el periodista Mauricio Becerra reconocía la predilección del capo y de su esposa Victoria por las obras de Botero: “esculturas de los colombianos Rodrigo Arenas [Betancourt] y Fernando Botero, y del francés August Rodin compartían su salón”. Además, enumera a Luis Caballero, Darío Morales y Salvador Dalí. Por su parte, el hijo del capo, Juan Pablo Escobar (o Juan Sebastián Santos Marroquín, su nombre actual), en una entrevista concedida a un diario argentino en 2009, mostró al periodista el álbum de fotos de su padre en donde “su mamá [María Victoria] posa con ropa de diseñador al lado de sus hijos y con un fondo de paredes blancas donde se vislumbran cuadros de [Fernando] Botero, Darío Morales y [Salvador] Dalí […]”.“Yo le decía a Pablo que se fuera a su finca con sus modelos y amigos, que yo me iba a Bogotá a ver obras de arte”, contaba también María Victoria en tono retrospectivo. Con la muerte del capo, sus enemigos empezaron a cobrar las deudas y, cuando se acabaron las propiedades, sus acreedores fueron por el último capital: los cuadros.

Las formas en que circularon algunas obras de Botero en las décadas de 1970 y 1980 no fueron desconocidas por el artista. El 28 de marzo de 2012, en una entrevista a raíz de su exposición en el Palacio Nacional de Bellas Artes de México, Botero reconoció: “Cuando pusieron una bomba a Pablo Escobar, [se] destacó el hecho de que tenía un Botero en su casa y eso fue muy sonado en la prensa colombiana. Entonces, le pedí al director del periódico El Tiempo que escribiera un editorial e informara que yo sentía repugnancia por el hecho de que Escobar tuviera una de mis obras”.

Rara vez los medios han atribuido al coleccionismo un papel activo en las dinámicas económicas del narcotráfico, ni han profundizado en el origen de las obras (los intermediarios o artistas que las vendieron) o la forma en que los artistas se beneficiaron directa o indirectamente en el proceso. ¿De dónde provienen las obras de Fernando Botero, Enrique Grau, Darío Morales, Luis Caballero, Claudio Bravo, Saturnino Ramírez, Salvador Dalí y Pablo Picasso, tan frecuentes en las colecciones privadas de los narcotraficantes? Una noticia publicada en El Tiempo el 23 de noviembre de 2002, podría ofrecernos pistas. El artículo presenta un enfrentamiento entre el Museo de Antioquia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá por quedarse con tres obras incautadas (en 1988) por la Fiscalía en el edificio Mónaco, una de las propiedades de Escobar. Las pinturas eran: Ponqué de novia de Enrique Grau, Desnudo en el sillón de Darío Morales y La dama de la fortuna del chileno Claudio Bravo. El periodista afirma que los peritos del Museo de Antioquia “conceptuaron que [las obras] se encontraban en mal estado, y ofrecieron restaurarlas y conservarlas. Ponqué de novia, un óleo sobre lienzo con la rúbrica Grau 87, que fue vendido en mayo de ese año [1987] por la Galería Aberbach Fine Art, de Nueva York (E.U.), presenta resquebrajamientos y desprendimientos de pintura”.

¿Por qué comprar pinturas de Enrique Grau en la Galería Jean Aberbach de Nueva York, cuando era un pintor que en 1987 era representado en Colombia por las galerías Diners, Fernando Quintana y Alfred Wild? ¿Cuál es la Galería Aberbach Fine Art? ¿Pudieron haber sido comprados cuadros de Botero en ese lugar? ¿Cómo llegaron cuadros de Grau y de otros artistas colombianos hasta allí? ¿Qué galerías y subastadoras estadounidenses se beneficiaron por el coleccionismo mafioso colombiano?

Aberbach Fine Art fue una de las grandes galerías de Nueva York que, desde principios de los 70, trabajó con artistas colombianos. Su fundador, el judío-austríaco Joachim Jean Aberbach, había emigrado a Estados Unidos en 1940 huyendo de la Guerra, y en Nueva York se convirtió en galerista entre 1973 y 1992, año de su fallecimiento. La relación comercial y amistosa entre Aberbach y Botero es de vieja data: inició a mediados de los 60, Botero pintó a la familia del marchante en un cuadro y, en los 80, Aberbach representaba una amplia nómina de artistas colombianos como Morales y Grau. Ocasionalmente, Aberbach vendía en Christie’s: un óleo mediano de Morales, El pintor y su modelo (1984), fue ofrecido por el galerista en Christie’s con un estimado de 130.000-150.000 dólares, mientras que, en la misma subasta, una pintura de Frida Kahlo, actualmente el artista latinoamericano más costoso, tuvo un estimado de apenas 40.000-50.000 dólares, tres veces menos que Morales. En una exposición dedicada a Grau, el 15 de mayo de 1987, Aberbach expuso Ponqué de novia, comprada por Escobar para su apartamento en el edificio Mónaco, pieza incautada por la Fiscalía en 1988.

En tan sólo una década (1968-1978), el precio máximo pagado por Fernando Botero en el mercado internacional pasó de 900 a 100.000 dólares, un incremento del 11.111 por ciento. En los catorce años siguientes (1978-1992), sus precios máximos pasaron de 100.000 a 1.540.000 dólares (precio pagado en subasta por La casa de las gemelas Arias), un incremento del 1.540 por ciento. Estos aumentos coinciden con la época de mayor auge del narcotráfico en Colombia (1977-1995).

Los exorbitados precios pagados en Estados Unidos por el arte colombiano eran inversamente proporcionales a su circulación en espacios culturales de dicho país. Morales, Grau, Obregón o Caballero nunca tuvieron exposiciones retrospectivas en espacios consagratorios de Estados Unidos, que derivaran en un incremento en sus niveles de visibilidad y, por tanto, en sus precios. Tampoco estaban representados en los grandes museos, ni fueron incluidos en las grandes exposiciones colectivas de 1970 y 1980. En el caso de Botero, salvo su exitosa exposición en Milwaukee Art Center en 1966, en la Universidad de Yale en 1967 y en el Hirshhorn Museum and Sculpture Garden de Washington, no volvió a tener grandes individuales, aunque el artista decidiera aumentar su visibilidad en galerías comerciales como Malborough, Aberbach y Claude Bernard. Las tres pinturas de Botero en el MoMA en raras ocasiones fueron presentadas al público, como tampoco fueron expuestos el Obregón o el Negret del Museo. Igualmente, la crítica académica de Estados Unidos y Colombia desconfiaba de la obra reciente de Botero.

Los enormes precios pagados en el mercado internacional por obras colombianas y la altísima valorización de obras de segunda fila, estaban asociados con un gusto por la pintura figurativa de gran formato con temas como mujeres desnudas, caballos, escenas cursis (matrimonios, jugadores de naipes, prostitutas, amoríos) y escenas populares colombianas, lo que hace pensar que los clientes de algunas de las obras ofrecidas en Miami y Nueva York, eran colombianos cargados de dólares que pujaban por ellas, llevando los precios al alza y beneficiando algunos galeristas y artistas, como los artistas colombianos que vivían y producían afuera, como Botero, Caballero o Morales. También, varias galerías bogotanas que representaban a Alejandro Obregón y Enrique Grau, enviaban parte de sus obras a las subastadoras de Nueva York, en donde serían compradas mayoritariamente por colombianos, quienes de nuevo las regresarían al país (o las guardarían como reservorio de capital).

Probablemente, el boom del mercado interno del arte colombiano durante la época más violenta del narcotráfico (1975-1993), permeó el mercado del arte latinoamericano en Estados Unidos. Según esta hipótesis, los narcotraficantes habrían enviado droga a Estados Unidos y, en algunos casos, el dinero obtenido por las ventas ilegales habría sido convertido en costosas pinturas que entrarían al país sin problema, algunas de las cuales harían parte de las 20.000 obras incautadas al narcotráfico por la Dirección Nacional de Estupefacientes desde finales de los 80. Así como resultaba difícil introducir al país un cargamento de un millón de dólares en billetes de cien, resultaba fácil introducir, en cambio, 3 ó 4 pinturas de Botero, Grau o Morales, más aún, teniendo en cuenta la inexperta formación artística de la policía aduanera local.

La cantidad de dinero del narcotráfico que circuló hacia estas obras en el mercado internacional, generó un efecto económico en el que otros inversores y coleccionistas, serios o especuladores, de Estados Unidos y Europa, quisieron sumarse a la danza de los millones para multiplicar su dinero en el corto plazo. Invertir en Botero ya no tendría como soporte real su valor artístico, el papel de la crítica o sus niveles de visibilidad; la decisión de inversión la generaba el previsible crecimiento de sus precios por efecto de la Guerra contra las Drogas y las exportaciones de la mafia a Estados Unidos. La debilidad institucional del país, la ilegalidad del consumo y el crecimiento del narcotráfico, eran proporcionales al crecimiento de los precios internacionales del arte colombiano y al enriquecimiento legal pero poco ético de los artistas e intermediarios.

En este cruce de caminos entre narcotraficantes y coleccionistas, el mercado del arte colombiano creció como una narco-burbuja que terminó por beneficiar a las mafias: gracias al aumento de precios, cada vez se necesitaba una menor cantidad de obras para importar una mayor cantidad de dinero. Las obras importadas podían conservarse como un reservorio de capital que, al colgarse en las paredes, generaba estatus social y el anhelado nivel cultural para narcotraficantes casi analfabetas como Gonzalo Rodríguez Gacha. Las obras podían liquidarse en el corto plazo o servir como pago en especie de deudas previamente adquiridas, ya que a raíz de la burbuja, el mercado local del arte contaba con gran liquidez. Además, siempre podían volverse a subastar las mismas obras en Estados Unidos beneficiando a sus propietarios con la valorización, mayor a cualquier acción en la Bolsa de Nueva York y blindando al narco-capital de la inflación y de los cambios en el poder adquisitivo, propios de los inestables países latinoamericanos.

En tan sólo una década (1968-1978), el precio máximo pagado por Fernando Botero en el mercado internacional pasó de 900 a 100.000 dólares, un incremento del 11.111 por ciento. En los catorce años siguientes (1978-1992), sus precios máximos pasaron de 100.000 a 1.540.000 dólares (precio pagado en subasta por La casa de las gemelas Arias), un incremento del 1.540 por ciento. Estos aumentos coinciden con la época de mayor auge del narcotráfico en Colombia (1977-1995). Sin embargo, en 1996, tres años después de la caída de Pablo Escobar, ocho meses luego de la captura de los cabecillas del Cartel de Cali y 45 días después de la condena a Fernando Botero Zea (hijo del artista) por enriquecimiento ilícito a favor de terceros, los precios internacionales máximos pagados por Botero se derrumbaron a la mitad de los precios de 1992: la emblemática pintura La casa de las gemelas Arias, récord de ventas en 1992 por 1.540.000 dólares, se revendió en noviembre 1996 por 737.000 dólares, menos de la mitad de su valor original, derrumbando la imagen de Botero como posibilidad atractiva de inversión. Estos hechos se sumaban a la sobreoferta del mercado boteriano, poblado de numerosas obras de baja calidad como sanguinas, pasteles y dibujos sobre tela que buscaban reencauchar los viejos temas comercialmente exitosos del 70.

Los galeristas, reacios a reconocer la crisis del mercado del arte local como consecuencia del ocaso del narcotráfico, achacaron la culpa a la crisis económica del gobierno de Ernesto Samper (1994-1998). El Tiempo, en un artículo del 10 de marzo de 1998, afirmaba: “Comprar en Medellín un conjunto de obras de Botero, Obregón, Villegas, Ramón Vásquez y Manzur, hace diez años, podía costar más de mil millones de pesos. Sin embargo, esas mismas obras pueden tener hoy un costo cercano a los 128 millones de pesos, según dice John Jairo Arias, de la Galería de Arte La 10 (…). Según varios galeristas de la capital antioqueña este hecho se presenta por la difícil situación económica del país y que afectó el comercio del arte”. Alberto Sierra, director de la Galería La Oficina, más honesto afirmaba: “Se impusieron unos precios altísimos por piezas muy malas porque había un grupo humano que podía comprar eso, pero esa gente se acabó”.

En todo caso, luego de la explosión de la narco-burbuja por el encarcelamiento del grupo humano que mantenía los precios, y luego de las alarmas prendidas por las obras depreciadas y no vendidas en las subastadoras, los demás compradores que se habían subido a esta pirámide artística, empezaron a abandonar el barco y liquidar las costosas obras que habían comprado en los 80 y 90 con la intención de recuperar rápidamente algún porcentaje del capital invertido, lo que saturó el mercado. Este hecho, unido a la sobreproducción de obras de Botero (producto de su formación paisa en el “trabajar, trabajar y trabajar”) y de la elaboración de obras de calidad regular, llevó a una sobreoferta en el mercado boteriano con el consecuente desplome de los precios.

Y otra crisis ensombreció el mercado del artista. Entre 1991 y 1993, Botero había aprovechado la visibilidad del arte latinoamericano generada por la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América. Con ayuda de sus amigos galeristas y políticos, Botero posicionó sus esculturas monumentales en las plazas y calles del centro de París, Nueva York y Florencia, y presentó su serie La corrida en el Grand Palais. Pero este auge conmemorativo devino en algo inesperado: emergieron nuevos discursos y miradas sobre el arte colombiano y latinoamericano, y afuera empezaron a circular otros artistas locales de gran interés, de talante contemporáneo, hasta entonces ocultos. Ya no predominaría la mirada del “realismo mágico”, del “arte de lo fantástico” o de lo “real maravilloso”, miradas que beneficiaron a Botero durante las dos décadas precedentes; ahora, en el escenario académico estadounidense los intereses se habían desplazado hacia la abstracción geométrica latinoamericana y hacia las prácticas contemporáneas. El ocaso del “arte de lo fantástico” llevó a la aurora del arte nuevo y a la internacionalización de otros artistas colombianos que venían desarrollando un valioso y silencioso trabajo desde los años setenta.

Cuando, entre 1995 y 1998, los precios de Botero cayeron, el artista decidió donar 120 obras de su autoría al Museo de Antioquia y 129 al Banco de la República (además de 87 obras de artistas modernos internacionales), disminuyendo radicalmente su stock en el mercado y generando las condiciones sociales y económicas que permitirían el crecimiento de la demanda, aumentando sus niveles de visibilidad nacional e internacional, y amarrando su nombre a las dos ciudades más grandes de Colombia: Bogotá y Medellín. Pero esta, es otra historia.

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