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“Para los gobiernos es una mala estrategia usar eufemismos”: Sergio Jaramillo

Según el Excomisionado de Paz, filósofo y filólogo, en cualquier tarea oficial la comunicación y la manera como se definen las cosas tiene efectos palpables sobre la mentalidad de la gente. Las palabras importan para pensarnos como sociedades más o menos violentas y funcionan, también, como abrecaminos.

El discurso oficial en Colombia ha sufrido un giro de tuerca. El país pasó rápidamente de una retórica de paz a usar un lenguaje de guerra y ahora el escenario comunicativo contiene más violencia de la que decanta. El caso más concreto es el del presidente Iván Duque, quien explicó recientemente que la masacre de ocho jóvenes en Samaniego, Nariño, no debía nombrarse de ese modo porque “en Colombia no hay ‘masacres’ sino ‘homicidios colectivos’”, pero a los días no escatimó en calificar como ‘masacre’ el asesinato de tres soldados en el Meta.

A Sergio Jaramillo, filósofo, filólogo y excomisionado de Paz en Colombia, esas tensiones en el lenguaje no le sorprenden. Desde que la Ministra Alicia Arango afirmó en marzo de 2020 que “mueren más personas por robo de celulares que por ser defensores de derechos humanos”, supo de inmediato que la frase “tuvo un efecto brutal sobre toda la gente que está amenazada”, aunque cree que pasó desapercibido. Con esa declaración se hizo evidente la imposición de otra temperatura discursiva sobre la crueldad en el país.

Tras años de diálogo y negociaciones en La Habana, Jaramillo, quien hizo parte del equipo negociador del Gobierno para firmar el Acuerdo de Paz con la exguerrilla FARC, está de acuerdo con que los términos que emplea quien tiene el poder interfieren para pensarnos como sociedades más o menos bélicas. En esta conversación, sin embargo, explica también por qué las palabras funcionan como abrecaminos para escenarios pacíficos.

En campaña, el Centro Democrático habló de “castrochavismo”, “narcoterrorismo”, incluso de “hacer trizas” el Acuerdo. Ya en el poder, Iván Duque propuso una ‘paz con legalidad’. ¿Cómo analiza usted esas promesas desde el discurso?

Cuando este Gobierno habla de “paz con legalidad” o “paz sin impunidad” yo, francamente, no entiendo qué quiere decir. Por dos razones: una, porque no veo cuál es su contenido, en qué se diferencia de lo propuesto por el Gobierno anterior. Y dos, porque de lo contrario sería una paz sin legalidad, ¿a quién se le ha ocurrido proponer algo así? Me parece que es una cosa superflua. Aunque, si poner ese apellido les ayuda a avanzar algo, un poco, unos centímetros en la implementación del Acuerdo, no hay objeción.

Parte de la dificultad de esta discusión es que es muy fácil criticar sin proponer opciones realistas. Sería un ejercicio interesante pasar revista a todas esas cosas que se dijeron durante el Plebiscito: vamos a cumplir cuatro años desde que se firmó el Acuerdo y al país se lo iba a tomar “el castrochavismo”, nos iba a gobernar las FARC, se iba a imponer la ideología de género, etc., y de todas las promesas, ¿cuáles han resultado ciertas y cuáles no?

La otra advertencia, la de “hacer trizas el Acuerdo”, habla de la responsabilidad a la hora de crear expectativas con el lenguaje. Obviamente, con todas las promesas se crean expectativas y, justamente, la historia de Colombia en los territorios es una historia de expectativas defraudadas, de procesos y esperanzas truncadas, porque se habla mucho y se hace muy poco. El desinterés de este Gobierno en la paz no ayudó y hoy existe un riesgo en varias partes del territorio, no solamente por la falta de implementación del Acuerdo, sino sobre todo por el pésimo manejo de la seguridad.

Ahora, cuando el debate es sobre si llamar o no a las masacres por su nombre, hay que decir que es siempre una mala estrategia para los gobiernos usar eufemismos, porque la gente no es boba, y la gente los huele inmediatamente. Lo único que hacen con todo esto es perder credibilidad.

¿Qué tanta importancia le dieron ustedes al lenguaje durante el Proceso de Paz? ¿Siempre le ha parecido algo determinante?

El uso del lenguaje tiene efectos concretos y muy evidentes en la realidad. Durante los diálogos en La Habana fuimos tremendamente conscientes de la necesidad de mencionar las cosas de una manera y no de otra, porque en cualquier tarea de Gobierno la comunicación y la manera como se llaman y se definen las cosas tiene efectos que son palpables sobre la mentalidad de la gente. Además fuimos muy conscientes, desde todo punto de vista, de la importancia de ser precisos y disciplinados porque el lenguaje mismo podría ayudarnos a abrir espacios.

Un ejemplo de la importancia de la precisión para establecer conceptos es que nosotros dijimos cuando se terminó la negociación secreta a finales de agosto de 2012, que nuestra idea básica era que no íbamos a hablar de “paz” en general, ya que era un concepto demasiado amplio, que tenía una carga muy fuerte en Colombia y traía muchas preconcepciones semánticas. Dijimos que, más bien, íbamos a hablar del “fin del conflicto”. El objetivo de la negociación era entonces el fin del conflicto.

¿Qué permitía esa frase? ¿Por qué esa y no otra?

Con esa frase tan sencilla fue con la que abrimos el primer párrafo del Acuerdo General firmado en el marco de toda la negociación: “Hemos acordado comenzar conversaciones directas e ininterrumpidas con el fin de llegar a un acuerdo para la negociación de la terminación del conflicto”. Así estábamos dándole a la gente un giro semántico porque, por un lado, hablábamos de una cosa más concreta que de un concepto tan amplio como “la paz” y, por otro, con la frase “terminación del conflicto” queríamos decir que realmente estábamos invocando la posibilidad de hablar del fin de la guerra, del desarme.

Esa frase tenía el fin de señalar que sabíamos que con este Acuerdo no estábamos entrando a la paz en Colombia, porque la paz había que construirla después. Pero claro que hubo toda una reflexión previa, discursiva, alrededor de cómo comunicar lo que estábamos haciendo. Implicaba pensar cuál era el camino que teníamos que seguir.

En cuanto a la “la posibilidad de abrir espacios con las palabras”, ¿cómo puede hacer eso el lenguaje?

Por ejemplo, la expresión “conflicto” en Colombia, por una razón bien conocida de la doctrina Uribista, era objeto de gran controversia. El Gobierno, sin embargo, tomó la decisión de hablar de “conflicto” mucho antes de la etapa secreta del Proceso de Paz, desde que tramitamos la Ley de Víctimas, en mayo de 2011.

Tomamos esa decisión porque la referencia al “conflicto” se convirtió en el mecanismo para determinar quién es una víctima en términos de lo que establecía la Ley de Víctimas. Si uno va a entrar en un proceso de reparación es porque se trata de víctimas excepcionales, no son víctimas cotidianas sino personas que merecen una atención especial por parte del Estado, porque son víctimas del conflicto, precisamente.

Al poner sobre la mesa el término “conflicto armado interno”, inmediatamente se abrió el espacio que hizo posible la negociación, porque tampoco se puede entrar a un proceso de estos si en lo único que estamos de acuerdo es que en Colombia se cometen delitos. Se cometen delitos, sí, pero también hay que reconocer que hay contrincantes, militarmente hablando, y que hay que encontrar la manera de evitar la confrontación. Entonces, el lenguaje, o la expresión en este caso, también permitió que se abriera un espacio para la negociación y, posteriormente, un espacio para incluir a las víctimas.

¿Y las víctimas pueden estar o no de acuerdo con lo que el Gobierno delimite en el lenguaje? Por ejemplo, con lo que se entiende por delitos.

Precisamente, para delimitar qué se entiende o no por “delito” también es necesario estar de acuerdo con qué se entiende por “conflicto”, porque según lo que se entienda será el marco jurídico que se aplique. Ese marco es el que configura en un siguiente escenario cuáles conductas son ilícitas.

En este caso, el derecho que opera en los conflictos armados internos es el Derecho Internacional Humanitario, que no opera como única fuente, pero sí como principal fuente de derecho. Esto nos estaría dando, a su vez, las pautas para aplicar un criterio que nos permita decir qué es tolerable y qué no lo es en el marco de un conflicto, y qué debe ser sancionado o juzgado, cuáles son las víctimas y cuáles tendríamos que priorizar.

Por otra parte, el Gobierno tiene que ser lo más preciso y técnico posible, pero la gente tiene que entender de qué se está hablando. Hay que ser claros: si bien existe toda esta controversia alrededor de las diferentes descripciones en derecho de lo que significa un “secuestro”, a nosotros nunca se nos ocurrió negar el uso de la palabra, que no es solamente absolutamente corriente en Colombia, sino que todos sabemos lo que significa socialmente.

Y jamás se nos ocurrió, tampoco, decirles a las víctimas qué tenían que decir o cómo, ni mucho menos qué términos debían utilizar. Las víctimas son libres de describir las cosas como les parezca y hay que ser cuidadoso en no dar una impresión de que se está promoviendo una cosa o la otra. Las víctimas tienen derecho de decir y dar la visión que les parezca y el Gobierno tiene que atenerse a la Constitución y a la ley.

Ante una violencia que no cesa, ¿el término posconflicto es un eufemismo?

La expresión posconflicto sí tiene un problema: da la sensación de que el conflicto ya se resolvió en el país o que debemos administrar una paz posterior cuando, en realidad, esa fase posterior es la esencia del Proceso de Paz. Es decir, es a partir de la firma de ese Acuerdo que, con la terminación de ese conflicto, hay que construir una paz. El Acuerdo fue abrir literalmente una ventana: entró el viento y uno tiene que ver qué hace con esa oportunidad.

En ese sentido, quizá se manda una señal confusa con la expresión posconflicto, pero sí hay un elemento que es cierto: el conflicto armado interno en Colombia, tal como existía con las FARC, se acabó. Hay que saber entender eso, saber leer la realidad en sus términos justos, y entender que la paz con una insurgencia de 10 o 15 mil hombres terminó y ellos pasaron a la vida civil. Sigue la violencia en muchas partes del país y en algunas es peor, eso es cierto. Eso demuestra que el hecho de que se haya acabado la guerra, no quiere decir que desapareció la violencia.

Ahora tenemos no solo rebrotes, sino casos como el del Cauca donde nos reportan que cada tres días matan a un líder, pero esto no es el “conflicto armado interno”. Entonces ahí es donde, otra vez, volvemos al punto inicial: hay que saber nombrar las cosas porque si yo creo que esto es parte del “conflicto armado interno” entonces tengo que justificar que existe un enemigo que quizá ni sea el que tenga, y me lo invento. Puede que el problema sea de una naturaleza distinta y hay que entender cuáles son las fuentes de esa violencia, los actores de esos asesinatos y diseñar una política de seguridad que responda a esa realidad. Si seguimos trabajando con los conceptos y los términos de ayer, pues daremos resultados bastante insatisfactorios sobre lo que está pasando en Colombia hoy.

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