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No soy más que un periodista / Entrevista imaginada con Guillermo Cano

«El periodismo, el periódico y la libertad de imprenta son todo, cuando alguno de ellos falta, el esfuerzo de transmitir honesta, objetiva y responsablemente la palabra queda comprometido y acaso herido de muerte. Hay que decir las cosas cuando todavía es posible decirlas, y cuando ya no se puedan decir, habrá que seguir diciéndolas por más adversas y peligrosas que sean las circunstancias creadas para impedir que se digan.»

por

Lucas Ospina


17.12.2024

Guillermo Cano es un hombre delgado de mediana estatura, con cabello plateado y desordenado, frente amplia, piel gruesa afeitada a ras y unas gafas grandes de carey que le escurren hasta el borde de la nariz. Su espalda ancha y ligeramente encorvada refleja el paso del tiempo y el cansancio acumulado. Siempre luce impecable: un traje de diseño modesto, pero bien cortado, camisa blanca y pantalones templados sujetos por cargaderas.

A diario, Guillermo Cano recorre kilómetros por la amplia sede de El Espectador en la Avenida 68 de Bogotá. Con el corre corre del día, anda miles de metros, y al año corre maratones completas. En sus 34 años como director del periódico, ha acumulado varias vueltas al mundo del periodismo.

En la sala de máquinas, se encorva con los anteojos sobre la frente para examinar las primeras pruebas de las fotografías que ocuparán la primera página del día siguiente. Guillermo Cano no solo escribe el editorial; selecciona imágenes y caricaturas, organiza y titula la primera página, revisa todas las columnas, orienta a los reporteros y, en muchas ocasiones, titula las secciones. Es un maestro del titular. Durante la toma y retoma del Palacio de Justicia, mientras el consejo de redacción debatía sobre cómo resumir esa tragedia en curso, Guillermo Cano lanzó un titular que saltó directo al papel: “A sangre y fuego”.

Su constante presencia en la redacción da al equipo la certeza de estar frente al mejor: «Tengo 61 años, llevo más de tres décadas trabajando a tiempo completo en el periódico. Trabajo todos los días, incluidos domingos y festivos. Mi jornada diaria, aunque no tiene un límite, suele ser de algo más de ocho horas… Y todo mi patrimonio, tanto material como espiritual, está completamente vinculado a la empresa que edita El Espectador», dice.

Cuando visita la finca familiar de Fidelena, por San Antonio de Tequendama, a unas horas de Bogotá, se mantiene en contacto con la redacción por medio de un radioteléfono conectado a su camioneta Subaru. Allí, entre el monte, pasa varias horas y busca siempre el mejor lugar para no perder la señal. Luego se pierde con Adelaida, su nieta mayor, le da frunas, se meten a la piscina helada y más tarde, como el abuelo siempre está al día en avances tecnológicos, ven Los Picapiedra en un televisor portátil.

Guillermo Cano es como un padre para todos en el periódico. No se encierra en su oficina; va de escritorio en escritorio conversando con los periodistas, con las empleadas que empujan un carro metálico sirviendo café y aguas aromáticas dulcísimas. Deja un rastro de humo mentolado de cigarrillos Kool a medio consumir por los ceniceros que encuentra en su camino, aunque sufrió un infarto leve hace más de 10 años. A veces escribe en su oficina, pero también lo hace en un escritorio que tiene ahí en el corazón de la sala de redacción, concentrado, en medio del ruido de 32 terminales, 350 teléfonos, 4 salas de grabación y más de 1000 empleados que consumen hasta 12 libras de café diarias para transformar, en un solo día, un lienzo en blanco en periódico.

«¿Qué tienes para hoy?» es su pregunta habitual a periodistas novatos y veteranos. Guillermo Cano, con sus silencios, saludos o breves apuntes, calibra el estado de ánimo de la redacción y marca sus ritmos informativos. Tiene olfato periodístico; sabe que un aguacero puede ser noticia, que un certamen deportivo puede devenir en conflicto político, que un volcán puede causar una tragedia, o que entre los archivos del periódico está la foto que reveló que el nuevo honorable senador de hoy fue, es y será un pequeño hombre, pero infame criminal y cobarde bandido. «¿Qué hay, qué hay?» es su saludo mientras recorre la sala en busca de «chivas». «¿Qué pasó?», preguntaba después de un largo silencio que pesa como un piano; ese es el tono de sus reclamos cuando la competencia logra quedarse con una noticia, pero si alguien quiere verlo molesto, basta provocar una rectificación. «»¿Por qué no consultó antes de escribir? Primero confirme y luego informe»; jamás pasa al grito. En realidad, en El Espectador, todo el mundo sabe que con don Guillermo solo hay una advertencia: si el Santa Fe perdió el domingo, lo mejor es no hablarle el lunes. El único lugar donde se ha visto a Guillermo Cano decir una grosería es en el estadio El Campín, los árbitros son su punto débil.

Su rutina en la sala de redacción gravita alrededor de los buzones de correo, donde diariamente clasifica las cartas tras leerlas por encima. Cerca de ahí está la sección deportiva, donde comenta con Mike Forero y los demás sobre la fecha del fútbol, afina las colaboraciones que firma como Analítico o discute con el Mago Dávila, experto en hípica, cómo sellar el 5 y 6 de las apuestas. Al lado está la sala de télex, con máquinas que escriben día y noche lo que envían los corresponsales nacionales y cables internacionales en largas sábanas de papel, y otras que imprimen fotografías.

«Detrás de sus maneras suaves y un tanto evasivas», dice su amigo García Márquez, «se esconde la terrible determinación de su carácter». Y añade: «Nunca conocí a nadie más refractario a la vida pública, más reacio a los honores personales, más esquivo a los halagos del poder. Es un hombre de pocos amigos, pero los pocos son muy buenos, y yo me siento uno de ellos desde el primer día cuando, por una martingala suya, me llevó a la redacción de su periódico, casi a la fuerza. A pesar de mis reticencias a volver a Bogotá tras la amarga experiencia del 9 de abril, mordí el anzuelo, para fortuna mía, como redactor de planta durante tres años, y como un amigo sin formalismos y un colaborador incondicional, contra todas las tormentas de este mundo y del otro, hasta el día de hoy».

La entrevista tiene lugar en su oficina, ubicada en la esquina nororiental de la redacción. En la sala de espera el visitante está rodeado de una multitud: Alfonso López, Carlos Lleras, Julio César Turbay, Pablo Picasso, Mao Tse Tung, Golda Meir, Winston Churchill, Isabel de Inglaterra y la otrora reportera Jackie Kennedy. Son obras creadas con la virtuosa economía del dibujo de Héctor Osuna, un artista que es patrimonio vivo del periódico y cuya obra refleja las enseñanzas del director de El Espectador, sintetizadas en la máxima: «aprender a cabalgar sin pisar las flores».

Cuando Guillermo Cano llega, parece querer arrepentirse. Dice que no le gusta ser entrevistado, que le huye a la oficialidad y añade: «Yo tengo muy poca memoria. Una pésima memoria, una memoria torpe. Pero en cambio todo cuanto de inolvidable ha sucedido en mi vida ha ido a grabarse, para siempre, en el corazón». Pero, al hablar de lo que le apasiona, se relaja, se torna espontáneo y olvida que está en una entrevista. Es silencioso, tímido; no alardea de su poder de palabra, sino que asombra con su capacidad para callar, alternando silencios con estridentes carcajadas, como la que hizo temblar la grabadora al contar cómo García Márquez y Eduardo Zalamea brindaban con grandilocuencia por “El Espectador, el mejor periódico del mundo”.

Guillermo Cano advierte que su oficina es de puertas abiertas y que pueden interrumpirnos. Dice esto, y entra su colega Argos, el pescador de gazapos y gazaperas de la redacción, y le deja en su escritorio varias hojas con anotaciones. Para romper el hielo, con un guiño, confiesa que ha «robado con permiso» todos los dibujos de Osuna de la entrada. En su baño privado con las ventanas abiertas hay un cenicero para evitar recriminaciones familiares por su salud. El suyo es un escritorio de periodista: papeles, libretas, pilas de cartas, prensa del día, plumas, libros recién editados y un pequeño museo de papelitos, documentos e invitaciones a una cantidad de eventos a los que no asistirá. Entre fotos familiares dispersas, hay normas gramaticales, listas de anglicismos, galicismos y barbarismos bajo el vidrio del escritorio. Encima de su máquina de escribir, un portento de hojas prensadas con unas finas tijeras italianas que hace de pisapapeles.

—¿A usted quién le enseñó el oficio periodístico?

—¿A mí? ¡Nadie! (risas). Yo diría que mi primera investigación seria fue sobre Ana María Busquets, mi esposa. Me averiguaba con las amigas o en el colegio a qué cine iba y allá me aparecía para verla a la salida del teatro. Si ella iba a fútbol, allá estaba yo; en la plaza de toros, igual. Ella decía que yo me le aparecía hasta en la sopa.

—¿Y cómo empezó?

—Conocer al abuelo al que nunca vi en persona fue un proceso lento. A los diez años, me dijeron que había ido a la cárcel por defender a sus amigos pobres y políticos. Para mí, a esa edad, era difícil entender que un hombre pudiera ir a la cárcel por defender sus ideas, un periódico, unos amigos. Más tarde comprendí que, cuando se defiende honradamente un principio de justicia, no importan ni el fuego, ni el terror, ni la cárcel. A los quince años, recibí en mis manos una colección de sus editoriales, recortados y pegados en un viejo catálogo de tipos. Ese fue un contacto conmovedor e inolvidable con su prosa limpia, pura y exacta. En ese momento, como cada vez que tomo un pedazo de papel escrito por él, sentí profundamente mi propia debilidad intelectual. Apenas me gradué del Gimnasio Moderno, entré a El Espectador con la inquietud, temor y timidez de quien se sabe inexperto en los gajes del oficio. Mi primer desafío fue escuchar a mi padre Gabriel, el director, dar instrucciones a reporteros y cronistas cuando me presentó en la redacción: «Enséñenle lo que ustedes ya saben. Y que se meta al barro recogiendo noticias, buscando «chivas», no importa qué tan desagradables sean. Y que se unte de tinta aprendiendo a armar las páginas del periódico, a leer al revés. Y no lo elogien, regáñenlo». Fui un aprendiz de periodismo con alma de novillero, como lo dijo José Salgar, que es mi maestro, colega y compañero de mil batallas acá en la redacción. Aprendí cómo se insertaban los avisos, se pulía la información cepillando los moldes o aplicando la sierra, el privilegio de asomarse primero a la edición y detectar los errores, el derecho de volverse cajista y ordenar las letras, las oraciones, los párrafos. Pasé con mis manos por la herencia del linotipo como misterio de iniciación antes de convertirme en redactor del periódico sin firma ni rango y luego, a los 27 años, fui nombrado director y a los 28 me casé con Ana María. Todo mi patrimonio, tanto espiritual como material, está íntegramente vinculado a la empresa que edita El Espectador.

—¿Qué más llamó su atención de su abuelo Fidel Cano, fundador de El Espectador en Medellín en 1887?

—Había algo, sobre todo, que me impresionaba. En dos cortas columnas de periódico, escritas con un estilo magistral, mi abuelo analizaba cada día un aspecto de la vida colombiana. Ninguna arista de las actividades ciudadanas escapaba a su inteligencia. Trataba con la misma propiedad temas políticos —que tan bien conocía— y literarios; con igual corrección abordaba un problema de límites o la inconveniencia de la pena de muerte. Nunca olvidaba a los necesitados, los perseguidos ni los humildes, y también opinaba sobre los poderosos, los ricos y los orgullosos. Algunas jerarquías de la Santa Iglesia olvidan que los primeros periodistas fueron San Marcos, San Lucas, San Mateo y San Pablo, los apóstoles que narraron el primer gran hecho de actualidad: la crucifixión de Cristo. Hoy resulta entre divertido y patético saber que la Diócesis de Medellín, por medio del obispo Bernardo Herrera Restrepo, prohibió en ese momento a sus feligreses la compra y lectura de El Espectador, convirtiendo en pecado mortal el acto ilustrado de conocer “verdades” distintas a las profesadas. No deja de ser significativa la censura que durante meses se cernió sobre el periódico.

—Y extrañamente actual…

—Sí, por ejemplo, me contaba en estos días nuestro nuevo periodista Ignacio Gómez que, en el Magdalena Medio, la mafia del narcotráfico y su grupo de “anticomunistas” sacó una revista con un inserto que decía “Si quieres al Magdalena Medio, no compres El Espectador”.

—Sí, aunque yo me refería más a otras censuras anteriores…

—Sí, las cometidas por políticos y otros “caballeros de industria”. La censura oficial me ha tocado vivirla en carne propia en muchas ocasiones. Cuando el periódico criticaba las obras del Canal del Dique, por ejemplo, fui llamado al despacho del ministro Jorge Leyva (amigo personal de Álvaro Gómez), donde me amenazaron durante más de tres horas para que retirara mis palabras. El periódico era vespertino en esa época, pero yo nunca retiré una sola palabra, eso fue lo que me enseñaron mi padre y Don Luis Cano. Perdí la cuenta de las veces en que el ministro Leyva dio órdenes de bajar el periódico del avión para revisarlo. Después de la dictadura de Rojas, no hemos vuelto a vivir una censura oficial directa, pero sí indirecta. El Congreso, por ejemplo, ha votado a favor de costosísimos impuestos al papel; entidades oficiales han retirado su propaganda de los medios de comunicación cuando éstos hacen la menor crítica a sus procedimientos. Eso es muy preocupante. La censura económica, la hemos vivido también en este periódico, especialmente cuando realizamos las investigaciones por las irregularidades cometidas con los fondos de inversión del Grupo Grancolombiano.

—Cuando el Grupo Grancolombiano, propietario del 60% de la banca, y su director Jaime Michelsen ordenaron a sus empresas y deudores retirar su publicidad de las páginas de El Espectador, ¿recibieron ustedes alguna forma de solidaridad de otros periódicos importantes?

—Ninguna. No sólo no nos apoyaron, sino que, en el caso de El Tiempo, por ejemplo, fueron malintencionados. Cada vez que publicábamos algo, ellos se dedicaban a contrainformar para hacernos aparecer como mentirosos. En cambio, obtuvimos una respuesta importante de la gente del común en Colombia. Sentimos su respaldo económico y moral. Siempre, a través de toda la historia del periódico, hemos recibido el apoyo de sectores importantes de la sociedad colombiana, como ocurrió durante los gobiernos de Ospina, Urdaneta y Rojas, que multaban al periódico, y con frecuencia, a la dirección llegaban cheques superiores a la multa. Por muy grande que sea el poder al cual uno se enfrenta, siempre encuentra amigos en el camino. ¿Qué hubiera sucedido si, en lugar de denunciar hechos tan graves, este periódico hubiera guardado silencio, como lo aconseja un editorial de El Tiempo, dizque por razones de “elemental conveniencia”? ¿Conveniencia para quién? Tal vez para los medios y revistas hacia donde sí fluyó la pauta, no para Colombia; no para la opinión pública, cuyo escepticismo crece, y cuya fe en la libertad desaparece, viendo que los poderosos y los prepotentes se apoderan del país con el silencio de quienes tienen obligación moral de defenderla. En El Espectador no vendemos, no hipotecamos, no cedemos nuestra conciencia ni nuestra dignidad.

—¿Y la autocensura? ¿No existe para usted esa limitación?

Claro que sí. Después de escribir algo, vuelvo a leerlo con cuidado. No para no decir las cosas, sino para decirlas bien dichas. Uno no debe apasionarse demasiado; debe procurar siempre la veracidad y, sobre todo, ser muy responsable. Hay que sopesar todas las consecuencias que se pueden derivar de las palabras. La mayor cualidad que encuentro en Ana María es que, cuando estoy ausente o callado, ella no me insiste demasiado. A veces, con el cúmulo de noticias negativas que recibo, entro en un estado de desaliento y me encierro en un profundo silencio. No me provoca comentar las cosas del día con nadie en la casa, aunque dicen que a veces es mejor hablar. Por eso, lo mejor que tiene Ana María es que sabe entender mi silencio.

—¿Cómo son las relaciones laborales con ella? Porque en el periódico usted es el director y ella, una redactora… ¿Se han llegado a presentar conflictos ideológicos?

—(Risas). No, yo, como director, soy muy respetuoso de mis periodistas. Creo en ellos y, por eso, mientras no injurien a nadie, no me atrevo a cambiarles una coma, una palabra. ¡Claro! Hay veces que pienso que no tiene razón, pero tiene todo el derecho a expresarse.

—Cuando ocurre un hecho importante, ¿cómo hace usted para discernir entre todas las versiones que se le presentan, cuál es la más veraz, cuál es la más confiable?

—Yo tengo una gran confianza en mis redactores. Le creo a aquellos que me han dado garantía de sus palabras. El periodista debe tener su propia versión de los hechos, más allá de los comunicados oficiales. Los comunicados oficiales también los publicamos, pero no creemos que en ellos se recoja toda la verdad. Nosotros confiamos en las personas serias, así su versión coincida o no con las declaraciones oficiales que, a veces, pueden manipular la realidad de los hechos.

—¿Cuáles son para usted las limitaciones más grandes que tiene un periodista?

—Los periódicos enfrentan diariamente el problema de su espacio vital. Estamos delimitados, en principio, por la oficina de publicidad, donde diariamente nos marcan «el bote», es decir, el plan de armada que define el espacio destinado a la información. A partir de allí, cada jefe de sección debe escoger las noticias y decidir cómo reparte equitativamente ese espacio. Todos los corresponsales se quejan de que en Bogotá se incurre en errores centralistas. Y seguramente tienen razón, porque a veces es difícil apreciar a distancia la importancia de un material para una región en la cual uno no vive. Lo más lamentable de la economía implacable del espacio es no poder incluir suficientes buenas crónicas en el periódico. Para nosotros, la crónica es el género que mayores posibilidades ofrece para desarrollar una información con un enfoque humano y muchas veces las crónicas no han podido salir a la luz porque las noticias urgentes se imponen.

—Como cuando publicaron en varias entregas el relato del náufrago redactado por García Márquez…

—Sí, en 1955, cuando apareció en la prensa la historia del marinero Velasco, García Márquez nos dijo a José Salgar y a mí que eso era «un pescado muerto y podrido», pues el héroe ya la había contado en varios medios y había recibido mucha publicidad por ello. Con Salgar le insistimos que se reuniera con él y contara el cuento como era, pero eso resultó pendejísimo, pues el náufrago apareció, echó su historia, y ya. Publicamos un artículo sin mucho más para aprovechar, pero a los pocos días el personaje se presentó de nuevo en la redacción porque quería hacer públicas unas quejas. Para entonces, en el periódico todos creíamos que esa noticia ya estaba muerta. Sin embargo, como director, le dije a Gabo: «Trata de sacarle pelos a la calavera» y le insistimos con Salgar para que se reuniera con Velasco, lo escuchara e intentara obtener datos y testimonios nuevos. Él accedió a regañadientes. Nos dijo que hiciéramos una entrega, pero que no la firmáramos. Sacó la crónica, y a partir de la segunda entrega el tema tomó fuerza. Después vinieron las demás entregas que se convirtieron en una gran crónica que luego encontró una nueva vida en un libro.

— ¿De dónde salió el nombre Libreta de Apuntes?

—Ese nombre me lo sugirió mi papá cuando dejó de escribir y me pidió que lo reemplazara con una columna los domingos. Él me aconsejó que, durante la semana, fuera haciendo apuntes en papelitos de las cosas que se me iban ocurriendo, para luego armar la columna. Eso coincidió con la sugerencia que ya me había hecho mi amigo de Santa Marta, el capitán Ospina Navia. Y lo he venido haciendo conjugando el verbo «cronicar» en distintos tiempos y matices.

—¿Y qué temas trata en su libreta de apuntes?

—Alguien me decía que esta es mi faceta «notaligerista», un cruce entre opinión y narración, lo más parecido a un ensayo acronicado o a una crónica ensayística dividida en tres o cuatro actos. El espacio me da la libertad para, con un quiebre de cintura, cambiar semanalmente de registro, pasar de la denuncia indignada contra los corruptos a la más conmovedora declaración de afecto por un amigo, una actriz de cine o un libro, a narrar episodios felices de la infancia o locuras de juventud. Es un espacio cercano a lo autobiográfico; procuro que sea discreto, gracioso, cálido, sin darse ínfulas de nada más que de periodista curioso, vertical, lector, hijo y hombre de hogar. Recuerdo que el entonces ministro de justicia del Gobierno Turbay, Hugo Escobar Sierra, dijo que El Espectador era «un periódico de la oposición», y aproveché una de las primeras libretas para ajustar el calibre de la crítica. Palabras más, palabras menos, les dije que «si es oposición encontrar en el Estatuto de Seguridad, obra maestra del gobierno, según él y el coro que lo acompaña, defectos y peligros graves para la democracia y la libertad, y criticar sus vacíos y censurar sus excesos, pues somos un diario de oposición». Luis Tejada, el célebre cronista de El Espectador, decía que: «el mejor cronista es el que es capaz de poner el máximo de eternidad en el tiempo que pasa…».

—¿Cuáles son los principales peligros que acechan al periodismo en Colombia?

—Los terroristas han encontrado en la manipulación de la prensa un arma tan temible como sus fusiles, sus ametralladoras y sus bombas de fragmentación. Tenemos la obligación de desarmar este otro tipo de arsenal que envenena la paz. Pero no son sólo los guerrilleros los que manipulan a los periodistas y a la prensa. Existe, todos lo sabemos, la manipulación oficial y de los grupos económicos. Las tres son igualmente nocivas. La oficial, mediante los halagos y, peor aún, mediante las presiones, amenazas y sanciones. Los gremios, finalmente, quieren una prensa a su servicio, incondicional y abyecta. Los periodistas parecen peleles, o pilotos navegando en un mar minado por los inermes enfrentados y con brújulas amañadas que impiden fijar una ruta firme. Sólo la independencia, el carácter, la objetividad y el buen criterio del periodista y de los medios pueden vencer estas tormentas terribles en el nuevo mundo amenazado por todas partes de la libre información.

La prensa colombiana es una de las mejores de América Latina. Desgraciadamente, al igual que en muchas otras partes del mundo, veo grandes obstáculos para el ejercicio de la profesión. Por ejemplo, la línea difusa que se presenta entre el periodismo y la publicidad. Ahora, sí quiero hacer una aclaración. La solidez económica de un periódico es, al mismo tiempo, una defensa de su propia integridad. Si nosotros podemos pagar un buen sueldo a los periodistas, los estaremos protegiendo para que puedan resistir las tentaciones que se les presenten por el camino…

—¿Ustedes en El Espectador vivieron un caso concreto de revanchismo cuando el Grupo Grancolombiano le retiró la publicidad? ¿Qué lección sacaron de esa experiencia?

—Una persona, una empresa o un grupo es libre de anunciar o no anunciar en un medio de comunicación. Lo importante aquí es recalcar que ellos resolvieron quitarnos los avisos para tratar de silenciar nuestra investigación y eso no lo lograron porque la hemos seguido adelantando hasta sus últimas consecuencias.

—¿Pero para usted no fue muy difícil arriesgar su propia estabilidad y la de mil empleados de esta casa por esa actitud tan radical?

—En realidad no fue solo mi decisión, o la de mis hermanos Alfonso, Luis Gabriel y Fidel, con los que dirigimos el periódico. Fue la decisión de todo un equipo. Esas son posiciones ideológicas verticales que no admiten marcha atrás. El cimiento más firme de un periódico respetable es su credibilidad. Cuando un periódico pierde su credibilidad, desaparece su prestigio y se destroza el respeto que la opinión pública pueda tener sobres sus opiniones y sus informaciones. Sin credibilidad la prensa está perdida. Porque la credibilidad de la prensa lleva envueltos todos los valores fundamentales del periodismo: la ética, la responsabilidad, la veracidad, la objetividad.

—¿Cuál sería, desde su punto de vista, el principal aporte de El Espectador al periodismo colombiano?

—Creo que su principal aporte ha sido el de su carácter e independencia.  Todo lo que tenemos en El Espectador está reinvertido en el periódico, en contar con equipos y máquinas de última tecnología, en mejorar nuestra distribución, nuestros salarios. No nos hemos dedicado a crear empresas satélites por todas partes ni a ser los lavaperros de grandes grupos económicos que usan y corrompen al periodismo para destruir al periodismo. La información es un bien público y la libertad de expresión es un derecho fundamental pues es la salvaguarda de otros derechos. El periodismo, el periódico y la libertad de imprenta son todo, cuando alguno de ellos falta, el esfuerzo de transmitir honesta, objetiva y responsablemente la palabra queda comprometido y acaso herido de muerte. Hay que decir las cosas cuando todavía es posible decirlas, y cuando ya no se puedan decir, habrá que seguir diciéndolas por más adversas y peligrosas que sean las circunstancias creadas para impedir que se digan.

—Es claro que se refiere al narcotráfico…

—A este país lo que le está faltando no es plata, metálico, sino una profunda reconquista de la moral en el sector público y privado. El narcotráfico, el contrabando, la compra y venta de influencias, la mordida, el afán del dinero fácil, el alquiler del voto, nos han corrompido. Estamos presenciando el crecimiento de una generación sin fronteras morales, sin valores ni principios. Por lo más delgado se rompe la cuerda. Los capos de la mafia saben que la penetración hacia el poder político se les va a servir en bandeja de plata en las elecciones de alcaldes. Contra su poder económico no valdrá poder político alguno, sobre todo en las poblaciones pequeñas. Y de ellas irán extendiendo por todo el mapa político-administrativo la gran telaraña en la que los colombianos quedaremos enredados y prisioneros. No estamos adivinando un porvenir apocalíptico. Alertamos sobre un riesgo cierto que se podría hacer realidad en 1988 si el Estado, la justicia, las fuerzas armadas, los servicios de inteligencia, los partidos políticos y la ciudadanía incontaminada no se preparan con debida anticipación, energía y efectividad, a ganar de verdad la guerra al narcotráfico. Que hasta ahora, lamentablemente, la llevamos perdida.

—El próximo año se cumplen 100 años de El Espectador, ¿qué están haciendo para celebrar?

—Hemos reforzado secciones como Así es Colombia, para documentar las regiones y ayudar a su entendimiento, la Tele-Revista de los sábados con los avances de la pantalla chica y la farándula, Cruci-Suerte, la Revista del Campo, la Revista del Jueves, el Magazín Dominical, la colección de fascículos llamada Espectadores de 100 años, para recorrer la historia de Colombia desde el nacimiento del periódico y Espectadores 2000, un periódico semanal hecho por niños, niñas y adolescentes. El periodista del futuro debe estar cada vez más preparado para ejercer su profesión. Pero no debe perder su calidad humana. El periodista puede ser genérico —como hay drogas genéricas—, pero debe apuntar a ser un periodista de «marca» que ofrezca la mayor credibilidad posible cuando trata un tema específico, lo cual exige la profundidad de la investigación de los hechos, más allá de la superficialidad de la noticia obtenida a la ligera. Se dice que si un perro muerde a un hombre no es noticia, pero sí lo es que un hombre muerda a un perro, pero lo importante es establecer, por qué el hombre mordió al perro, cómo lo mordió y cuáles fueron las consecuencias del mordisco. Ese es el periodismo de investigación que ahonda en las causas y abunda en los efectos.

— Es bien sabido que a su correspondencia de El Espectador llegan intimidaciones, cuentan sus amigos que su respuesta es siempre la misma: ni una palabra a la familia. Ante las amenazas, ¿tienen miedo?

—El periodismo es temerario. Debe serlo. Recuerdo que hace unos años, el grupo de justicia privada del MAS puso un petardo en la entrada de donde vivía nuestra joven reportera María Ximena Duzán con su madre y su hermana, después de que ella entrevistó al M-19 para El Espectador. Apenas me enteré, pues yo era muy amigo de su familia y especialmente de su padre, salí de inmediato hacia su casa. Cuando vi a María Ximena le dije lo que he repetido en tantas otras ocasiones: «uno nunca sabe si va a volver a casa por la noche”, pero cuando uno es periodista «la casa» está más allá de los muros que nos protegen y de los miembros de la familia, un periodista entiende que su hogar es el mundo, y al ello se debe. Yo no soy más que un periodista y El Espectador no es más que El Espectador.

Cae la noche y Guillermo Cano, tras la hora de cierre de edición parte a solas de El Espectador en su camioneta, perece más un ciudadano común que el director del periódico más valiente de su época.


Diálogos: Marisol Cano / Fidel Cano / Ignacio Gómez / Lecturas: Reportaje a Guillermo Cano, Sara Marcela Bozzi en el libro Los Decanos / Una vida digna de ser vivida de Jorge Cardona, El sentido profundo de lo cotidiano de Carlos Mario Correa y Bitácora sin pierde de Maryluz Vallejo en el libro Tinta indeleble, vida y obra de Guillermo Cano / Guillermo Cano: el periodismo como misión de Javier Darío Restrepo y De mis memorias: Guillermo Cano de Gabriel García Márquez, Fundación Guillermo Cano Isaza / Prologo de Héctor Abad Faciolince en Guillermo Cano, Apuntes para siempre / Libreta de apuntes de Guillermo Cano

Léalo aquí > Archive.org


Sala de redacción de ausentes es un homenaje a los periodistas colombianos cuya labor ha sido silenciada por la violencia. Impulsada por la Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, esta campaña busca honrar la memoria de aquellos periodistas que, desde 1977 hasta hoy, han sido asesinados por realizar labores informativas en Colombia. El objetivo es revivir esas voces y explorar el impacto que tuvieron en la historia y la huella que sus ausencias dejaron en la sociedad colombiana.

Uno de los pilares de esta iniciativa son las Entrevistas imaginadas, una metodología que da vida a voces ausentes a través de diálogos ficticios basados en testimonios, lecturas y archivos. A esta campaña se suma la Asociación de Medios Impresos, AMI, y medios como El Tiempo, El Espectador, La Silla Vacía, Publimetro, La Patria, Vanguardia, El Diario, La Nueva Crónica, El Colombiano, Rutas del Conflicto, 070

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