“Yo me gané todos los golpes que me pudo meter mi marido por hacer esto. Pero lo valieron. Preferí quedarme sin esposo que abandonar mi red”, asegura Mirna Rosa Herrera. En los municipios de Timbiquí, Guapi y López de Micay, en la costa pacífica Caucana, Mirna fundó la red Matamba y Guasá. Ella, junto con un grupo de más de 2 mil mujeres, ha logrado crear una de las redes más fuertes de la zona que busca afianzar el poder político, social y financiero de las mujeres. Es un proceso de resistencia afrofeminista liderado desde las labores cotidianas, la cultura de las mujeres negras y el quiebre de las violencias machistas.
“A ver mujeres lindas, qué piensan”, repite Mirna constantemente durante las reuniones de Matamba y Guasá. Ella, que es la líder, se preocupa siempre por lograr que las voces de todas sean oídas primero, antes de que ella tome la palabra. Mirna es una mujer alta, de caderas amplias y brazos largos con los que saluda siempre abrazando. Usa ropa cómoda, para poder moverse con agilidad, y siempre decora su cabeza con un turbante de colores. Cuando canta las coplas que ella misma escribe, el espacio que ocupa se llena con una voz fuerte, que tiene el acento de la comunidad negra de la costa Pacífica, y que hoy en día usa para liderar a las mujeres de la red. Esa misma fuerza fue la que, en su momento, la ayudó a escapar de la violencia de su hogar.
La profe Mirna, como le dicen en la red, fue víctima de violencia intrafamiliar. Ella recuerda que, cuando era niña, su papá era muy trabajador “pero se desaparecía 8, 15 días porque se iba a beber. Nos dejaba a mi mamá, a mis hermanos y a mí solos y si teníamos alguna urgencia, pues le tocaba a mi mamá sola lidiar con nosotros”. Para ella, nunca fue normal que su mamá tuviera que cargar con todas las labores del hogar, y tampoco fue normal cuando ella misma empezó a ser violentada por su pareja.
“A los hombres no les gusta que las mujeres nos juntemos porque empezamos a hablar entre nosotras. Ellos dicen que es chisme, pero nosotras nos empezamos a dar cuenta de que lo que está viviendo una, la otra también lo vive. Y entonces empezamos a sentirnos como que necesitamos empezar a hacer cambios, porque lo que nos enseñaron a nosotras fue que teníamos que aguantar. Nos dimos cuenta que a todas nos decían lo mismo”, asegura Mirna.
Y, como dice ella, entre chisme y chisme se construyó la red Matamba y Guasá. Al principio fueron 480 mujeres las que empezaron a conectarse. El objetivo principal siempre fue lograr la independencia económica de las mujeres mientras se conseguía romper la violencia machista: “es que nuestros hombres son muy terribles con nosotras. A ellos los golpes les parecen normales, por eso es tan importante para nosotras que las mujeres tengan dinero, tengan poder económico, para que no tengan que someterse”, asegura Mirna.
“A los hombres no les gusta que las mujeres nos juntemos porque empezamos a hablar entre nosotras".
Entre los muchos proyectos que ha hecho la red, que han conseguido afianzar gracias a la cooperación de entidades nacionales e internacionales, está el de la siembra y comercialización de plantas medicinales y aromáticas, que les sirvió como una forma de rescatar la labor de las mujeres en los procesos de siembra, mientras lograban la independencia económica.
A este proceso sumaron después dos componentes: la siembra de alimentos y la crianza de gallinas ponedoras, lo que permitió fomentar la soberanía alimentaria. “Nosotras buscamos que siempre haya comida en el territorio, porque eso permite que las personas no tengan que migrar a buscar algo más y eso nos ayuda también a que se apropien de sus tierras”, asegura Mirna.
Además de liderar proyectos de comunicación que destacaran la identidad de la mujer negra y de buscar la recuperación ecológica de las plantas de la zona, Mirna cuenta que la Red empezó a trabajar con los procesos de reinserción de los actores armados de la región: lo hicieron para fomentar la paz en una zona que ha sido víctima constante de la guerra. Trabajaron, en compañía de distintas entidades de las Naciones Unidas, emitiendo alertas tempranas sobre la situación del conflicto armado, contando lo que implicaba compartir el territorio con grupos armados al margen de la ley, y procurando crear programas que ayudaran a que las personas tuvieran opciones distintas a la guerra.
“Me recuerdo tanto que fue un viernes 26 de septiembre de 2008. Nosotros habíamos organizado un evento con las entidades de Naciones Unidas con las que estábamos trabajando. Yo estaba en toda la coordinación, pero una amiga me contó que un hombre me había estado llamando, que tenía acento paisa. Yo me reí y le dije que la única amiga blanca que yo tenía era ella. En ese preciso momento volvió a timbrar el teléfono, contesté y me habló el comandante Joaquín Posada, del frente 29 de las FARC. Me dijo que me declaraban objetivo militar”, cuenta Mirna.
Recuerda que en ese momento no pudo parar de llorar. Sin embargo, tomó fuerzas para terminar el evento al que había convocado, que duró cuatro días. El último, que contó con la presencia de funcionarios de otros países, volaron avionetas del gobierno asperjando la región con glifosato que cayó no sólo en la coca sino en sus cultivos de pancoger: “nosotras con eso pudimos mostrarles todo lo que no estaba pasando, que no podíamos creer que nuestros cultivos, que estaban recién hechos, ya estuvieran quemados. Nos contaminaron la comida, nos contaminaron el río y a nosotros, porque claro, nos echaron esa cosa encima”, dice Mirna.
Tuvo que tener protección de un guardaespaldas por las amenazas que había recibido. Aunque le dijeron que tenía que salir del país, ella decidió quedarse: “es que aquí está mi ombligo, todo lo que soy yo. Cómo me iba a ir”, dice. Siguió trabajando a escondidas, escapándose de su guardaespaldas para volver a visitar las regiones, y lo hizo hasta que la amenaza llegó por parte de los grupos paramilitares que estaban incursionando por el río Timbiquí.
La presencia de una lucha territorial por parte de guerrillas y grupos paramilitares terminó causando que las mujeres de la red abandonaran sus actividades: “a muchas de nuestras compañeras les mataron a sus esposos y a sus hijos. También se los secuestraron, o se los llevaron reclutados. A nuestras niñas las violaron y si algún jefe decía ‘esa niña me gusta’ tocaba salir corriendo o entregarla, porque no había otra cosa que se pudiera hacer”, recuerda Mirna.
Y es que la situación de las mujeres en el Pacífico colombiano es en extremo grave. Recientemente, las noticias sobre la violencia desbordada en Buenaventura llegaron a todos los medios. Sin embargo, según el informe “Realidades Brutales. Desplazamiento Forzado y Violencia Sexual Basada en Género” de ACNUR, las mujeres y niñas de ascendencia afrocolombiana fueron afectadas de manera desproporcionada durante el conflicto armado.
“La agresión a la mujer es una forma de control, de superioridad por parte de un grupo armado ilegal y sobre todo una estrategia para apropiación del territorio, dado que generalmente la víctima de violencia sexual se ve obligada a desplazarse”, aseguran en el informe. Adicionalmente, ACNUR señala cómo, cuando la víctima sale desplazada, las probabilidades de sufrir violencia física son de un 52% y las probabilidades de ser violada nuevamente son de un 36%. Finalmente, señalan que, cuando la víctima debe quedarse, el actor armado, “el victimario entrega instrucciones precisas a la víctima y a su familia para no abandonar la casa, restringiendo la libertad de movimiento y controlando diversos aspectos de su vida bajo la amenaza de muerte”.
"Hoy en día el Estado puede crear muchas más políticas de inclusión, porque estas políticas que existen no son plenamente antirracistas".
Danny Ramírez, socióloga y analista de la Comisión de la Verdad especializada en enfoque étnico, considera que es importante ver cómo los cuerpos de las mujeres negras del Pacífico han vivido múltiples violencias. Señala que, además de ser violentados sexualmente durante el conflicto, han sido utilizados como mano de obra para la esclavitud doméstica, además de que han raptado a sus hijos para que hagan parte del conflicto armado.
Ramírez considera que la presencia del conflicto en estas zonas les ha prohibido a las mujeres negras ocupar sus territorios, lo cual les impide desarrollar “sus prácticas culturales o cosmovisión, sus prácticas de agricultura y de una vida sana en bienestar, o lo que llamamos el Pacífico, el vivir sabroso, que significa solamente la tranquilidad de poder estar en el lugar que queremos estar. Y el conflicto armado nos ha robado esto, nos ha robado la tranquilidad del día a día y nos ha sembrado la zozobra que no sabemos qué pasará mañana con nosotros y qué pasará con nuestros hijos, con nuestros esposos, hermanos, primos”.
A pesar de las amenazas que recibieron Mirna y otras compañeras, la red se recompuso dos años después: “nosotras retomamos labores tan pronto pudimos. Yo recuerdo que sentía que no se podía perder el avance que habíamos logrado, por eso fue que con amenaza encima regresamos cuando las cosas se habían calmado un poco en Timbiquí”, recuerda. Regresaron, entonces, para seguir enfrentando la violencia machista que les llegaba, también, desde la falta de políticas estatales que las protegieran.
“El machismo es en el hogar y en la sociedad. Cuando nosotras iniciamos la red, empezamos a buscar un acompañamiento desde las entidades como la Alcaldía, por ejemplo. Pero para nosotras fue muy difícil porque nos dimos cuenta que los mismos funcionarios estaban menospreciando las violencias que nosotras vivíamos”, asegura Mirna.
El 12 de enero de este año conocimos el feminicidio de Maira Orobio, en Guapi. Maira tenía 11 años, llevaba dos días desaparecida y fue encontrada desnuda y con signos de violencia sexual. El de Maira no es un feminicidio aislado. En lo que va del 2021, de los 37 feminicidios registrados hasta febrero, al menos 6 ocurrieron en el Cauca. Estos casos se suman a los 16 que ocurrieron durante el 2020 en el mismo departamento, uno de los seis con más casos en todo el país.
Desde la red Matamba y Guasá han hecho marchas, peticiones a las alcaldías locales y charlas a las mujeres de la zona para crear mayor conciencia sobre las violencias de género. Sin embargo, como dice Mirna: “nosotras hemos hecho esfuerzos, pero es muy difícil. Cuando se denunciaba violencia intrafamiliar, la acción de la institución no era eficaz. Aquí en varios casos muchas mujeres van a pedir ayuda, pero la autoridad lo que busca es lograr una conciliación con el maltratador. Por ejemplo, una mujer de nuestra red fue a denunciar a su maltratador, que en todo momento dijo que lo que quería era matarla. Y no la ayudaron. Y él la mató”.
Para Danny Ramírez es urgente empezar a crear políticas específicas para la protección de las mujeres afro, dados los distintos tipos de violencia a los que terminan siendo sometidas, no sólo por su condición de ser mujer, sino además por su raza. Para ella, esto termina de agudizarse cuando hablamos de mujeres que viven en zonas remotas del país y que, además, han vivido bajo la precariedad económica que causa el conflicto armado.
“Nosotros tenemos, a nivel de políticas, el auto 005 que busca la protección de mujeres, niños, adultos mayores y personas con discapacidad, en el marco del conflicto armado. Pero es cierto que hoy en día el Estado puede crear muchas más políticas de inclusión, porque estas políticas que existen no son plenamente antirracistas. Y por eso hay que empezar: por crear políticas que comprendan las vulnerabilidades históricas que hemos tenido las mujeres negras a partir de la práctica del racismo y la discriminación racial”, asegura Ramírez.
La de la Red y la de Mirna es una lucha que se ha construido desde el poder de las mujeres. Sin embargo, ella no se identifica como feminista, sino como afrofeminista: “a mí no me gusta mucho eso del feminismo, sobre todo cuando viene de las ciudades, porque muchas veces estas prácticas vienen como imposiciones y no tienen en cuenta nuestra realidad”, asegura Mirna.
A esta visión se suma Danny Ramirez, que además agrega que: “cuando nosotras como mujeres negras decimos que no nos sentimos identificadas plenamente con el feminismo es porque en el momento en que hemos tenido que abanderar las luchas colectivas, ahí hemos estado. Pero en el momento en que se trata de luchar por lo nuestro, las demás feministas nos han dejado solas. Por eso es que nosotras no hablamos de feminismo, sino de afrofeminismo”.
“Yo, ahora, sé que soy una mujer feminista. Sin embargo, cuando iniciamos, nosotras no hablábamos de eso: nosotras sólo queríamos defendernos. Hoy en día nosotras lo que pedimos a otras mujeres de otras zonas es que, tanto como nosotras estamos luchando por nuestros territorios y por nuestras sociedades, ellas vengan a acompañarnos en nuestras luchas, pero respetando nuestras formas de ver las cosas”, asegura Mirna.
Para Ramírez es necesario reconocer que deben existir y consolidarse una amplia variedad de feminismos, que cada uno responda a las particularidades del grupo que lo protagoniza. “Nosotras no decimos esto para entrar en discusión ni en competencia con otras mujeres, simplemente las experiencias negras siempre serán diferentes a las de las demás, porque recibimos represión por muchas condiciones. Y eso debe ser reconocido”.