Las paredes todavía gritan Alison: violencia sexual en el Paro

A un año del Paro Nacional no ha habido justicia para las víctimas de violencia sexual. Por el contrario, el camino que deben recorrer para encontrarla es doloroso y solitario.

por

Lina Vargas Fonseca


28.04.2022

Ilustración: Laura Ramos

La violencia sexual no se reduce a una penetración. 

La violencia sexual incluye tocamientos indebidos, manoseos, golpes en los senos o en los genitales, insinuaciones, marcas en el cuerpo, amenazas de violación, hostigamiento, insultos, agresiones y burlas con contenido sexual, desnudos forzados completos o parciales y acoso. Es también una forma de violencia basada en género, que es aquella ejercida contra las mujeres por el hecho de serlo y contra personas diversas y disidentes de género. 

Esa definición tan sencilla no se ha entendido. No la entendieron integrantes de la fuerza pública ni algunos manifestantes durante el Paro Nacional de hace un año. Tampoco parecen entenderla hoy las instituciones estatales encargadas de acompañar y garantizar justicia a las víctimas. 

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Quizás eso explique las diferentes cifras sobre hechos de violencia sexual ocurridos durante el paro. En junio de 2021, doce organizaciones de mujeres y feministas entregaron un informe al respecto a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Allí mencionan que, entre el 28 de abril y el 2 de junio de 2021, la Campaña Defender la Libertad: asunto de todas registró a 491 mujeres víctimas de violencias policiales en el país y 29 casos de violencia basada en género, incluida violencia sexual. Por su parte, al 19 de mayo, Temblores ONG documentó 27 hechos de violencia sexual y en su reporte más reciente el número ascendió a 35. 

Al finalizar el año, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos presentó un informe en el que cuenta a 60 víctimas de violencia sexual, presuntamente agredidas por policías en las manifestaciones. Dieciséis de ellas estaban en Bogotá, 80% eran mujeres y 18% menores de edad. 

La ONU cita el reporte de la Defensoría del Pueblo de 112 casos de violencia basada en género presuntamente por parte de integrantes de la policía y el Esmad y 27 de violencia sexual cometidos antes del 4 de junio: cinco de ellos de acceso carnal violento. Además, menciona 17 casos de violencia basada en género reportados por la Fiscalía, así como la declaración del Gobierno de no haber recibido ninguna llamada en su línea de orientación 155 relacionada con violencias en los días de protesta social.  

Mónica Revelo tiene 21 años, es estudiante de la Universidad del Cauca y fundó, con otras compañeras, un movimiento feminista no mixto llamado Insurrectas, con presencia en universidades de Popayán, Cali, Pasto y Santander de Quilichao, cuya línea de acción es el escrache en situaciones de violencia sexual. Ahora recuerda eso que le contó una amiga; eso que pasó con un agente del Esmad cuando él la vio sola en la calle, luego de haber participado en una marcha en el barrio La Paz de Popayán, entonces sin luz y rodeado de fuerza pública. El agente le dijo: “¿Usted qué hace a esta hora acá? Por eso les pasa lo que les pasa”. Y ella: “Yo no estoy hablando con usted, no me dirija la palabra”. Y él: “Pero yo sí estoy hablando contigo, mírame, que hasta bonitos ojos tienes”. Ella se adelantó unos pasos hasta donde estaba una defensora de derechos humanos y lo acusó: “Este me está acosando”. Y el agente: “¿En qué momento? Ni que fuera bonita, las mujeres sí son muy perras…”. 

El hecho de violencia sexual no fue denunciado. “Me lo contó mi amiga a modo de chisme”, comenta Mónica. “Esas historias se quedan en la anécdota porque uno dice: ¿qué se puede esperar de un policía? Nada. Así que natural”.

***

Aún con un subregistro que podría ser enorme (lo que se conoce es la punta del iceberg, insisten las fuentes consultadas), existen características comunes en los casos de violencia sexual registrados durante el paro. La defensora de derechos humanos y secretaria técnica de la Campaña Defender la Libertad, Paulina Farfán, señala que se trató de un escenario público de exigibilidad de derechos y que, en ese sentido, las agresiones por parte de la fuerza pública tenían la intención de castigar y aleccionar. Además, entre el 60% y el 80% de las víctimas de violencia sexual son mujeres, lo que supondría que el castigo fue una forma de intimidarlas por asumir liderazgos en la movilización y posicionar una agenda feminista. 

“Eso muestra lo que podríamos llamar una cultura de la violación al interior de la policía: una institución patriarcal que ve la violación como normal o no condenable” — Emilia Márquez

Emilia Márquez, directora del área de género y sexualidad de Temblores ONG, enumera otros aspectos: los hechos solían darse entre las cuatro de la tarde y las diez de la noche. Muchas víctimas eran mujeres jóvenes. Aunque la violencia verbal basada en género (el muy común: “¿Qué hace acá? Váyase a la cocina”) sucedía en público, las personas agredidas con violencia sexual eran separadas del grupo y trasladadas a un espacio que Emilia define como privatizado. “O sea, donde de repente no estoy a la vista de todo el mundo, sino en un carro de la policía, un CAI, una estación o en el Centro de Traslado por Protección: espacios inseguros para cualquier mujer o persona identificada como un cuerpo feminizado por los policías”. Por último, Márquez subraya la frecuencia con la que los agresores actuaban en grupo y cómo algunos cumplían un rol cómplice, encubridor y en ocasiones celebratorio de la violencia sexual. 

“Eso muestra lo que podríamos llamar una cultura de la violación al interior de la policía: una institución patriarcal que ve la violación como normal o no condenable”, explica.    

El traslado por protección, la figura creada en el Código de Policía y Convivencia para proteger a ciudadanos que pongan en riesgo su vida o la de terceros, preocupa a varias personas entrevistadas, entre esas, Carolina Solano, subdirectora del área de Justicia de Sisma Mujer, una de las organizaciones que elaboró el informe para la CIDH. “Toda detención o traslado por protección conlleva unas obligaciones en el trato hacia las mujeres, pero las mujeres no nos sentimos cómodas en los espacios de detención, controlados por hombres y con procedimientos que generan vulnerabilidad y riesgo de violencia sexual. Allí se hacían tocamientos, comentarios y amenazas”, dice Solano.  

Y como no se entiende —o no se quiere entender— que la violencia sexual va más allá de la penetración, ante cualquier acusación la respuesta de las autoridades es: acá no pasó nada.  

Y ese “acá no pasó nada” se extiende hasta el que quizás sea el mayor obstáculo para encontrar justicia: las fallas en la tipificación. Un tocamiento, un desnudamiento forzado o incluso una penetración durante una requisa pasan a ser, de súbito, abusos de poder o un acto de servicio. “Todas esas cosas permean al agente judicial que tiene que tipificar lo que pasa y decir quién lo va a investigar”, dice Emilia Márquez.

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Muchas víctimas no quieren denunciar. 

Piensan: lo que pasó no es importante, o nadie me va a creer, o es una exageración, o lo tramito después. Paulina Farfán, de la Campaña Defender la Libertad, habla del miedo que pueden tener hacia posibles represalias de la fuerza pública, del desconocimiento de las rutas de atención psicosocial y jurídica que brindan algunas entidades y de cómo se enseña a callar cosas así. 

Otras prefieren denunciar ante organizaciones civiles, que suplen la labor del Estado, medios de comunicación o publicar en redes sociales. Mónica Revelo, del Movimiento Insurrectas, defiende el escrache como una reivindicación social, pero también advierte que es desgastante, que quienes lo emprenden reciben —de nuevo— todo tipo de críticas, insultos y amenazas, y que, después es aún más difícil seguir una denuncia institucional o judicial. 

Y hay quienes optan por los órganos de justicia. Una decisión avezada porque, como detalla Temblores ONG en el informe Bolillo, Dios y Patria, sobre hechos de violencia policial cometidos entre 2017 y 2019, en 2,2% de casi 40 mil casos se abrió una investigación formal y solo el 0,02% obtuvo un fallo. “No hay acceso a la justicia para estos casos”, explica Emilia Márquez. “Es muy difícil que las víctimas logren que su caso sea atendido con un enfoque de género, que no las revictimice, y que se tipifiquen bien los tipos de violencia”. 

“No tenemos información de qué ha hecho el Estado. No se conocen sanciones disciplinarias o penales contra miembros de la policía, no hemos visto rutas al interior de la policía y nunca tuvimos conocimiento de los resultados del grupo de género que se creó en la Fiscalía” — Carolina Solano

En el sistema judicial los procesos son largos y es casi imposible llegar a una condena, las audiencias se aplazan, se pide relatar el hecho una y otra vez, se usan como evidencia física pruebas absurdas. A todo eso, Márquez y Solano añaden el riesgo de que el caso termine en manos de la justicia penal militar, donde es aun menos probable que haya un fallo a favor de las víctimas.

Este es un fenómeno que se extiende a otros casos de violencia policial. Entre los cerca de 40 mil registrados por Temblores ONG apenas ocho lograron una condena penal y de los 5.340 en el marco del paro, ninguno ha obtenido un fallo condenatorio. En Bolillo, Dios y Patria se lee: “En Colombia, las personas que denuncian violencia policial frecuentemente se ven involucradas en largas batallas judiciales en contra de un Estado que, lejos de preocuparse por conocer la verdad y ofrecer reparación y garantía de no repetición a las víctimas de sus crímenes, se preocupa más por limpiar el nombre, el honor y la honra de la institución y así legitimar sus acciones”.

Además, según el informe de las organizaciones de mujeres y feministas para la CIDH, no hay certeza de cuántas investigaciones por violencia sexual durante el paro se han iniciado. Solano dice que, un año después: “No tenemos información de qué ha hecho el Estado. No se conocen sanciones disciplinarias o penales contra miembros de la policía, no hemos visto rutas al interior de la policía y nunca tuvimos conocimiento de los resultados del grupo de género que se creó en la Fiscalía”. 

Cerosetenta contactó a la Oficina de Derechos Humanos de la Policía Nacional para conocer el trabajo que la institución realiza en esta materia, en particular desde el enfoque de género, pero hasta la publicación de esta nota no obtuvo respuesta. 

***

Hacia las nueve de la noche del 12 de mayo, en el sector de La Chirimía, al sur de Popayán, cuatro personas (tres menores de edad), que no participaban en la movilización social, fueron detenidas por agentes del Esmad y del Grupo Operativo Especiales de Seguridad. Los agentes lxs rodearon, golpearon en los genitales a uno de ellxs, los amenazaron e insultaron. Al percatarse de que eran menores de edad, decidieron llevar a Leninth Alexis Herrera a una URI y a Emily López “a otro lugar” y, una vez en la moto, un integrante de la fuerza pública se dirigió a ella con intimidaciones sexuales como “Qué rico lamerla”. Emily se lanzó de la moto para abrazarse a un defensor de derechos humanos que vio en la calle, pero al advertir el riesgo para el defensor, se soltó y fue conducida a la URI donde, después de una hora y media, fue entregada a su madre. 

Entre tanto, Alison Salazar, la tercera menor de edad de 17 años, fue aprehendida por agentes del Esmad mientras grababa con su celular las confrontaciones entre manifestantes y policía. Consciente de la arbitrariedad de la situación, Alison se negó a ser retenida, por lo que cuatro agentes la tomaron de las extremidades para arrastrarla hacia la URI, aun cuando ella alegaba que la estaban desvistiendo. Horas después, tras ser llevada a la URI, liberada y de vuelta a su casa junto a su abuela, Alison escribió en su cuenta de Facebook: “Me manosearon hasta el alma”. Al día siguiente se suicidó.

Así se reseñan los hechos en un informe elaborado por la Coordinación de Organizaciones Sociales del Cauca del 2021.

Esa noche en la entrada de la URI estaba la abogada y defensora de derechos humanos Lizeth Montero verificando la liberación de lxs menores de edad. Desde el 12 de mayo de 2021 ella ha acompañado a las familias -que atraviesan una situación económica y psicosocial muy difícil- y asesorado a lxs abogados que llevan los casos de Alison Salazar, Leninth Alexis Herrera y Emily López, víctimas de violencia sexual y violencia basada en género en el Cauca durante el Paro Nacional. 

  “¿Irregularidades? Todas”, dice al teléfono Montero sobre lo que sucedió esa noche. Nunca apareció un defensor de familia, dice, la detención fue injustificada, la conducción a la URI no cumplió ningún parámetro de derechos humanos, el celular y la maleta de Alison desaparecieron. Tampoco se permitió entrar a la URI a una defensora mujer, por el contrario, integrantes del Esmad las alejaron a ella y a una compañera hasta la mitad de la calle. La abogada asegura que existió un evidente enfoque de género en la situación. 

“Todo fue simultáneo”, recuerda. “Emily salió primero. Tomamos sus datos y grabamos un video. Luego salió Alison, pero no quiso hablar con nadie. Llegó con su abuela a la esquina y tomaron un taxi. Y al día siguiente ocurrió lo que ocurrió”. Ese mismo día, el 13 de mayo de 2021, el Comandante de la Policía en Valle del Cauca, Cauca y Nariño, brigadier general Ricardo Alarcón, tildó la denuncia como una “mentira infame”. 

Lizeth Montero —que en el último año ha sido llamada mentirosa, recibió una tutela por violación al buen nombre y al derecho al trabajo de la policía, y fue amenazada en un panfleto firmado por las Águilas Negras—, dice que hoy el mayor avance del caso de Alison Salazar es un llamamiento a juicio en la investigación disciplinaria que lleva la Procuraduría. En lo penal, por otro lado, se imputaron cargos a los agentes del Esmad por tortura, no violencia sexual, dice la abogada. En el caso de Emily López aún no ha habido imputación. 

***

En paralelo, van saliendo a la luz casos de violencia sexual ejercida durante el Paro Nacional por manifestantes contra otrxs manifestantes. Una de las víctimas, que prefiere omitir su apellido, tiene 22 años, se llama Bryan y estudia en la Universidad del Cauca. Allí, en un campamento humanitario levantado por estudiantes y organizaciones de derechos humanos, Bryan fue víctima de abuso sexual por parte de dos personas que integraban una plataforma en defensa de los derechos de la población LGBTIQ+. 

“Estaba sintiendo de manera muy fuerte lo que pasó. Todo el tiempo tenía esa sensación en el cuerpo que tuve después del abuso. La repetía en mi cuerpo y en mi mente aunque ya no la tuviera» — Bryan

Lo que siguió fue un camino largo, doloroso y solitario de denuncia, primero a través de un comunicado publicado en redes sociales por el Movimiento Insurrectas, y luego un proceso penal. Bryan, además, recibió críticas porque su denuncia “deslegitimaba al movimiento social y estudiantil” y tuvo que soportar que sus dos agresores continuaran asistiendo al campamento en la universidad. 

Por eso ahora cuenta: “La visión general es que los victimarios son los tombos. Son los que abusaron sexualmente de Alison, lo que en buena medida la llevó a suicidarse. Yo sentía que efectivamente estaba yendo contra los intereses políticos del movimiento por denunciar esas cosas. Pero después de lo que pasó yo no quería ser el que se aislara, el que se alejara de los espacios y los amigos. Los que se tenían que ir eran ellos”.  

En busca de una justicia en la que, sobre todo, se conozca la verdad, Bryan lidió con una entrevista de dos horas en la Fiscalía de la que salió agotado emocionalmente y cuya transcripción está llena de imprecisiones. Al día siguiente una médica en Medicina Legal lo hizo repetir los hechos. En una EPS, donde recibió atención psicológica un mes y medio después de haberla solicitado, la psicóloga minimizó la importancia de su estado emocional después de los hechos. Además, conoció a su abogado defensor en la primera audiencia, de la que no fue notificado. La siguiente audiencia está programada para el próximo 20 de julio. 

“Estaba sintiendo de manera muy fuerte lo que pasó. Todo el tiempo tenía esa sensación en el cuerpo que tuve después del abuso. La repetía en mi cuerpo y en mi mente aunque ya no la tuviera. Y también tenía dificultad para dormir. Fueron épocas muy duras”, dice Bryan, que hoy continúa buscando una atención psicosocial digna y respetuosa. 

Tampoco fueron épocas fáciles para el Movimiento Insurrectas, que acompañó el caso de Bryan. Mónica Revelo cuenta que recibieron críticas: las llamaron inquisidoras, violentas, les exigieron pruebas, dudaron del anonimato del denunciante. Fue, dice, “Una resistencia de las mujeres dentro de la resistencia”, y recuerda a otra de sus compañeras a quien un muchacho de la primera línea en Popayán le dijo: “Con esas piernas tan ricas, mejor quítate de aquí”. 

Sin embargo, ella nota un cambio. Dice que el Paro Nacional fortaleció la agenda feminista y que en una ciudad de fachadas tan blancas como las de Popayán hubo días en los que las paredes quedaron pintadas de morado, rayadas con rabia, y que hoy siguen así: rayones acusando a abusadores sexuales, frases contra el “Estado violador”, y también el nombre de Alison Salazar, para no olvidarla. 

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