La Universidad de los Andes contra la Universidad de los Andes (II)

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por

Lucas Ospina


04.01.2017

Parte I > https://cerosetenta.uniandes.edu.co/la-universidad-de-los-andes-contra-la-universidad-de-los-andes-i/

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4. Una de las más claras tradiciones uniandinas

El pasado en presente: durante las vacaciones de mitad del año 1971, el entonces rector de la Universidad de los Andes, Álvaro Salgado, aprovechó el receso de clases para anunciar el cierre de nuevas inscripciones al programa de Bellas Artes. La reacción no se hizo esperar, el decano de la Facultad de Arquitectura presentó su renuncia y cerca de cuarenta profesores e investigadores de la Facultad de Arquitectura y Artes se reunieron en Asamblea General el 2 de julio y enviaron una carta abierta al rector, al Consejo Directivo y a la prensa, criticando las políticas de la gerencia universitaria. Cinco días más tarde, y después de recibir una carta de los estudiantes en apoyo a sus profesores, el presidente del Consejo Directivo de la Universidad de los Andes, el empresario Hernán Echavarría, respondía a la misiva con otra, publicada en el periódico El Tiempo: “Lamentamos que ustedes hayan optado por hacer públicos los desacuerdos, contrariando así una de las más claras tradiciones uniandinas, cual es la de tramitar dentro de nuestra propia institución las naturales diferencias que surgen en la vida universitaria”.

Echavarría, junto a los otros miembros de ese Consejo, hoy llamado Comité Directivo, que siempre ha estado compuesto por hombres vinculados a la industria y el comercio (¿“heteropratriarcal” según Chompos?), daba argumentos económicos para explicar el cierre de Bellas Artes. La argumentación del directivo era una falacia económica para camuflar el miedo que le producía a la administración universitaria este y varios focos de crítica y autocrítica presentes en varias unidades de la universidad. Bellas Artes fue solo el chivo expiatorio para mostrar que criticar, autocriticar y, sobre todo, hacerlo en público, era una causal de expulsión y exclusión. Más adelante vinieron otras administraciones, otros rectores, nuevos estudiantes y profesores, volvió el arte a la universidad, pero el fantasma del cierre de las “Bellas Artes” sigue rondando y asustando, es parte del aprendizaje invisible que imparte esta institución.

Esta historia, contada así, con pelos y señales, está en la Historia de la Universidad de los Andes, la versión oficial que editó y publicó su editorial en 2008 para celebrar sus 60 años de fundación (se complementa en el relato De la represión como una de las Bellas Artes publicado en la revista estudiantil REC). Hoy, luego de la Constitución de 1991, pasado este 2016 en el que hemos vivido estúpidamente y que marca el comienzo pleno de un periodo cíclico, nos damos cuenta de que fuerzas que creímos estaban de salida, siguen aquí, nunca se han ido. Este ha sido su año, dejaron su estado embrionario de criptofascismo, capturando a una amplia audiencia y dando más poder a actores que fascinan en la escena vital y política: Brexit, Golpe de Estado en Brasil, el NO del Plebiscito, el ascenso de Trump, el Plebiscito en Italia, el delirio criminal de la presidencia en Filipinas. La respuesta de las élites ante este estado de cosas solo ha mostrado su ensimismamiento y su propio desconcierto (ver Desigualdad: El desconcierto de las élites de Daniel Innerarit).

En el microcosmos universitario esta fuerza regresiva y reaccionaria parece estar vigente. El caso de Carolina Sanín confirma que esa “clara tradición uniandina” está tatuada en el currículo oculto de la institución.

5. Yo te acuso

Uno de los documentos usados y con mayor peso para justificar el “NO” a Carolina Sanín, la apertura del proceso y el despido por “causa justa” es una carta firmada por un “Grupo de Profesores de la Facultad de Artes y Humanidades”, fechada el 21 de noviembre, que parafrasea la comunicación del 9 de noviembre del rector. A estos profesores no le bastó la crítica pública a Carolina Sanín que había hecho la máxima autoridad de la universidad tres semanas antes, sino que recurrieron a una de “las más claras tradiciones uniandinas” para “tramitar dentro de nuestra propia institución las naturales diferencias que surgen en la vida universitaria”.

Los profesores optaron por una práctica de delación —cercana a la empleada en los juicios de los regímenes fascistas y durante el macarthismo— antes que ventilar sus diferencias en público y dar la cara ante sus otros colegas y estudiantes. Esta muestra del aprendizaje invisible que profesan estos profesores, no incluye, en este caso, el diálogo, la discusión, el acuerdo con la profesora Sanín en las instancias propias del Consejo de Profesores, en la Dirección del Departamento de Literatura, en la Decanatura de la Facultad de Artes y Humanidades, en la Vicerrectoría Académica o buscar una mediación con la Obdusperson. Decidieron que con la ley basta. Aquí resulta insalvable citar uno de los principios de los Fundadores de la Universidad de los Andes: “Quienes solo hacen por sus semejantes aquello a que la ley los obliga, no están cumpliendo a cabalidad sus deberes, ni son buenos ciudadanos, ni merecen la estimación y el respeto de los demás”.

En la carta, los profesores tampoco acogen la filosofía del reglamento de su propia facultad, un texto que ellos mismos redactaron y aprobaron hace unos meses, y que contempla la actividad de ese “profesor creador” con que contaba la  de 15 profesores de planta del Departamento de Literatura: “El profesor creador tiene derecho a la libertad de expresión en su manifestación artística; a elegir libremente su tema de trabajo, su repertorio, medio de expresión, técnicas y demás factores definitorios de la obra; a exhibir o difundir su producción en los espacios que considere pertinentes”.

Al analfabetismo político de estos docentes se puede sumar un mandato que omiten o desconocen, el de la Sentencia T-060/02 de la Corte Constitucional donde es claro que el lugar de trabajo de un profesor puede ser parte de su repertorio temático, una custodia legal a la crítica y consecuente autocrítica como parte inherente al proceso educativo: «las libertades de pensamiento, de expresión y de participación política, pueden tener manifestación en la exteriorización de criterios orientados a cuestionar un determinado proyecto educativo, la administración del mismo, las orientaciones que emiten las directivas de los centros educativos y a promover alternativas, tanto académicas como administrativas».

6. Vergüenza, miedo y tristeza

“Si les importamos tanto, nosotros, los estudiantes

Habría sido obligatorio tenernos en cuenta en lo importante

Preguntarnos qué sabemos y cómo nos han enseñado

Y creo que hubieran oído cosas que no son de su agrado:

Que con Carolina aprendimos más de un millón de cosas

Que le agradecemos siempre, sobre todo, por su prosa,

Pues con su prosa mejores lectores pudimos ser

Y así, los ojos abiertos, un mundo y otro pudimos ver.”

—Poema (o versos rimados) no pedido para la Universidad de los Andes / Daniela Maldonado

La carta del “Grupo de Profesores de la Facultad de Artes y Humanidades” que denuncia a Sanín ante el rector muestra con su acción una grave disociación entre la teoría y la práctica, da cuenta de una labor inane de profesar a los cuatro vientos un amor por el arte que luego, frente a la práctica, no se reconoce ni negocia, se evita, se excluye del ámbito claustral de la retórica.

Posturas académicas de esta índole son las que convierten el arte en una exquisitez elitista, zona de comodidad para letrados que se doctoran y posdoctoran, ganan fama y puntos con acciones y textos indexados que rebosan de lirismo en paz y posconclicto. Y mientras “hacen carrera” también hacen sus guerritas para autoperpetuarse en jerarquía, en bonificaciones, en la poltrona del “usted no sabe quien soy yo”, en conflictos vindicativos y en cargos directivos, y así, con sus actos poco piadosos en la práctica, le restan al arte, precisamente, ese poder comprensivo sobre la vida cotidiana con que podría combatir la anestesia que conduce a tantos actos de violencia. Si no son “Bellas”, no habrá arte.

Estos profesores antepusieron el “espíritu de cuerpo” al espíritu crítico, privilegiaron la mezquindad que surge de lo gregario y que cohesiona al rebaño humano en la ficción morronga de un enemigo externo ante el cual hay que cerrar filas. Los profesores intentaron redactar un solemne “Yo acuso” pero solo les salió un infantil “yo te acuso”.  Y si esta fue la acción de estos profesores con la artista más visible que tenía en su nómina el Departamento de Literatura, ¿qué se puede esperar de ellos como interpretes del arte?

Situaciones como esta hacen pensar que este malestar puede ser extensible a otras unidades académicas de la Universidad de los Andes, tal vez esta solo sea la punta el iceberg y haya muchos otros casos ocultos de malestar y desconfianza a lo largo y ancho del campus. La respuesta oficial al “comportamiento” de Sanín es tan desmesurada e implacable que muestra un alto grado de inseguridad en las personas implicadas en su despido. ¿A qué le teme la Universidad de los Andes? ¿Qué defiende?

Julieta Lemaitre, profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, hace poco, en la entrada Lo que pasa en los Andes de su blog en La Silla Vacía, dijo que una respuesta posible “es la emergencia de un cambio de época que profesores y autoridades tratamos de ocultar. El mundo en el que surgió los Andes, y en el que ha llegado a ser hoy la tercera universidad del país, y la primera de las universidades privadas, está quizá a punto de dejar de existir. Los Andes es después de todo una institución creada por elites económicas que abrazaron el ethos del Frente Nacional, y que le apostaron a la ciencia y las ideas de modernidad y progreso como antídoto a la violencia. Es una institución liberal en el sentido más amplio y no de partido, y que como liberal le ha tenido siempre temor a la política de masas. No al poder, por supuesto, sino a la política como confrontación y odios, como marchas masivas, y tomas, y peleas. Es una institución que por lo general ha creído que en política, lo mejor es no hablar de eso”.

El valor de la matrícula de la Universidad de los Andes para el año 2017 es de $15.402.000. Hay universidades que puntean igual, por debajo o por encima a los Andes en las publicitadas loterías de medición nacional e internacional, esas instituciones también cuentan con campus en constante crecimiento, buenos profesores y grupos de investigación, creación y producción, y pequeñas, medianas y grandes iniciativas que tienen incidencia en la vida nacional. Así las cosas, ¿qué justifica pagar aquí, en la Universidad de los Andes, una, dos, tres, cuatro o cinco y muchas veces más que en otros centros de educación superior con características semejantes? ¿En qué se diferencia esta universidad de las otras?

Resulta paradójico que un proceso contra una profesora, que abogaba por la afectación que ella le hizo al “buen nombre de la universidad”, por “atentar contra los derechos y dignidad de los estudiantes” y por “atentar contra la convivencia de los miembros de la comunidad uniandina”, haya producido una reacción institucional que, injusta en su proceso y resultado, genera un escándalo de recordación amplia y perdurable, y le trae a la Universidad de los Andes más, mucho más oprobio, de lo que algunos guardianes universitarios pretendían paliar con vigilancia y castigo: mal nombre, irrespeto a los estudiantes y un atentado para la convivencia.

Más de 80 estudiantes —en periodo de vacaciones— y egresados del Departamento de Literatura han redactado y firmado de nuevo una carta en la que dan cuenta de lo buena profesora que es Sanín. Otros estudiantes de la Facultad de Derecho han sido entrevistados por El Espectador y han pasado de la teoría a la práctica para dejar constancia de su desacuerdo con la acción que tomó la universidad. Varias personas han firmado una carta abierta de repudio por el despido de Sanín y la han dirigido al rector y la Consejo Superior (ver Miembros de Uniandes envían carta de repudio al Rector por despido de Carolina Sanín).

Otros profesores se han manifestado en Asuntos Profesorales, la red cerrada dispuesta por la universidad que sirve como foro para los docentes. Uno de ellos, un profesor de Derecho, inició el hilo de discusión sobre este caso y señaló cómo “la decisión que se tomó no estuvo a la altura de la misión de la universidad y envía un mensaje negativo e intimidatorio a la comunidad que hace parte de ella”. Otro profesor de la Facultad de Economía estuvo de acuerdo y señaló que ahora encuentra una mayor “dificultad para construir una estrategia de reflexión y acción para una mejor convivencia entre los miembros de la comunidad, basada en el respeto y el cuidado del otro”. Otro profesor de Educación propone que se revise la decisión para que el proceso siga “el camino que debería haber tomado desde un principio: el especificado en el Estatuto Profesoral”. Un profesor de Arte dice que siente “vergüenza, miedo y tristeza por el despido de Carolina Sanín”.

En este foro, al que tienen acceso más de 600 profesores de planta, ninguno de los profesores que denunciaron a Carolina Sanín ha participado para sustentar o discutir su posición con los argumentos que enviaron al rector o para refutar a los que han hablado. Tampoco lo ha hecho la inmensa mayoría de los más de 150 profesores que antes apoyaron a esta profesora cuando se denunció la “Violencia de género a miembros de la universidad”. Razones de interés, indiferencia, apatía o escepticismo son comprensibles, pero pareciera que para estos profesores la “ciudadanía activa y responsable” o “la solidaridad, la empatía y la construcción de una cultura del cuidado del otro” que invocaban para un caso de violencia no se extiende a otro caso que los vincula en igual o mayor grado pues, como lo decía la actual decana de la Facultad de Derecho en su época de relatora, “La libertad de expresión es el derecho que permite defender otros derechos”.

A Voltaire en una biografía le inventaron una frase: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo». El dicho altisonante al parecer tiene sus limitaciones en el mundo laboral y parece extenderse a la esfera académica: “Estoy en desacuerdo con lo dices, pero no defenderé con mi trabajo asalariado tu derecho a decirlo”.

La única respuesta oficial de la administración de la Universidad de los Andes a los cuestionamientos que han surgido luego del despido de Carolina Sanín proviene “del despacho de la jefatura de relaciones laborales”. Se trata de un comunicado que mezcla la jerga del código jurídico con un recuento cancilleresco del caso y donde la unidad administrativa le recuerda a lo académico, a los profesores o empleados, el deber de “armonizarse”: “la Universidad representa un proyecto colectivo, con fines comunes y acciones concertadas, en donde las aspiraciones profesionales y académicas individuales de los profesores deben armonizarse de manera constructiva con los compromisos colectivos de la Institución”.

¿Con qué cara los profesores de esta universidad enfrentaremos a los estudiantes y al resto del país, y hablaremos en clases, textos y foros de ser críticos y autocríticos, de ser justos, de pasar de la teoría a la práctica, de tener valor y de alentar a los que lo tienen ante el conflicto y el posconflicto, de construir paz, si dejamos pasar esta violación a los derechos de una persona en nuestro propio campus? ¿Tendrá valor la Universidad de los Andes para enfrentarse a la Universidad de los Andes? La Universidad de los Andes es ejemplo para otras instituciones en muchos aspectos, uno solo esperaría que los otros espacios académicos —con problemas semejantes, similares y diferentes— aprendan de este tipo de situaciones y que, como centros de educación y conocimiento, no los repitan (ver ).

7. Carolina Sanín

Muchos no soportan a Carolina Sanín, le endilgan todo tipo de adjetivos reduccionistas y la despachan con un trino. Pocos de sus más acérrimos críticos se han dado la oportunidad de leerla de vez en cuando en su página de Facebook donde publica con frecuencia con distintos tonos, estilos y formas narrativas que le han ganado más de veintemil lectores que la siguen, en las columnas y ensayos que produce en varios medios con regularidad, o en sus novelas. Ellos, los que odian a Carolina Sanín, están en todo su derecho a no leerla, a criticarla, a insultarla —sin amenazarla—, pero deja mucho que desear que, en este caso, sus antagonistas no sean capaces de superar la antipatía y reconozcan que la misma libertad que usan para refutarla es el derecho mismo que está aquí en juego y en peligro (ver Una corta clase sobre el insulto: de Maluma a Carolina Sanín de Richard Tamayo).

¿De verdad piensan que todo esto es solo sobre Carolina Sanín y la Universidad de los Andes? Lo mismo habrán dicho cuando el periódico El Tiempo le canceló a Claudia López su espacio como columnista del impreso por criticar a la Casa Editorial de El Tiempo en una columna de opinión, o cuando la familia Araujo intentó demandar por injuria a Alfredo Molano por criticar en una columna de opinión a la poderosa familia Araujo y afectar su “buen nombre” (el proceso judicial lo ganó el escritor y el caso sentó un precedente legal). “Cosas de López”, cosas de una “mujer histérica”, o de un “guerrillero camuflado”, “un resentido”, las típicas frases del cajón de la malquerencia colombiana: “es que uno no patea la lonchera”, «uno no muerde la mano que lo alimenta»,  “si le pasó, algo habrá hecho”, o los clásicos “es que dio papaya” o el «calladita te ves más bonita».

Para cerrar, una publicación de Sanín, de un solo párrafo, que da cuenta de sus cinco años como profesora en la Universidad de los Andes (cincos años que se suman a los cinco que pasó ahí antes como estudiante del pregrado de Literatura). Se trata de un ejercicio pleno no solo de la libertad de expresión sino de lo que ella hizo con la libertad de cátedra para cuidar y construir una mejor vida universitaria (que benefició a los estudiantes que son “escritores”). Actitudes así pueden servir de guía a una nueva generación que, luego de este bizarro 2016, tiene que negociar si se adapta o no a muchos de los contratos que otras generaciones han sido incapaces de revocar y que, al contrario, se renuevan una y otra vez por acción y, sobre todo, por la omisión vergonzante, miedosa y triste de tantas personas que dicen ser “buenas”:

“Lo que pasa es que yo no creo en el patrón. Aunque tratara, no podría. Nunca he creído que la gente libre (o sea, toda la gente) deba tener patrón. Creo que nadie debería tener más patrón que su conciencia, su tradición y la ley. Y tampoco creo en la otra acepción de «patrón». No creo que haya un patrón según el cual todos debamos ser moldeados o recortados. Y como creo eso, escogí trabajar en la academia. Porque en la academia no había, me dijeron, «patrones». Enseñé durante 5 años en una universidad pública de Estados Unidos, y así era: sin patrón. No como en una fábrica. No con patrones ni patrones, sino con la seriedad de enseñar y aprender y escribir y punto. Cuando regresé a Colombia, desde el comienzo, me impresionó en la Universidad de Los Andes el miedo al patrón, el miedo a la libertad, con todas sus derivaciones: el chisme, la confabulación, la envidia entre colegas, la adulación, y la gran y desoladora hipocresía. Me impresionó el miedo de los profesores a hablar, a opinar, e incluso a reclamar sus derechos y, al mismo tiempo, su incapacidad de solidarizarse con sus colegas y su presteza para difamarlos. Recuerdo que en el semestre en el que entré, los profesores daban, adicionalmente a su contrato de trabajo, clases gratis en Educación Continuada, un negocio de la Universidad. Yo los convencí de que eso debía pagarse aparte, y entonces, un año después, empezaron a cobrarlo adicionalmente, aunque al principio me respondieron en el Consejo de Departamento, muy escandalizados por lo que llamaron mi «sindicalismo», que eso se hacía sin cobrar y «por contribuir a la institución». También —y ellos probablemente lo recordarán— insistí para que los profesores de planta de mi departamento diéramos cinco cursos al año, lo cual estaba contemplado en nuestro contrato (que dice de 4 a 6 cursos), aunque la mayoría de los profesores daban siempre seis cursos y no decían nada. Hoy todos enseñan cinco. Tal vez los colegas del Departamento de Literatura de Los Andes, los mismos que hoy no han expresado absolutamente ninguna solidaridad (a diferencia de otros profesores de otras facultades, que sí lo han hecho valientemente) no recuerden que por mi «jodedera» enseñan cinco clases y no seis, y cobran cuando enseñan en Educación Continuada. Quizás les dé miedo recordarlo, como les da miedo decir públicamente las críticas al rector y sus políticas que expresan en el Consejo de Departamento y que solo yo digo públicamente. Yo los entiendo: da miedo que lo echen a uno del trabajo. Estoy comprobando hoy que es pesado eso de no tener trabajo. Y eso de agradecer a un colega indisciplinado también debe de ser muy difícil. Es mejor mandarle una carta al rector encabezada con «Querido rector» y lamentando el deplorable comportamiento de una colega en los medios (el mío), para congraciarse con el patrón y curarse en salud, como hicieron varios de mis colegas, sin tener, sin embargo, un solo reproche ni personal ni académico que hacerme, más allá de mi molesta personalidad. Los estudiantes en cambio quizás sí recuerden que por mi «jodedera» hoy pueden graduarse con tesis en escritura creativa, y que diseñé y conseguí que se abriera la opción en creación literaria en la Universidad, y que logré que se abriera un curso de Español para los estudiantes de Literatura (que antes tenían que tomar Español con los demás estudiantes, como si no fuera su área de especialización), y que por mí se enseñó en el departamento por primera vez un taller de traducción, por ejemplo, además de muchos otros cursos nuevos (dicté 15 cursos distintos, en 7 años), y que traje a escritores externos a que dictaran talleres, etc., etc. Hice cosas constantemente por la Universidad de Los Andes, y le fui leal. Y era la única profesora de planta dedicada a escribir literatura en un departamento de Literatura que ahora no tiene en su planta a ningún escritor. En eso, creo yo, era un ejemplo para los estudiantes, a los que en el Departamento de Literatura de los Andes se les ha dicho, semestre a semestre, desde que entran: “Aquí no vienen a ser escritores”. Adicionalmente, insistí y logré que se incluyera el año pasado, en el Reglamento de la Facultad de Humanidades, por primera vez en la Universidad de Los Andes, la prohibición explícita de tener relaciones o acercamientos sexuales o románticos con estudiantes (el artículo fue redactado por mí, como recordará la Decana, que lo aprobó). Digo todo esto —hago esta lista de servicios prestados— con un poco de impudor y hasta de patetismo, y la hago en mi defensa. Pero sí, es cierto: nunca hice amistad con nadie. Nunca conspiré con nadie. No participé en charlas de corredor. Nunca tomaba tinto ni fumaba con los colegas a la salidita de la oficina, en el patiecito. Nunca le hice sonrisas al rector, ni a ningún vicerrector. No iba a comer donde mis colegas ni invité a ninguno a comer a mi casa, porque hago muy poca vida social y solo con mis íntimos. No solía hacerles conversación tampoco a los estudiantes por fuera de clase. No me dediqué a ser simpática con los estudiantes, ni a decirles lo geniales que eran, ni a hacerme la chévere con ellos, y, a pesar de eso, muchos de ellos (y me atrevo a decir que los mejores) me querían. Entre los profesores de Los Andes tuve un solo amigo, que sabe quién es, y varios enemigos: por mi antipatía y también porque yo estaba dedicada a los estudiantes, a las clases y a escribir: quizá porque me tomaba demasiado en serio mi trabajo. Yo a Los Andes solo iba a trabajar. Jamás quise un puesto de dirección, y de hecho así lo expresé claramente, lo que debió ser también sospechoso. Pero tampoco traté, para no ir a herir a los colegas, de no destacarme, ni dejé de formar parte de la vida cultural nacional, ni hice mi trabajo menos bien que lo que podía. Y nunca creí que había un patrón. Y tampoco lo creo ahora. Si hubiera de verdad un patrón, yo no podría escribir esto cuando quiero, donde quiero, para que lo lea quien quiera. No hay patrón, jóvenes, patrón no existe. —Carolina Sanín”.

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