El 7 de marzo comenzó el gran apagón en Venezuela. Ese mismo día, se estaba lanzando en España la primera novela de la periodista venezolana Karina Sainz Borgo (1982): La hija de la española (Lumen). Se trata de una ficción alegórica de una mujer que entierra a su madre, Adelaida Falcón, como si estuviera enterrando un pasado: una Venezuela que ya no es y que convirtió en huérfanas a cientos de personas. Como anécdota, por más de cuatro días la autora no tuvo razón de su hermana en Caracas. Su libro ha podido llegar a su país de origen. Las importaciones son difíciles, más que todo por la inflación.
Antes de que su libro se publicara, Laurence Debray (1976) invitó a sus padres a cenar. Son el francés Régis Debray y la venezolana Elizabeth Burgos, intelectuales jubilados de la izquierda latinoamericana. Les dio el manuscrito y esperaba que, por primera vez en su vida, pudiera tener una conversación real con ellos. No sucedió, aunque ellos son los personajes principales del libro. Obviaron lo que su hija había escrito y el padre llegó a preguntarse por qué un libro así se vendía tanto en las librerías. Hija de revolucionarios (Anagrama, 2018) se publicó en Francia en 2018. En él Debray desenmascara la historia épica de sus padres, cercanos al Ché Guevara y a Fidel Castro. Un desfase, dice ella, entre la vida pública de revolucionarios y la íntima que Laurence vivió con ellos en el hogar.
Wendy Guerra (1970) vive y escribe en Cuba. Reconoce que en su país no la conocen como escritora. Para los que viven en la isla es una actriz y presentadora que, de un día para otro, dejó de aparecer en la televisión. Sus novelas son publicadas por editoriales españolas y difundidas en toda América Latina, menos en Cuba. Las experiencias de la infancia la llevaron a publicar diarios, experiencias en primera persona. La novela Todos se van (2006), el diario de infancia y juventud de Nieve Guerra—un alter ego de la autora— es un ejemplo de ello. La madre de Wendy Guerra, como los padres de Debray, no pudo estar para ella porque la Revolución la necesitaba. “Una consigna podía más que un sentimiento. Nunca me hicieron un cumpleaños, no hay una sola foto de una piñata”, dice.
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Hay algo común entre estas tres mujeres: en sus libros abunda la depauperación. El envejecimiento de una era, de un sueño que comenzó, en Cuba, con la Revolución y se reprodujo como un brote por Venezuela desde los años noventa, con la llegada de Hugo Chávez. Las tres conversaron con Federico Díaz Granados el pasado 27 de abril en la biblioteca del Gimnasio Moderno. Un encuentro en el marco de la Feria Internacional del Libro de Bogotá que terminó la semana pasada. Dice en un momento Karina Sainz Borgo: “las revoluciones siempre tienen algo de estropicio, de promesas incumplidas, de cosas que no fueron”. De esto pueden dar cuenta estas tres escritoras. Las generaciones que las anteceden—tanto en Cuba como en Venezuela—fueron partícipes de una Revolución a la que había que apostarle todo. Ellas, siendo hijas de esas generaciones, recogen en sus libros las experiencias del ocaso del sueño revolucionario que sus padres vivieron.
“las revoluciones siempre tienen algo de estropicio, de promesas incumplidas, de cosas que no fueron”
Guerra, Sainz y Debray utilizan la literatura para dar cuenta de la complejidad de estos procesos históricos. Para Sainz Borgo hay que trascender la versión maniqueísta que cuentan los discursos oficiales desde las dos orillas ideológicas tradicionales. Ambos bandos pueden, dentro de un análisis complejo, tener una parte de la razón o de la verdad. No es una historia de buenos contra malos. Su novela, vendida a editoriales de veintidós países antes de ser publicada en su lengua original, retrata las dos caras de la moneda. Así como están los Hijos de la Revolución—una alegoría a los simpatizantes del chavismo—, también está presente una clase alta que aspiraba al progreso a costa del mito petrolero que algún día se iba a caer. Para la autora era necesario correr ese velo que la separa de las generaciones anteriores para preguntarse qué fue lo que salió mal en la Venezuela que evoca en su novela. ¿Es fácil, entonces, cuestionar esas verdades construidas?
Karina Sainz piensa en la figura de Hugo Chávez como la de un padre tutelar para los venezolanos. Es una figura politizada, sí, pero siempre a través del afecto. Las Revoluciones, dicen estas tres escritoras, comienzan en el lenguaje. En cómo ese proyecto se va creando desde palabras que generan afecto y apelan a una cercanía muy familiar: el comandante, los compañeros, los hermanos y las hermanas, las camaradas.
De esta manera, desafiarlas resulta tan difícil porque uno mismo hace parte de ellas. Es como hablar mal de los padres. Son figuras con las que estamos emparentados. Así Wendy Guerra explica cómo le es difícil hablar mal del Ché Guevara. Dice que es equivalente a lanzarle chorros de agua a un avión. Porque así como hay un Ché Guevara asesino y deconstruido en los últimos años, también hay uno que fue soñador y está estampado en la memoria de todos los cubanos—en la de los que se fueron de la isla y en la de los que se quedaron—.
En palabras de Wendy Guerra, es difícil desmitificar esas figuras tutelares porque, para ella, cada revolución es una narrativa. Como un libro en el que distintos personajes desempeñan un papel y actúan de determinada manera, justificados en lo que han vivido. Entrar, entonces, a esa narrativa—como escritoras—exige una comprensión profunda del rol que le ha tocado a cada uno. Los personajes que hoy conocemos de las revoluciones latinoamericanas—Hugo Chávez, Fidel Castro, el mismo Ché,—hicieron una narrativa a su manera. La escribieron y la crearon, mejor dicho. Las generaciones siguientes viven la puesta en escena del guión escrito por esas grandes figuras.
Así explica Guerra cómo hoy hay un Silvio Rodríguez que apoya a Nicolás Maduro. Cómo, también, hay exiliados cubanos que viven en Miami, aborreciendo la izquierda y escuchando, al mismo tiempo, las trovas revolucionarias con las que crecieron—por nostalgia—. Cómo ella, estando en desacuerdo con el régimen, no puede dejar de vivir en Cuba porque ese es el país en el que creció y el que quiere escribir en sus libros. Wendy Guerra dice, como adelantándose a una pregunta que él público podía hacerle: “No nos deberíamos meter en el problema venezolano. Los cubanos ya hemos hecho demasiado daño ideológico. Hemos acabado con sus valores. ¿Hasta cuándo Cuba va a ser una mujer desnuda y viva, con un grupo de estudiantes analizándola, metiendo el dedo a donde quieran porque Cuba es el faro ideológico donde todo el mundo puede opinar?”
“No nos deberíamos meter en el problema venezolano. Los cubanos ya hemos hecho demasiado daño ideológico. Hemos acabado con sus valores”
Las experiencias traídas por estas tres autoras—en lo que dicen en el conversatorio y en sus libros—son un ejercicio interesante que cuestiona las ideologías que, en su búsqueda de unión y autoridad, dejan vacíos en las personas, traumas que la literatura está dispuesta a poner en evidencia. Desde ahí Laurence Debray—como las demás—escribe. “Para mí mis padres eran como extraterrestres”, dice. Por eso escribió su libro, porque sus padres no le explicaron nada en una infancia politizada por las ideas de la izquierda latinoamericana. ¿Por qué los Corn Flakes y la Coca Cola no estaban en la despensa si se conseguían en el supermercado? ¿Por qué su padre llegó un día a destruir un afiche del rey de España que ella tenía en la pared de su cuarto?
Federico Díaz Granados, poeta, evocó al final de la charla una palabra para describir el estado en el que se encuentran muchas personas por cuenta del peso de las ideologías: el inxilio. “El exilio interior. El estar exiliado en la propia casa”. Es un sentimiento que, según Karina Sainz Borgo, se ha dado últimamente entre los venezolanos: “Yo he reconocido dos clases. Uno es como si las personas se apagaran. Se quedan ensimismadas por ese proceso de demolición y depresión [de Venezuela]. La gente renuncia a participar en lo que está afuera. He visto muchos procesos de este tipo. Luego hay una segunda clase de inxilio, que para mí es como darse de baja en la ciudadanía. Estás tan agobiado por conseguir alimentos, porque la luz se va a las seis, que no te importa lo que vaya a pasar porque necesitas conseguir algo”. Las experiencias de cada una de estas escritoras permiten ver cómo la literatura se apropia del inxilio, lo hace público y le da un sentido.
Guerra, Debray y Sainz Borgo son embajadoras de ese inxilio que no es más que una orfandad con la que todos podemos identificarnos.
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La hija de la española. Karina Sainz Borgo. Editorial Lumen, 2019. 220 páginas.
Hija de revolucionarios. Laurence Debray. Editorial Anagrama, 2018. 288 páginas.
Todos se van. Wendy Guerra. Editorial Anagrama, 2006. 263 páginas. La novela fue llevada al cine por Sergio Cabrera en 2015 y reeditada en ese mismo año. El libro más reciente de Wendy Guerra es El mercenario que coleccionaba obras de arte, publicado por editorial Alfaguara.