[Esta es la segunda entrega de la serie Hablar. Si ha leído la primera parte, le recomendamos hacerlo acá antes de seguir adelante]
Durante mi primer semestre como estudiante de doctorado en la Universidad Estatal de Nueva York en 1995 tuve la oportunidad de tomar una clase con una conocida profesora feminista, que había desarrollado una carrera académica muy exitosa desde finales de los años setenta, y cuyo trabajo admiro mucho. En algún momento me reuní con ella para discutir sus críticas a un ensayo que debía entregar para la clase y traté de explicarle por qué había tomado ciertas decisiones. De repente la profesora me detuvo y dijo, remedándome: “bueno, pero no gima”. Quizás no fue el gesto más caritativo de su parte (todavía me sonrojo de vergüenza), pero su efecto pedagógico fue claro: en ese instante entendí que toda mi socialización bogotana sobre cómo debían hablar las mujeres estaba fuera de lugar en ese contexto. Desde ese momento, aunque sin éxito total, hice todo lo posible por perder una manera de expresarme que me había tomado veinticuatro años adquirir, y comencé a buscar una nueva forma de hablar que no fuera susceptible de burla. Hoy en día pienso en la aporía que habitamos todas, y la enorme injusticia que implica esta situación.
Robin Lakoff, quien comenzó los estudios de sociolingüística desde una perspectiva de género, señalaba en 1975 en su libro Language and Woman’s Place que en lo que respecta a la lengua las mujeres somos discriminadas de dos maneras: en la manera como se habla de nosotras y en la manera como se nos enseña a usar la lengua. Con respecto a la primera, Lakoff proporciona una amplia serie de ejemplos fácilmente traducibles al español, o para los cuales podemos rápidamente encontrar equivalencias. Uno de los ejemplos que cita, ya prácticamente desaparecido del inglés pero aún vigente en nuestro idioma, es el uso del término “niña” para referirse a una mujer. Se trata de un término que, por un lado, expresa condescendencia hacia las mujeres, al sugerir su inmadurez. Pero por otro lado, y en esto me parece que Lakoff es perspicaz, se borra el incómodo hecho de la sexualidad femenina, y en este sentido, sugiere ella, podría ser una especie de eufemismo, como otros que analiza en su libro, pues tal y como documenta ampliamente, las referencias peyorativas a lo femenino usualmente tienen que ver con la sexualidad.
No es lo mismo, señala Lakoff mordazmente, decir “he is a professional” que decir “she is a professional” (que en inglés funciona como un eufemismo para una prostituta).
Las mujeres, han dicho otras feministas antes que ella, han sido entendidas a lo largo de la historia ante todo como cuerpo. Como explica Hélène Cixous en La risa de la medusa, dado que nuestro pensamiento opera por medio de opuestos (el opuesto de “cuerpo” podría ser “mente”), es necesario notar que uno de los opuestos de la pareja no es simplemente el contrario del otro sino que lleva implícitas connotaciones negativas. Así, en una cultura que valora la razón y el pensamiento, ser catalogado como “cuerpo” (como “objeto”, como “pasivo”, etc., etc.) no es neutral, y aunque podríamos imaginar otros mundos donde esto no sea así, la historia de nuestra cultura constata el punto de Cixous a partir de innumerables ejemplos. El argumento es mucho más elaborado, y quisiera retomarlo en otro texto, pero por ahora señalo la paradoja de que las mujeres somos a la vez valoradas como deseables y desestimadas por nuestra sexualidad, lo cual tiene consecuencias complejas para cada una de nosotras en lo que respecta a nuestra autoimagen.
Para efectos de esta discusión sobre la lengua, quiero resaltar que el español y el inglés se asemejan en que ambos discriminan, es decir, perciben y valoran de manera diferenciada lo femenino y lo masculino. No es lo mismo, señala Lakoff mordazmente, decir “he is a professional” que decir “she is a professional” (que en inglés funciona como un eufemismo para una prostituta). Igualmente, el equivalente femenino de “master” no es “mistress”, pues aunque el segundo sea literalmente el femenino del otro, en la realidad el significado del término femenino tiene que ver directamente con la sexualidad de la mujer a la que se llama de esta manera. En español, sabemos que si se dice que un hombre es un “zorro” esto tiene unas connotaciones positivas que están enteramente ausentes cuando se dice que alguien es “una zorra”, y decir que un hombre es “un perro” posiblemente divierte, suscita admiración o, en el mejor de los casos, muestra el rechazo del hablante hacia algo que tradicionalmente ha sido premiado en una cultura patriarcal donde ser un “Don Juan” es una hazaña. Pero en cualquier caso no expresa la censura que aparece cuando una mujer es capaz de seducir a muchos hombres y se le llama “una perra”.
Con respecto a la manera como se nos enseña a usar la lengua, Lakoff señala que desde muy niñas las mujeres aprendemos a hablar de una manera que no resulte agresiva ni impositiva, y que este modo de expresarse se premia en la vida social. Constata, como lo han constatado posteriormente otros lingüistas, que las mujeres tendemos a usar muchos más rodeos o mecanismos que suavicen nuestro mensaje, tales como, en el caso del español, la predilección por el condicional (“yo pensaría que…”), terminar nuestras oraciones como preguntas, o amortiguar nuestro mensaje expresando duda (“no estoy segura, pero…”, “es solo mi opinión, pero…”). El uso de un determinado tono de voz es también una de las maneras como las mujeres aprendemos a suavizar lo que decimos.
Creo que mi profesora trataba de mostrarme que hablar claramente, sin rodeos y sin tonos quejumbrosos es la única manera de hablar en público. Sin embargo, quizás ella no veía las sanciones sociales que se imponen sobre tipo cierto tipo de habla cuando quien habla es una mujer.
Lakoff comienza su libro con una dedicatoria donde dice que espera que la situación que ella señala haya desaparecido en las próximas generaciones. Sin embargo, como profesora he podido constatar que aún hoy las estudiantes muchas veces tienen que sobreponerse a sus miedos para poder hablar en clase, que se expresan de manera tentativa, que se disculpan antes de hacer una intervención y que rara vez suelen expresar cómodamente su desacuerdo. Este tipo de comportamiento se puede observar también en las mujeres de mi generación en el ámbito laboral, donde una forma de hablar directa y clara frecuentemente es descalificada como agresiva (tanto por hombres como por mujeres) si proviene de una mujer, mientras que se toma como señal de seguridad personal o de autoridad cuando proviene de un hombre. Todos hemos sido socializados en la misma cultura, y tanto hombres como mujeres hemos internalizado una cierta comprensión sobre lo que constituye el modo de hablar apropiado según el género, y nos movemos por el mundo con una serie de sesgos de los que frecuentemente no somos conscientes.
Cixous decía que las mujeres somos siempre bilingües, pues estamos obligadas a conocer los códigos del lenguaje “masculino”, del mundo público, digamos, y también el femenino, que debemos usar para ser aceptadas en el ámbito social. Para ella esto es una ventaja y una riqueza. Para Lakoff, en cambio, este “bilingüismo” es negativo, porque les plantea a las mujeres la eterna disyuntiva sobre cuál lenguaje usar y cómo presentarse en un contexto dado. Creo que ambas tienen razón en señalar que las mujeres nos observamos constantemente mientras hablamos y que nos vemos constantemente ante la pregunta sobre cómo expresarnos: si somos demasiado suaves, quizás no logremos articular algo que nos importa, o convencer alguien de un argumento cuando creemos tener la razón. Pero si somos demasiado persistentes, corremos el riesgo de que se nos descarte por vehementes o por agresivas.
Creo que mi profesora trataba de mostrarme que hablar claramente, sin rodeos y sin tonos quejumbrosos es la única manera de hablar en público. Sin embargo, quizás ella no veía las sanciones sociales que se imponen sobre tipo cierto tipo de habla cuando quien habla es una mujer. O, más bien, quizás las veía pero que desde su punto de vista era necesario transformar las relaciones sociales de tal manera que se pueda aceptar que una mujer exprese claramente una opinión, así sea desagradable. Sin embargo, la disyuntiva es real: quienes usan lo que, a la manera de Josefina Ludmer, yo llamaría “las tretas del débil”, en ocasiones lo hacen porque estiman que de esta manera lograrán más que si emplean otro modo de expresarse. Para dar un solo ejemplo, un estudio de Hannah Riley Bowles señala que las mujeres que intentan negociar un salario con confianza y con seguridad, con frecuencia no obtienen el resultado deseado sino que se las estigmatiza por intentarlo. En mi caso, debo decir que el dilema es permanente. Tengo una vehemencia innata, que me cuesta perder, y mi formación en filosofía me enseñó a argumentar duramente. Pero, como a todas las mujeres, también se me enseñó a desdoblarme y a conciliar. Con todo, creo que en últimas la tarea está en mostrar esta disyuntiva y en educar a oyentes y lectores, aunque a veces haya que pagar un precio.
Referencias
Cixous, Hélène. La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura. Anthropos Editorial, Barcelona, 2001.
Lakoff, Robin. Language and Woman’s Place. Harper and Row, Nueva York, 1975.
Ludmer, Josefina. “Las tretas del débil”. Ediciones El Huracán, Puerto Rico, 1985.Riley Bowles, Hannah, Babcock, Linda, Lai, Lei. “Social Incentives for Gender Differences in the Propensity To Initiate Negotiations: Sometimes It Does Hurt To Ask”. Organizational Behavior and Human Decision Processes, 103 (2007) 84–103