Hablar

Luego de un problema de salud en su garganta, y de sufrir las secuelas de una cirugía, María Mercedes Andrade —profesora y escritora— se dio a la tarea de repensar su propia voz y cómo el acto de hablar ha marcado su vida.

por

María Mercedes Andrade


26.08.2019

Hace algo más de un año tuve un problema de salud totalmente inesperado, como lo son casi todos, pero este fue, al menos para mí, especialmente extraño: sufrí una hemorragia de las cuerdas vocales, tuve que someterme a una cirugía y, después de este suceso, me ha tocado convivir con las secuelas. 

Para alguien que desde hace más de veinte años ha hecho del hablar ante un público o un grupo una parte central de su vida y de su identidad, no poder hacerlo, o hacerlo de manera limitada, ha representado enfrentarse a una situación dura y hasta ahora desconocida. No soy de las personas que dicen que no les gusta su voz, aunque cuando la oigo no deja de sorprenderme lo fuerte que es mi acento, tampoco la cantidad de marcas regionales y de género que tiene. En todo caso, más allá de que me guste o no mi voz, muchas cosas que antes daba por sentadas, como poder cantar, cosa que hacía todo el tiempo, o conversar libremente en una reunión familiar o de trabajo, ya no son fáciles, requieren ahora una preparación y un esfuerzo que me son nuevos, y tener que limitarme y decir solamente lo esencial, o incluso a veces no decir nada, me ha llevado a reflexionar sobre la persona que soy y que he sido. 

Aunque los códigos previos a través de los cuales nos constituimos pueden ser llamados “escritura”, lo son en un sentido diferente de lo que sucede cuando en efecto escribimos y la idea de que todo de antemano es escritura de la misma manera nivela las diferencias y las distinciones.    

Cosas que antes me parecían obvias, como poderme dirigir a un grupo grande de estudiantes en un salón de clase u opinar en una reunión, ya no lo son más, y aceptar la incertidumbre de mi mejoría me ha enseñado paciencia, que creo que es la lección principal que estoy llamada a aprender en esta vida. Quisiera decir que he adquirido alguna sabiduría, pero lo dudo, aunque sí puedo decir que algo he pensado sobre mí, sobre los otros, sobre la presencia física y sobre la voz.

Dice Jacques Derrida que la cultura occidental ha privilegiado la voz como el lugar donde se manifiesta la presencia del hablante, como el lugar que garantiza el significado que alguien quiere expresar: creemos que cuando hablo estoy presente, puedo garantizar el significado de lo que digo, puedo corregir un malentendido. Derrida cuestiona esta idea diciendo que ninguna presencia es originaria, pues siempre es ya un tipo de escritura. Para él, incluso al hablar estamos citando escrituras previas. En algunos sentidos tiene razón: nuestra manera de hablar, nuestra forma de presentarnos a nosotros mismos ante otros en el habla y en nuestra presencia física, es ya de antemano un tipo de escritura o de cita, una representación, en el sentido de que nuestra identidad lingüística, nuestra entonación, dicción, acento, usos gramaticales, e incluso nuestro manejo del cuerpo y nuestra actitud física son el resultado de códigos sociales y culturales que nos preceden. Y si bien en un sentido creo que esto es cierto, me parece que esta reflexión es demasiado abstracta. Aunque los códigos previos a través de los cuales nos constituimos pueden ser llamados “escritura”, lo son en un sentido diferente de lo que sucede cuando en efecto escribimos y la idea de que todo de antemano es escritura de la misma manera nivela las diferencias y las distinciones.    

Quiero proponer en cambio que en el diálogo, en la conversación, hay algo irreducible que tiene que ver con el encuentro en el tiempo y en el espacio con otro diferente a mí. Emmanuel Lévinas lo llamaba “el rostro”, una manifestación irremplazable de un otro que tengo ante mí y que no puedo llegar a comprender jamás del todo. La experiencia de tener ante mí este otro me descentra, me obliga a salir de mi egoísmo, y me impone una exigencia que, para él, es esencialmente ética. Esta experiencia ética es para Lévinas el comienzo de la filosofía, digamos, el comienzo del pensar: solo en mi encuentro con otro me veo cuestionado a mí mismo. 

Hace poco, en un podcast llamado “The Hidden Brain”, oía que la comunicación a través de medios digitales tiene consecuencias negativas para nuestras capacidades de empatía. Tenemos la tendencia, quizás biológica, a ser más crueles y menos solidarios con aquellos que son para nosotros una abstracción. Es más fácil lanzar misiles a un pueblo lejano desde un computador, o insultar a un desconocido en un foro en la red, que pelearse a gritos con un vecino. Una y otra vez se ha comprobado que en las interacciones digitales, a distancia y con frecuencia asincrónicas, hay una menor preocupación por el otro, menos cuidado, y que nos permitimos acciones que no nos permitiríamos en nuestra vida no virtual, desde las peleas entre desconocidos en Facebook hasta el ghosting.  

Byung-Chul Han nos dice que la comunicación digital parte del error de creer que comunicar es transmitir un contenido. Para él, en lo digital se pierden dos cosas esenciales que hacen parte de la comunicación oral: la mirada y la voz. Nos dice, un poco a la manera de Lévinas, que en la mirada nos encontramos ante “lo completamente distinto, inasequible a toda previsión” (81), mientras que en el medio digital no hay mirada. Con respecto a la voz, Han critica a Derrida por ignorar “la exterioridad de la voz”, pues “al igual que la mirada, la voz es un medio que mina justamente la presencia de ánimo, la transparencia para sí mismo, y que inscribe en el yo lo totalmente distinto, lo desconocido…” (81). Haciendo referencia a Roland Barthes, Han argumenta que en el “grano de voz” —su calidad, su sonoridad específica—, lo que importa no es solo el significado de las palabras “sino la ‘voluptuosidad de sus sonidos’… se refiere al cuerpo, es erótico, seduce” (86). Esto significa que en la comunicación presencial, en la mirada y en la voz, se manifiesta otro ser humano de manera física, corporal, como alguien que es distinto a mí y que me interpela de manera directa. Me veo obligada a reconocerlo en el momento en el que otro se me presenta. Por esta razón, la comunicación no consiste en transmitir un contenido, sino que tiene que ver con todo ese “excedente”, corporal, humano, que no es reducible a un concepto o a un significado. Para Han, la comunicación descorporealizada del mundo digital lleva a la homogenización del otro y tiende a llevar al encerramiento en sí mismo, al llamado narcisismo de la cultura actual que tantos han criticado.

El análisis de Han me hace pensar en todo lo valioso e irremplazable que hay en el acto de hablar con otro. Es posible que en muchas ocasiones yo misma no le haya hecho honor a las exigencias éticas que él plantea, pero después de años en el salón de clases podría dar numerosos ejemplos de cómo en ese diálogo en grupo se puede generar, por ejemplo, una solidaridad especial, un sentimiento de ser parte de un grupo unido por el deseo de responder una pregunta. Puedo dar ejemplos de estudiantes que han cambiado de punto de vista porque un compañero que está sentado a su lado, y a quien aprecian, les hace ver que lo que acaban de expresar les resulta injusto u ofensivo, así como ejemplos donde no es posible llegar a un acuerdo y ambas partes se ven obligadas a aceptar su diferencia, pero al menos después de haber comprendido el argumento del otro y entendido las limitaciones del argumento propio. Yo también he visto en la mirada de alguien que lo que digo no es comprensible y he tenido que retomar una explicación desde un ángulo nuevo, o he tenido que corregirme cuando la expresión de un estudiante me hace ver la limitación de algo que haya dicho, y me he dado cuenta de que una determinada discusión ya se ha agotado, o genera incomodidad o impaciencia, al percibir la actitud de los estudiantes en el salón de clases. Sé que gran parte de lo que he enseñado a lo largo de los años tiene que ver con cosas como el tono de voz que uso en clase, o la propensión a terminar ciertas oraciones como preguntas, así como con mi ubicación física en el salón, con mi actitud corporal en el momento de enseñar, o el poder mirar cara a cara a un estudiante y solicitar en un momento determinado su aprobación, duda, sorpresa, o incluso su risa.  

Por supuesto que no es este un ataque a la escritura, cosa a la que también me dedico y de la cual evidentemente no descreo del todo. Es más bien una constatación de algo especial y específico que hay en el uso de esa voz que ahora me falla un poco, de un encuentro que siempre he valorado como parte esencial de enseñar, y aprender, a pensar. Entiendo que hay una ironía inevitable en el texto que escribo aquí.

 

Referencias

Derrida, Jacques. De la gramatología. México: Siglo XXI, 1986.

Han, Byung-Chul. La expulsión de lo distinto. Barcelona, Herder, 2017.

Lévinas, Emmanuel. Totalidad e infinito. Salamanca: Sígueme, 1997.

“The Hidden Brain” (podcast), 28 de julio de 2019.

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