RESEÑA | Estéreo Picnic día dos: la celebración de la existencia

La segunda jornada del festival estuvo marcada por el pop, los cuerpos rebeldes y los sonidos ensoñadores que nos invitan a perdernos entre nuestra delirantes reflexiones.

por

Juan Sebastián Barriga


23.03.2024

Foto: Bárbara Fonseca
Foto: Bárbara Fonseca

Esto de habitar el presente puede llegar  a ser un sentimiento muy contradictorio. Es jodida la cosa. Porque al tiempo de estar hipnotizado por las luces tecnicolor de Phoenix; entregado a la belleza de un show elegante, cálido y hecho con amor; no podía dejar de pensar en que este segundo día de Festival Estéreo Picnic vino acompañado de una inquietud. La cual tal vez es esa cosa mística que forma la dualidad de la vida, esa esencia incorpórea que crea los matices que permiten la interpelación, eso que nos hace pensar en aquello que forma la luz y la sombra que conforma cada suspiro que damos. O tal vez simplemente es la ansiedad. 

O un poco de ambas. No lo sé.

Sea cómo sea, al entrar al Simón Bolívar llevaba en mis pensamientos a las 60 personas asesinadas en la sala de conciertos Crocus City Hall de Moscú en un atentado terrorista realizado por el Estado Islámico. Realmente fueron más de 60 personas que al otro lado del mundo se reunieron para lo mismo que nosotros: ser felices entre el sonido; y terminaron sofocados por el horror. 

También pensaba en que a unos pocos kilómetros de esas vallas que guardan el jolgorio, otra congregación de jóvenes inquietos, los estudiantes de pregrado y postgrado de la Universidad Nacional, pactó luego de varias asambleas y discusiones entrar en paro indefinido porque no se respetó la elección de Leopoldo Múnera como rector de la universidad; quien tuvo cinco de ocho votos posibles, pero a pesar de eso el ganador fue José Ismael Peña Reyes, el tercero opcionado y vicerrector de la cuestionada Dolly Montoya Castaño, rectora saliente.

RESEÑA | Estéreo Picnic día uno: un baile entre el pasado y el presente

Comenzó el Festival Estéreo Picnic 2024 y su primera jornada nos puso a pensar en la nostalgia, la complejidad del ahora y la felicidad de entregarse al desenfreno.

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Pensar en el presente, es recordar que el mundo sigue ahí. Que la ciudad no para. Que sí: miles de personas estamos gozando en un festival descomunal organizado en el corazón de Bogotá; pero el trancón no cede, los buses llenos de rostros cansados no paran su andar, la vida con todas su maravillosas contradicciones nos da unos pellizquitos para que no nos olvidemos dónde estamos parados. 

O tal vez es la ansiedad. No lo sé.

Lo que sí tenía claro es que iba llegando más tarde de lo que planeé y para mi frustración y desconsuelo, no pude ver a los artistas nacionales que abrieron el festival. Pero me alegró saber que otra vez hubo apoyo desde temprano.

La primera voz que escuche en esta jornada fue la de Conor Mason, vocalista de Nothing But Thieves, banda inglesa que no conocía y que me pareció que sonaba a lo que suenan las bandas inglesas de inicios de este siglo. A ese rock indie que pegó tan duro hace poco más de diez años y que marcó el sonido de una época. A veces las guitarras se ponían frenéticas, ruidosas y pesadas, pero a la larga no había mucho espacio para la sorpresa. Sin embargo siempre es bueno ver una banda feliz y genuinamente agradecida por tocar por primera vez frente a un público entregado. 

La verdad, estuvo bueno no conectarse tanto con Nothing But Thieves porque me permitió ir temprano a Phoenix y terminar al frente, muy al frente, tan al frente que el bajo y el bombo de la batería lo devoraban a uno. Lo anclaban a ese pedazo de adoquín donde miles saltaban y cantaban con los ojos cerrados. De Phoenix esperaba un buen concierto, pero se pasaron con su presentación. Ni siquiera el hecho de que al principio tuvieran problemas de sonido desanimó a estos franceses que con mucha simpleza y a la vez virtuosismo, presentaron un repertorio entrañable.

En este punto debo confesar que para una persona que ha pasado buena parte de su vida escuchando música que se canta a los gritos, esta segunda jornada fue en general un misterio. A parte de Phoenix no sabía realmente qué ver, pero la gracia de un festival es descubrir. Dejarse llevar y al igual que el mínimo vital de agua, que este día se acabó antes que el anterior, fluir con lo que suene. 

Y esa corriente me llevó a James Blake, un completo desconocido y a la vez una grata sorpresa. En un momento su música era introspectiva, lenta, oscura. Una ensoñación muy leve, un paisaje sereno como para arruncharse con una ruana durante una tarde lluviosa. Pero poco a poco se fue transformando en un monstruo, en un rugido ecléctico, pesado, impredecible. 

A penitas para ir metiéndose en la onda de lo que fue la siguiente presentación. Arca, una artista esperada por años por el público del FEP. Esta venezolana radicada en Barcelona transformó el escenario en un lecho de flores; cuyo polen nos sacó de esta tierra y nos llevó a un universo donde reina el deseo, la pasión y el placer. Un universo de sonidos erráticos; de coros melódicos y rapeos malandros; de palabras que se rompen al ser pronunciadas y sonidos que se derriten mientras suenan. 

A veces se sintió como ser un glitch que rompe la monotonía de mátrix. Un píxel rebelde que envenena el sistema. Supongo que ese es el juego de Arca, enorgullecerse de ser eso que tanto se busca destruir o corregir. Ser eso que está mal, que no se puede ver, que genera culpa. Pero que se alza orgulloso y desafía, goza, confronta; y sobre todo hace mover las cuerpas, los cuerpos, les cuerpes o como quiera llamar a esa masa de carne, sangre, huesos, orina y caca que nos lleva de un lado para el otro. 

Que nos permite movernos entre las pieles cercanas y rozarse los poros, buscarse con las miradas, llamarse con los labios e incluso robarse caricias en lugares tan inverosímiles como un pogo. Además, esta artista llegó con un performance muy teatral en el que en un punto hizo una especie de video instalación en vivo. Arca, la madre como la llamó su público en forma de respeto y cariño, no sólo satisfizo todos los deseos de los presentes, también representó a una diáspora cansada de la discrimianción, la desinformación y el odio. Arca hace pocos días se presentó por primera vez en Venezuela, lo cual fue un acto muy poderoso, muy valiente y desafiante. 

Sin duda el baile es resistencia. 

Alguien que, también sin duda, ha puesto bailar mucho a los bogotanos es Verraco, productor de Medellín, a quién ví por primera vez en su debut en Video Club hace ya varios años. Esa noche vistió una camiseta negra sin mangas con una capucha y dio los primeros pasos de un camino que lo ha llevado por grandes escenarios y que lo reunió con un público conectado apasionadamente con el sonido de sus bajos pesados. El techno de Verraco invita no solo a moverse de lado a lado como una marea negra, sino que nos lleva a eso que llamamos lo criollo. A esos sonidos de la esquina, del barrio, de la casa de las tías, de la finca familiar. Este productor logra entender esa cadencia que tienen nuestras ciudades y las traduce en un sonido global y furioso, que poseé el esqueleto y lo entrega al baile. 

El final de la jornada fue de nuevo un saludo a la nostalgia. Proyecto Uno, que tocó en un escenario demasiado pequeño y con su merengue nos recordó esos años de minitecas, de vacaciones en tierra caliente, de bailes en chancletas, de los primeros amores y las primeras torpezas. Cabe destacar que la orquesta que acompañó a Nelson Zapata, Kid G y Paolo Tondo fue impresionante y puso bien romántico el ambiente. 

Mi salida fue musicalizada con el sonido del productor sudafricano Black Coffee y en mi mente sonaban las palabras de Sam Smith, un rey del pop impresionante que no solo dio un show perfecto, sino que habló acerca de la libertad. Esa palabra que nos permite ser, que nos permite estar, bailar, hablar, vestir, existir. 

Segundo de cuatro días.

Con felicidad podemos decir que aún existimos. 

Foto: Ketlly Bautista.
Foto: Ketlly Bautista.
Foto: Ketlly Bautista.
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Juan Sebastián Barriga


Juan Sebastián Barriga


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