RESEÑA | Estéreo Picnic día uno: un baile entre el pasado y el presente

Comenzó el Festival Estéreo Picnic 2024 y su primera jornada nos puso a pensar en la nostalgia, la complejidad del ahora y la felicidad de entregarse al desenfreno.

por

Juan Sebastián Barriga


22.03.2024

La primera vez que vi un video de Limp Bizkit no supe qué pensar. Era el verano de 1999, yo tenía 10 años y estaba de vacaciones en la casa de mi abuela materna; que por cosas de la vida en ese entonces vivía en Ecuador lo que le permitió tener algo que en Bogotá era impensable: televisión por cable. Afuera, en las calles de Quito la gente lidiaba con la crisis que trajo el “Feriado Bancario” y el inicio de la dolarización. En Colombia se vivían los fallidos diálogos de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las FARC; y yo, sentado en la cama de mis abuelos, miraba atemorizado y a la vez fascinado a Wes Borland tocar la guitarra con sus ojos negros y a Fred Durst con su actitud pendenciera y su gorra roja de los New York Yankees puesta al reves, ser el tipo más “cool” del fin del siglo. Afuera el mundo ardía, pero mi pequeño yo balbuceaba extasiado “Nookie” y nada era realmente importante. 

Hoy, en el presente, el mundo sigue ardiendo, pero ahora sí vemos de frente las llamas. No son el murmullo de una pantalla que suena de fondo en la casa. Son las complejidad de nuestro día a día que nos afectan directamente, pero a pesar de todo, mi adulto yo, pudo volver a balbucear “Nookie”; esta vez acompañado de miles de personas congregadas en el Simón Bolívar por la ganas de entregarse unas horas al desenfreno y tal vez escapar por un ratito del caos. 

Un caos latente en una ciudad cambiante, rota, cubierta de polisombra, polvo, humo y rabia. Una ciudad polarizada y tensa, la cual, una vez que uno entra al Estéreo Picnic, se vuelve como una sombra que está por fuera de los límites del festival, pero que al tiempo se dibuja en sus asistentes. 

Si bien este es un evento privado que responde a unas lógicas de mercado muy claras y que ante todo vende felicidad, no es ajeno a los pulsos sociopolíticos de los andenes que lo sostienen. Y como se vió en el último Rock al Parque, esta edición congregó a un público nuevo. A una generación jóven, inquieta y hambrienta que está alzando la mano y pidiendo la palabra. Que está enfrentando un contexto socio político muy complejo. Que se agita entre la guerra y la radicalización de los discursos de odio; y entre la banalidad de las redes y las ganas de hacer un cambio palpable; que encuentra en la música, en el arte, en el juntarse frente a un escenario una forma de expresar todo lo que ama y odia. 

Fue muy positivo ver que desde temprano, y a pesar de la tormenta y los truenos, el público llegó para apoyar a los artistas locales. Porque si bien es tremendo ver a los grandes nombres de la música internacional; disfrutar de quienes semana a semana luchan en la ciudad es vital para que estos espacios sigan existiendo. 

La primera banda con la que me topé fue una muy ajena a lo que normalmente escucho. Maca y Gero, con su pop color pastel y romántico que en lo personal no me mueve ninguna fibra. La propuesta de este dúo bogotano, como la del resto de las bandas que conforman esta escena pop independiente, no arriesga mucho, es música bonita para ser feliz. Y está bien, al fin de cuentas, lo importante es alegrar a la gente. En el caso de Maca y Gero, su música está bien hecha y lo más destacable, junto a un público fiel y entregado. Un público que quiere sentirse enamorado, que quiere su beso bajo la lluvia, que quiere verse “coquette” y “aesthetic” porque qué chimba es sentirse lindo ¿no? A la larga es un público que le madruga a los artistas y al cual Maca y Gero le respondió con el cariño que merece.

Después vino una de las mejores propuestas que existen actualmente en Colombia, Buha 2030. Grupo pastuso creado en Bogotá, que toma la magia de los Andes, el poder místico de las montañas y los volcanes y lo traduce a un rock ecléctico y agresivo; oscuro e hipnotizante que deja las guitarras eléctricas de lado y las reemplaza por el saxofón y el clarinete. Buha 2030 está encabezado por Gabriela Ponce que en esta banda se vuelve una especie de médium entre la oscuridad y la luz que nos pone a bailar de forma entrañable, conectados a la raíz de la tierra y del concreto. 

Esta banda alzó una bandera de Palestina, un recordatorio de que parte del regalo de la vida está en entender que el horror camina a nuestro lado y mientras nosotros zapateamos en el FEP; en Gaza, en Sudán, en Haití, en Congo, en Ucrania, en Cauca, en Catatumbo, en Arauca suenan las bombas y las balas. 

Foto: Ketlly Bautista.

Para mí la sorpresa del día fue Hozier, artista irlandes del que sólo conocía su gran hit, “Take Me to Church”, un himno LGBTIQ hecho al estilo gospel que es hermoso y al tiempo doloroso. Una crítica a la discriminación y el odio, que lamentablemebte no vi, pero sí vi otra parte de su repertorio que me pareció mucho más valiosa. Su puesta en el escenario fue muy sencilla, algo positivo porque obligó a meterse sin distracciones en la música de este artista y su banda que explora el blues, el gospel y el rock cuya raíz está en el corazón del sur de Estados Unidos, pero unido con un toque pop muy contemporáneo.

Hozier fue un artista que obligó a guardar silencio y escuchar con atención. A entregarse a la vibración y a la vez reflexionar de dónde vienen estas melodías. Por un lado la República de Irlanda, un país rebelde con un pasado lleno de sangre y por otro el legado cultural de la “tierra de la libertad”, donde cada vez se es menos libre. Sin duda fue una presentación que se guardará en el corazón de quienes la gozaron. 

Hozier dejó el ánimo bien alto, apenitas para la banda del día: King Gizzard & the Lizard Wizard. Un grupo que cada que lo escucho parece como si lo hiciera por primera vez. Estos australianos siempre sorprenden. Esta es una banda impredecible que puede tocar canciones para abrazarse con la pareja, para bailar frenéticamente o para meterse con furia a un pogo. Es como si sus integrantes dijeran: “Qué es lo que quiere, usted no más pida”. King Gizzard es la evolución del rock, es la muestra de a dónde se puede llegar si se rompen los paradigmas y reglas caducas de esta música y si simplemente se deja fluir la imaginación y el talento. 

Diarios desde ‘El Presente’: miedos y estiramientos antes de llegar al Festival Estéreo Picnic

Día uno. Abrimos la libreta de apuntes para mirar, a ras de suelo, lo que pasa durante los cuatro días del Estéreo Picnic.

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Algo mágico tienen estos tipos venidos de un pedazo de tierra que queda en el otro lado del planeta, que desde el día en el que un canalla llamado James Cook puso un pie sobre su geografía se transformó en una isla de lamentos a la que cientos de personas han ido a escapar a lo largo de las décadas; la cual hoy, en el presente, recibe muchos migrantes latinos y exhibe al mundo una gran prosperidad sembrada sobre un crudo pasado colonial. Lo mágico de King Gizzard & the Lizard Wizard es que esto no es ajeno a su música, su propuesta no sólo es un despliegue de virtuosismo indescriptible, también encierra una tribulación muy profunda que en un momento gritó con el sonido de un didgeridoo que puso a temblar ese parque. 

Obviamente entre tanto talento en introspección hubo tiempo para bailar sin pensar mucho. Esa cuota la pusieron los neozelandeses Leisure con su funk divertido y gozador y Future Islands, banda estadounidense de synth pop sombría y guapachosa, cuyo vocalista, Samuel T. Herring, regaló un show en el que en un momento bailaba de forma sensual y sugestiva y luego se movía erráticamente. Era como ver una transformación marcada por gritos guturales medio death metal, pero pop. O más bien era ver la lucha entre dos personalidades, algo así como Jekyll y el Mr Hyde, pero no sabías cuál de los dos es el que grita. Lastimosamente en un momento sonó un golpe y la voz junto al teclado desaparecieron. Tomó varios minutos arreglar el problema pero Future Islands continúo el show y el público los aplaudió con respeto y amor.

Y por supuesto, ya entrada la noche llegó una de las bandas más esperadas del festival, Limp Bizkit, el cierre de ese ciclo que comenzó hace 25 años. Un show que realmente nunca pensé que iba a ver y que fue eufórico. Todo el mundo saltando, todo el mundo cantando, gente que iba de los 20 a los 45 años. Sin duda fue una oda a la generación Mtv y Play Tv. Pero siendo objetivos, la banda toca muy bien, la energía siempre estuvo muy alta, pero no ofreció nada más allá de la nostalgia. 

Tocó todos los éxitos de un tiempo pasado y entre canción y canción pausaba para tomar oxígeno mientras sonaba algún clásico del hip hop. Fred Durst, vestido con una chaqueta verde fosforescente como la de la Policía y luciendo una tupida barba blanca, estuvo muy tranquilo. Dijo las frases de cajón, cantó muy bien y demostró que a pesar de por un tiempo fue el enemigo principal de la moral, siempre se mantuvo fiel a su manera de hacer las cosas y le respondió con altura a una fanaticada que lo esperó por décadas. 

Foto: Ketlly Bautista.

Lo mejor del show fue que el niño interior cabeceó feliz. Más que cantar las canciones fue rememorar esos años en lo que iba con mi gorrita (gris) de los Yankees por la vida; descubriendo nuevas bandas y sonidos que a la larga me alejaron de Limp Bizkit, pero al final fue lindo recordar que este quinteto de Florida dejó una marca feliz en mi alma.

La última banda de mí noche fue Kings of Leon, un grupo que regresó a este festival, que tocó frente a mucha gente y que en vivo suena muy bien, pero nada más que eso. Realmente me pareció una banda apagada; eso sí, muy profesional, muy bien ejecutiva pero parca y distante. Eso se reflejó en un público desganado. Hubo quienes cantaron emocionados todos los temas, pero en general la energía estuvo bajita, como el sonido. Apenas para despedirse del primero de cuatro días. 

El mundo arde, pero la música no para. 

Ojalá que nunca pare. 

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Juan Sebastián Barriga


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