«Ellas hablan», la novela de Miriam Toews: una alegoría de la violencia patriarcal

Entre 2005 y 2009, al menos 151 niñas y mujeres de una colonia menonita en Bolivia fueron drogadas y violadas por ocho hombres de la misma comunidad. En su novela «Ellas hablan» —recién adaptada al cine— la escritora Miriam Toews imagina qué pasaría si esas mujeres se reunieran para discutir sobre lo que siempre se les ha prohibido: su propio destino.

por

Lina Vargas Fonseca


09.03.2023

Ilustración: Nefazta

Ocho mujeres están reunidas en un granero, sentadas sobre baldes de ordeñar alrededor de una mesa improvisada con bultos de heno. Sus nombres son Greta, Mariche, Mejal, Autje, Agata, Ona, Salome y Neitje, tienen distintas edades y pertenecen, las primeras cuatro y las cuatro últimas, respectivamente, a dos familias —Loewen y Friesen— de una colonia menonita llamada Molotschna. Es 6 de junio de 2009. Ese día y el siguiente las ocho mujeres realizan una asamblea clandestina, aprovechando que los hombres no están. El motivo de la asamblea es decidir su respuesta ante las agresiones de las que son víctimas desde 2005: casi la totalidad de las mujeres y niñas de Molotschna —unas 300 incluidas niñas de tres años y ancianas— han sido violadas por hombres que conviven con ellas, la mayoría parientes cercanos. Ocurre de noche cuando duermen: los agresores irrumpen en las casas de las víctimas y las drogan con un anestésico para animales. Al despertarse ellas se sienten adoloridas y confusas, sangran sin saber por qué. El obispo de la colonia lo atribuye a un castigo del diablo. 

Hasta ahora, la verdad frente a las agresiones sexuales ha circulado en murmullos, fraccionada, pero hoy las ocho mujeres reunidas en el granero deciden responder. Limitan a tres las opciones sobre las que discutirán y votarán: no hacer nada, quedarse y luchar, o irse. 

La escritora canadiense Miriam Toews publicó Ellas hablan en 2018 —la edición en español de 2020 es de Sexto Piso— luego de leer la historia real que impulsó la escritura de esta novela que recrea lo dicho por las mujeres en la asamblea. Entre 2005 y 2009, al menos 151 niñas y mujeres de una colonia menonita ubicada en Bolivia fueron drogadas y violadas por ocho hombres de la misma comunidad. En una nota que antecede a la novela, Toews recuerda que en 2011 un tribunal boliviano halló culpables a esos hombres y los condenó a prisión, pero que en años siguientes se han denunciado nuevas agresiones sexuales ante el silencio de las autoridades menonitas: “¿Por qué necesitarían ayuda profesional si ni siquiera estaban despiertas cuando sucedió?”, dijo en su momento el obispo de la colonia. 

Ellas hablan es tanto una reacción a través de la ficción a estos hechos reales como un acto de imaginación femenina”, escribe Toews en la nota. 

Nacida en 1964 y considerada una de las autoras canadienses contemporáneas más importantes, ella misma vivió en una colonia menonita hasta los 18 años cuando abandonó esa comunidad cristiana originada en el siglo XVI en Alemania y Holanda, entre cuyos principios están el bautismo de adultos, el pacifismo y la vida simple. Tras distintas persecuciones, los menonitas migraron a Rusia y luego a América para, finalmente,  asentarse en remotas colonias agrícolas en México, Bolivia e incluso, en menor medida, en Colombia. Aunque muchos de los casi dos millones de menonitas que existen en el mundo son seculares, muchos otros llevan una vida aislada donde están prohibidos el teléfono, la televisión y aún los neumáticos en las ruedas de las carretas que conducen por considerarlos muy modernos. Tampoco —sin que esto tenga nada que ver con una vida simple— se les permite a las mujeres tener una voz propia, al punto de que los demandantes en Bolivia fueron algunos de los padres o maridos de las mujeres agredidas y no ellas mismas. 

“(…) las mujeres viven toda su vida mudas, sumisas, como siervas obedientes…, animales. Se supone que hasta los niños de catorce años pueden darnos órdenes, determinar nuestro futuro, votar para que nos excomulguen, hablar en los entierros de nuestro bebés mientras nosotras guardamos silencio”

En Ellas hablan, las mujeres que integran la asamblea secreta no saben leer ni escribir. Hablan un dialecto del alemán ya en desuso. Por eso las opciones sobre las que decidirán son representadas con tres dibujos: un campo sembrado bajo una nube negra para la opción de no hacer nada. Las siluetas de una mujer y un hombre empuñando cada uno un cuchillo para la opción de quedarse y luchar. Un caballo en marcha para la opción de irse. El libro, en un hermoso gesto poético, cierra con la ilustración que representa lo que las mujeres, luego de dos días de deliberación, eligen hacer. 

Quien escribe las actas de la asamblea —en una traducción del alemán hablado al inglés— es el único protagonista masculino de la novela y uno de los pocos hombres que al momento de la asamblea están en la colonia porque la mayoría de ellos viajó a la ciudad con la esperanza de pagar la fianza de los agresores detenidos y traerlos de vuelta. El muchacho se llama August Epp y es un personaje definitivo, atormentado, que dice sobre sí mismo: “Epp viene de ‘álamo’, del álamo temblón, el árbol con hojas que tiemblan”. Es hijo de dos integrantes excomulgados de la colonia y vivió muchos años en Londres donde fue a la universidad, pero no consiguió adaptarse nunca. “Molotschna, el único sitio donde la vida había tenido sentido para mí”, dice August. Al regresar, en parte motivado por su devoción a Ona Friesen —una de las ocho mujeres—, Epp es tildado de “hombre afeminado” y de “hombre que no sirve para las labores del campo” y relegado a maestro de escuela. Es también el escribiente de las mujeres, aunque en su narración se cuelan anotaciones (siempre en paréntesis, modestas, apenadas) que dan voz, tiempo y espacio a unas mujeres silenciadas, detenidas en el tiempo en una colonia cuya máxima aspiración es la de pasar desapercibida, no existir. 

A lo largo de dos jornadas interrumpidas solo por la violenta aparición del marido de Mariche —que vuelve brevemente a la colonia por más caballos para vender y pagar la fianza de los agresores y aprovecha para destrozar la cara de su esposa por no cerrar bien el corral—, August transcribe a las mujeres discutiendo sobre asuntos de enorme calado: 

¿Son las mujeres, de acuerdo con el trato recibido, animales?

¿Deberían vengarse por el daño que se les ha infligido?

¿Deberían perdonar a los hombres y así ganar las puertas del cielo? 

¿Por qué están luchando?

Si se quedan, ¿qué harán si los hombres no cumplen sus exigencias? 

Si se van, ¿cómo lograrán vivir con la angustia de no ver a sus maridos y hermanos? 

Si se van, ¿llevarán a sus hijos? ¿Y cómo los educarán para que no repitan las acciones de los adultos? 

Si se van, ¿a dónde irán? 

La violencia sufrida por ellas es evocada solo a veces, de manera fugaz, aunque hiriente, cruda, sin ningún adjetivo. Por ejemplo, con la veloz entrada de una chica abusada que pide que la llamen Melvin —un nombre masculino— porque ya no quiere ser mujer. En contraste, August Epp recrea con una mirada de gran sensibilidad —que es por supuesto la mirada de Miriam Toews— las acciones y dichos paradójicamente llenos de humor de las mujeres. A Neitje Friesen y Autje Loewen, las más chicas entre las asistentes, jugando con las palmas bajo la mesa; a Mejal Loewen armando un cigarrillo disimuladamente; a Agata Friesen moviendo el cuerpo de lado a lado cuando está de acuerdo con algo, y a Ona Friesen, su amiga desde niñxs, ahora considerada “la hija del diablo” por estar embarazada —producto de una violación— sin haberse casado, cantando. “Me mira mientras escribo. Me tiembla el bolígrafo. No sabe leer, así que puedo escribir estas palabras, ‘Ona, mi alma es tuya’, sin que se entere”, escribe Epp.  

Y en ese granero tan aislado, tan específico, lo que las mujeres hablan se convierte de repente en una situación universal, común. Es el retrato de un mundo violento, menonita o no, donde a las mujeres agredidas se las llama pecadoras o mentirosas o con “una imaginación femenina desbocada”; en el que solo se cree y compadece a los agresores y en el que, más allá de que ocho hombres vayan a prisión por un crimen sexual, hay una violencia estructural que permanece. Ellas no lo mencionan, pero desde cierta lectura se están refiriendo al patriarcado: “(…) las mujeres viven toda su vida mudas, sumisas, como siervas obedientes…, animales. Se supone que hasta los niños de catorce años pueden darnos órdenes, determinar nuestro futuro, votar para que nos excomulguen, hablar en los entierros de nuestro bebés mientras nosotras guardamos silencio”, dice Salome. 

Sin embargo, también es un mundo que puede cambiar: “Agata coge de la mano a Ona, que coge de la mano a Salome, que coge de la mano a Mejal, que coge de la mano a Neitje, que coge de la mano a Autje, que coge de la mano a Mariche, que coge de la mano a Greta, que coge de la mano a Agata”. Y así unidas cantan.  

Las mujeres de Molotschna toman su decisión basadas en tres anhelos: que sus hijos e hijas crezcan seguros, ser fieles a su fe y poder pensar por sí mismas. Emprenden esa decisión con August Epp como único testigo. “¿Sabías que el periodo de migración de las mariposas y las libélulas es tan largo que a veces solo llegan al destino sus nietas?”, pregunta Ona Friesen, que siente fascinación por los datos raros. Entonces las mujeres, ahora conscientes de que su destino depende de ellas, desvían la conversación para discutir sobre el tiempo, a veces largo, que requieren los cambios.  

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