El silencio de Duque: otra noticia falsa

Han pasado diez días desde que el país conoció lo que hubo detrás del bombardeo y todavía el presidente Iván Duque sigue en silencio. El profesor Juan Ricardo Aparicio explica por qué esa es una estrategia para banalizar la complejidad de la realidad.

por

Juan Ricardo Aparicio

Profesor del Departamento de Lenguas y Cultura de la Universidad de los Andes.


14.11.2019

Ilustración: Daniel Gómez Dugand

Martes, 5 de noviembre. Debate de moción de censura al Ministro de Defensa, Guillermo Botero. El senador Roy Barreras, citante del debate, revela que el Ejército bombardea un campamento de las disidencias y mata a siete niños, incluyendo a una menor de 12 años. 

Miércoles, 6 de noviembre. El Ministro renuncia. El Presidente, interrogado por un periodista después de un foro sobre economía naranja, responde “¿De qué me hablas, viejo?” ante la pregunta sobre qué pensaba él del bombardeo. 

Jueves, 7 de noviembre. El Presidente le rinde un homenaje a Guillermo Botero, ahora ex ministro. Lo califica de “patriota”. No menciona el bombardeo. 

Viernes, 8 de noviembre. El Presidente va a un foro de Asocajas. No menciona el bombardeo. 

Sábado, 9 de noviembre. El Presidente hace un Taller Construyendo País en Barichara. No menciona el bombardeo, pero le echa la culpa de la muerte de los ocho menores a los reclutadores. 

Lunes, 11 de de noviembre. Luego de varias especulaciones sobre el número definitivo de niños, Noticias Uno reveló que, al menos, fueron 18. 

Han pasado diez días desde que el país conoció lo que hubo detrás bombardeo y todavía el presidente Iván Duque no se ha referido al hecho. Ha hablado, sí, de la responsabilidad que tienen los actores armados ilegales sobre el reclutamiento, pero no sobre la responsabilidad que tiene el Estado. Para Juan Ricardo Aparicio, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes, su silencio manda un mensaje: banalizar la realidad y, sobre todo, el poder de las declaraciones.  

* * *

“La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”, escribió Karl Marx en el Brumario de Luis Bonaparte. Quiero pensar que esa frase es determinante para aquel que se inventó esa noción consolidada y homogénea de la ‘seguridad democrática’. 

En el discurso, esa seguridad tenía, al principio, una cierta uniformidad. Pero, para esta segunda etapa, la versión de Iván Duque, la farsa no se sostiene. Es tan evidente la falta de preparación, la improvisación y el desdén absoluto por la vida de los otros, que el Gobierno ha llegado a crear una frontera entre muertos buenos y muertos malos.

El silencio de Duque puede ser la muestra de que estamos llegando a un nuevo conservadurismo populista que conoce la efectividad de las noticias falsas o fake news.

Es lo que pasa cuando le preguntan al Presidente qué opinión tiene sobre la muerte de los niños en un bombardeo del Ejército y, lo único que atina a contestar, es: “¿De qué me hablas, viejo?”. Conocemos todas las evidencias e inclusive podemos entender que pueden cometerse errores, pero un Estado no contesta así. Menos un presidente. Es la cara más farsante y cínica del poder.

El silencio de Duque puede ser la muestra de que estamos llegando a un nuevo conservadurismo populista que conoce la efectividad de las noticias falsas o fake news. El Gobierno sabe exactamente la rentabilidad política de evadir, vía banalizar, que no es nada distinto a decir mentiras. 

Porque el asunto ya no es tener toda la información que no tenemos, de eso tenemos bastante. El asunto es algo mucho más peligroso: tenemos tanta información, que ya no importa. Las declaraciones pueden al final no tener ningún efecto. En medio de oír innumerables voces bajo el pretexto de que todas cuentan, se le quita el peso ético y épico a las declaraciones a las víctimas. Es, también, una forma de banalizar la memoria histórica. 

Por eso es que Iván Duque apela al no saber. Su estrategia es banalizar el relato hasta el punto de convertirlo en absurdo. Estamos en el mundo de la parodia.

Él no es el cínico que dice las verdades incómodas. Más bien, quiere vender un relato que nos zombifica como sociedad, que nos quita subjetividad política, que nos infantiliza. Pero no es cínico y tampoco logra zombificarnos; la movilización social que se está preparando por todas partes va justamente en la dirección contraria, apelando a nuevas e inesperadas formas de subjetivaciones políticas. 

Pasa que Duque difumina cualquier intento de autoridad. Mientras Álvaro Uribe era el pater varonil, clásico, religioso, Duque es bastante invisible: da órdenes por Twitter y cuando abre la boca, sale con barrabasadas, con juegos de palabras del telemarketing que pretenden ser efectistas (por ejemplo, “producir conservando, conservar produciendo”) pero se caen por su ficcionalidad y su simulacro.

Por eso, no es que la sociedad colombiana por fin se esté levantando. Desde muchos ámbitos de nuestra geografía, desde el Cauca con los movimientos indígenas que emergen en los 1970s, desde los movimientos afros, desde los estudiantes, desde la clase media, y hasta desde la nueva Reina de Belleza, se trata de una multiplicidad de actores sociales y políticos que estamos disputando la representación, los bienes comunes, el derecho a la vida y el derecho a la dignidad y al no ninguneo, etc. Y aunque algunas voces quieran negar que existen o inventar fábulas o “cocos” que asustan a los niños como el castro-chavismo o el reciente Foro de Sao Paulo,  la resistencia y la rebeldía están encontrando oportunidades políticas para emerger y convertirse en manifestaciones. La movilización política no se agota en la calle. 

Mientras tanto, el propósito de Duque pareciera no confrontar sino, repito, banalizar. Banaliza la cultura con su discurso de economía naranja y banaliza a las víctimas cuando no se refiere a hechos que, además, las revictimizan. 

Las contradicciones se están acumulando. Hay antagonismos. Los jóvenes,  la misma multitud o la comunidad que viene, ya no tiene miedo de pensarse como sujetos políticos. Han perdido el miedo. 

No es, como han planteado algunos, una cuestión de juventud o inexperiencia. Es su modo de pensar lo que simplifica. Duque es un gran reduccionista de la realidad social. El problema es, como dice mi colega Jimena Hurtado, que el relato simplificador deja la inquietud de a quién le sirve y por lo tanto, quiénes son los que respaldan. Porque el reduccionismo le sirve a alguien, sirve para ocultar un relato histórico complejo y superponer uno tan banal. Por ejemplo, hay toda una economía política que se beneficia de imponer el relato de que aquí no hubo conflicto armado. Es un relato que beneficia a algunos actores de forma directa y contundente. 

Tampoco, como dije antes, tiene que ver con la información, sino con las noticias falsas. Que el uribismo asocie las marchas en Chile, Bolivia o Colombia con una orden de Nicolás Maduro es un error metodológico y una falsedad que las Ciencias Sociales rigurosas pueden desmontar muy fácilmente. La gente, en Chile al menos, está saliendo a las calles porque está agotada de una vida social que solamente está generando deudas y desigualdad. 

Lo mismo pasa con el “castrochavismo”: ese monstruo, ese coco, ese fantasma sinsentido. Es imposible encontrar pruebas empíricas y estructuraciones políticas en esa postura porque es falsa. En cambio, lo que estamos viendo, es una reducción de la complejidad de la realidad de la forma más contundente. 

El fenómeno ocurre a nivel mundial: el consenso democrático neoliberal, que por muchos años fue sólido y legítimo, hoy se está derrumbando. Lo que demuestra muy bien Tomas Picketty por ejemplo, es que este modelo fue muy útil para la producción y aceleración de una desigualdad y el crecimiento exponencial de la concentración del capital. No es el capitalismo, repito, sino el modelo de acumulación de capital. Los grupos sociales y la ciudadanía de calle (que incluye todas las clases sociales), le están disputando el poder al consenso. En parte porque la brújula del poder nunca estuvo sintonizada con el pueblo y porque ya ese consenso tiene grietas por todas partes. “Nos deben toda una vida!”, decía un fascinante graffitti durante las protestas de Chile. 

En esta disputa, la derecha gana si logra promover su potencial de banalizar la vida social, si la gente insiste en que no quiere escuchar verdades incómodas, sino respuestas fáciles, con un bajísimo nivel de realidad pero que tengan sentido dentro de un enorme sinsentido. Es el método de Iván Duque.

No pasaba exactamente lo mismo con Álvaro Uribe. Pasaban cosas muy graves, falsos positivos, interceptaciones a la oposición, etc. Con el expresidente había debates confrontacionales que nunca, sin embargo, llegaron al nivel que despiertan los silencios, la activa desfinanciación o la inquietante paso de tortuga, por ejemplo, de los compromisos del capítulo 1 de Tierras sobre el Acuerdo de Paz de gobierno Duque. Incluso, recordemos, fue durante su gobierno y por orden de la Corte Constitucional dentro del Estudio de la Ley de Justicia y Paz, que la Comisión de Memoria Histórica fue creada, hoy tan criticada por el actual director. 

Pero la estrategia de la banalización, si llegó a plantearse como tal, hoy se está desmoronando. Lo dicen los resultados de las últimas encuestas. Lo dicen las denuncias de las organizaciones público-privadas, lo dice Hidroituango, lo dicen incluso los ríos que llevan lo muertos y que también, como lo recordaban brillantemente Diego Cagüeñas y Fredy Guerrero en un reciente y brillante artículo titulado “Hasta los ríos hablan y hacen memoria”, han sido víctimas del conflicto armado. Lo dicen los resultados de las últimas elecciones locales. Las contradicciones se están acumulando. Hay antagonismos. Los jóvenes,  la misma multitud o la comunidad que viene, ya no tiene miedo de pensarse como sujetos políticos. Han perdido el miedo.

Aún así, ni la perversidad de esta farsa ni el momento coyuntural que atravesamos, son garantías. Lo único que tenemos a nuestro favor es el pensamiento crítico, riguroso y ético donde no todo vale.

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Juan Ricardo Aparicio

Profesor del Departamento de Lenguas y Cultura de la Universidad de los Andes.


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