Muertos buenos y malos o la necropolítica colombiana

Tenemos una recurrente y cambiante estructura de poder que divide el mundo no solamente entre quién vive y quién muere, sino quién merece ser tenido en cuenta, a quién le hacemos duelo, quién no merece luto y qué implica matar a quien se mata.

por

Juan Ricardo Aparicio

Profesor del Departamento de Lenguas y Cultura de la Universidad de los Andes.


30.05.2019

El diario estadounidense The New York Times publicó un reportaje que muestra cómo el comandante del Ejército de Colombia, el mayor general Nicacio Martínez Espinel, ordenó a su cuerpo intensificar el ataque contra “criminales” y “rebeldes” en el país para aumentar así el número de bajas en lo que se conoce como el Body Count: el conteo de cuerpos como medida de éxito. Además, dice que los soldados pueden hacer “lo que sea” para cumplir con esa expectativa, aun si esto implica aliarse con grupos armados. Deja al descubierto que las operaciones deben lanzarse con un 60/70 por ciento de “credibilidad” y “exactitud”, lo que amplía el margen de error para que mueran civiles que no están en combate.

Martínez Espinel reaccionó al quedar en descubierto y en su cuenta de Twitter citó a Elbert Hubbard: “Una onza de lealtad vale más que una libra de inteligencia”. Además, después de la publicación del artículo, reversó la directriz de aumentar el número de bajas en combate. Ante la posibilidad de que los indicios revelados por The New York Times se traduzcan en los falsos positivos 2.0, un capítulo oscuro en el que la fuerza pública con apoyo del paramilitarismo presentó a civiles como “guerrilleros” muertos en combate, ¿a qué inteligencia se refiere Martínez Espinel?

A esta denuncia se acaba de sumar la del senador Roy Barreras que, en pleno debate de moción de censura contra el Ministro de Defensa, Guillermo Botero, dejó en evidencia que en un bombardeo del Ejército fueron asesinados 7 menores de edad en Puerto Rico Caquetá.

Juan Ricardo Aparicio, profesor experto en estudios culturales de la Universidad de los Andes, explica cómo los hechos recientes no pueden eludir instancias históricas del pensamiento sobre la muerte. Se trata de debates que articulan dimensiones filosóficas, políticas y económicas y que atraviesan nuestra historia moderna hasta el presente.

Violencia selectiva y guerra irregular

¿Por qué los líderes sociales son asesinados? ¿Por qué ellos y no la población combatiente? Tenemos una recurrente y cambiante estructura de poder que divide el mundo no solamente entre quién vive y quién muere, sino quién merece ser tenido en cuenta, a quién le hacemos duelo, quién no merece luto y qué implica matar a quien se mata.

En el caso de los líderes, los matan porque son personas importantes y al matarlas dan un mensaje a la comunidad para atemorizarla, dentro del contexto de una guerra irregular. El Body count –número de bajas– es una práctica que viene desde la guerra de Estados Unidos con Vietnam. Es típico de estrategias de contrainsurgencia en donde la regla, dentro de una economía de la muerte y que ataca a la población civil por su supuesta complicidad con el enemigo, dicta que lo importante es el número de bajas reportadas.

Con los falsos positivos, además de la perversidad que implica que la bonificación o el tiempo extra de vacaciones de un oficial sea medido por el número de bajas, se mezclan elementos: por un lado, recordando el famoso Experimento Tuskegee llevado a cabo entre 1932 y 1971 para investigar los efectos de la sífilis en una población: ellos escogen a una población pobre, afroamericana del sur para realizar sus experimentos sin su consentimiento. Hay un documental muy bueno (Miss Evers’Boys – 1997) que explica que el experimento era con esos negros y no con otros porque era fácil mentirles a ellos, no tenían mucha educación, no tenían mucha necesidad dentro de las propuestas. No cualquier persona es un falso positivo. Uno podría pensar que los nuestros son los que están allá en Soacha y no en el norte de Bogotá, porque no cualquiera es víctima o cuerpo sacrificable. Pero por supuesto, entran las madres de Soacha a reclamar y a disputar esta condición de sacrificio de sus hijos.

En el mundo y en la sociedad poscolonial donde la configuración colonial sigue presente, se puede cruzar estadísticamente y ver cuáles son los barrios de las víctimas de los falsos positivos. Se trata de las mismas ubicaciones que tranquilamente pueden expulsarse del cuerpo social sin que eso sea un gran suceso para la sociedad. Los estructuralmente más pobres y marginales de este país son, también, el residuo de una sociedad que se ha formado según la lógica de quien vive y quien muere, que ve víctimas de primera y segunda categoría y que monta Estados desplegados sobre esa teoría de clasificación racial.

Los refugiados, los inmigrantes, los desplazados,  entre otros, también los ubican en esa población. Es una estructura mental que propone distribuir los cuerpos de acuerdo a una clasificación racial.

Distribución social del poder

Habría que ir hasta antigua Roma y recordar al filósofo italiano Giorgio Agamben, quien plantea la existencia en ese entonces del Homo Sacer: la persona que sacrifican a los dioses sin que eso sea visto como un crimen. La comunidad está configurada por la suposición de que hay a quienes se puede matar sin que sea visto como un crimen y ese Homo Sacer es una figura jurídica presente a lo largo de la historia de la humanidad. Algunos ejemplos históricos y contemporáneos pueden ser las famosas limpiezas sociales que los enclaves paramilitares iniciaban en sus territorios, pasando por el famoso debate entre Bartolomé de Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, en el siglo XVI, sobre la existencia del alma de los indígenas para que su muerte fuera más o menos justificable.

Ha sido también un intento por clasificar poblaciones, donde vemos que no solo se desprende la posibilidad de que puedan ser borradas, desaparecidos o excluidas,  sino también esclavizadas. Dentro de la distribución social del poder –o lo que el historiador Aníbal Quijano llama colonialidad del poder–, se divide la población entre quién vive, quién muere, quién es esclavo y quién no, pero todo de acuerdo a la raza. Para muchos, es un relato que tiene un punto culminante con La conquista de América y que sigue estructurando la sociedad hasta hoy.

En el siglo XIX, sin embargo, surge la idea sobre qué es la guerra moderna. Ahí es cuando nace la Cruz Roja y otras instancias del derecho internacional humanitario. Esta empieza a establecer los códigos de guerra moderna, recobrando una figura del siglo XVI, el justus bellus: la guerra justa. Es un concepto que se encuentra en varios ensayos medievales y el tema es que no cualquier guerra, sino una con unos parámetros, puede ser justa: se plantea el principio de proporcionalidad, la división entre combatientes y no combatientes, que es un elemento fundamental del derecho internacional humanitario. De esta manera,  solo pueden ser blancos de guerra los que son combatientes.

En Colombia, esa estructura de pensamiento entre quien merece o no merece la muerte, entre quien merece el luto y quién no, se ubica en unas estructuras de excepcionalidad, de relativismo moral, en donde se requiere una economía que reparte cuerpos y los distribuye en el espacio social.

Pero ya en el siglo XX vemos resurgir en todas partes el homo sacer. Un momento clave fue la guerra en contra de los judíos o el ya mencionado evento del famoso Experimento Tuskegee; es último, en el que murieron varias personas y sin embargo, lo importante fue el valor científico de la investigación. Uno podría pensar, también, por ejemplo, en la isla de Puerto Rico y su ubicación colonial en relación con Estados Unidos, y cómo la misma reconstrucción del país luego del paso de los huracanes, sigue detenida mientras sus ciudadanos son abandonados como no ciudadanos a la precariedad y su propia suerte. Y todo por su locación colonial.

Pero volviendo al caso de los judíos, Agamben nos cuenta cómo antes de que entraran a los campos de concentración y las cámaras de gas,  les quitaban todos los papeles de ciudadanía y lo que querían precisamente era despojarlos de cualquier noción de humanidad, así se reduce la afrenta a sus derechos. Este es uno de los más paradigmáticos.

Ni crimen, ni pecado: el caso Colombiano

En Colombia está el famoso caso del Obispo Builes en Líbano (Tolima), quien a mediados del siglo XX, en un discurso afirmó que no era un pecado matar a liberales. Entonces, el cuerpo social se divide entre quien se puede matar sin que sea visto como un pecado, con dispositivos que ya han creado zonas de abandono tal, que si los matan, tampoco es visto como un crimen.

En el libro de Donny Meertens y Gonzalo Sánchez G,. Bandoleros, gamonales y campesinos (1983:313), sobre la violencia política en Colombia, hay una anécdota muy interesante: resulta que una comisión de expertos va al campo a tratar de ver qué se puede hacer para que el país no repita el ciclo de violencia. Una de las ideas que se ventilaba para el momento, era el de legalizar la pena de muerte como una excusa para que la gente no fuera violenta, es decir: a mayor castigo, más pacíficos. En su disertación frente al Senado el Ministro de Guerra Alberto Ruiz Novoa en 1962, reporta una entrevista que le hacen a un campesino: ¿Qué piensa usted de implementar la pena de muerte? , y le responde: Yo opino que la quiten. Creía, entonces, que vivía en una parte del mundo en donde la pena de muerte era legal.

En Colombia, la impronta colonial ha sido muy importante y, en países poscoloniales, esa estructura de pensamiento entre quien merece o no merece la vida o la muerte, entre quien merece el luto y quién no, se ubica en unas estructuras de excepcionalidad, de relativismo moral, en donde se requiere una economía que reparte cuerpos y los distribuye en el espacio social.

¿Quiénes son acaso los llamados desechables? ¿Los que se pueden desechar? En 1992, varios habitantes de calle en Barranquilla fueron asesinados para vender sus cadáveres a una Facultad de Medicina porque no tenían suficientes cuerpos para hacer sus prácticas, y no fue reconocido como crimen. Un reciclador fue quien relató lo sucedido después de haber pasado por formol.

Tenemos una estructura colonial y eso se contrapone al esfuerzo de una guerra moderna y un estado moderno donde se pregona la libertad. Se exacerba en Colombia por ser un país en donde la colonialidad del poder atraviesa la vida cotidiana, las ideas, los miedos y los deseos.

Si efectivamente se repite el fenómeno de los falsos positivos, ahora sumado a la matanza de líderes sociales que lo que defienden es la tierra, habría que entender que nos muestra lo peor de un proceso de paz en un país con la necropolítica asociada a ella.

Hace muy poco tiempo, María Victoria Uribe, exdirectora del Icanh y exinvestigadora del Centro Nacional de Memoria Histórica, publicó el libro Miedo al pueblo, Representaciones y autorrepresentaciones de las FARC (2018) sobre precisamente el miedo de las élites al pueblo: ¿por qué ese miedo y ese pánico a la otredad y a la diferencia? Y parte de la forma en cómo se resuelve esta pregunta es sacándolos del reino de la humanidad, deshumanizándolos.

En otro trabajo ya clásico de la Violencia en Colombia de la misma autora, Matar, rematar y contramatar. Las masacres de La Violencia en Tolima 1948-1964 (1990), plantea  la importancia que ha tenido una gramática de la muerte donde no solo  se mata, sino se vuelve a matar. Es por esto que en Colombia a las personas las han desmembrado, después de matarlas, o las han desaparecido en ácido, convirtiéndolas en desecho: toda una gramática de la muerte. La expulsión de todo rastro de humanidad.

Carne de cañón

En Colombia la fuerza de reclutamiento también tiene una población objetivo. Se matan entre quienes son de sus mismas comunidades. Lo cierto es que las nociones de simpatía, afinidad y unión pueden vehiculizar mejor esas estrategias de reclutamiento u otros dispositivos. Es decir, no hay una garantía de que yo por ser negro soy amigo de lo negro, y no es gratuito que seamos lo que somos por la historia que hay detrás de nosotros.

Es inquietante que en nuestras sociedades, lo común, en momentos de abandono, de crisis, de amenazas, se rompa. Pero habría en verdad que decir que esa crisis o esa excepcionalidad que rompe el cuerpo social en dos bandos, recordando a Walter Benjamin, ha sido la normalidad de nuestra historia moderna.

Volvamos a la definición del dêmos (pueblo), una definición basada entre quienes son y quienes no son ciudadanos, como las mujeres y los esclavos. Así la política ha sido un juego entre quién entra y quién sale, entre la inclusión y la exclusión. Se basa, y lo dice la politóloga belga Chantal Mouffe, a partir de quién es mi amigo y quién es mi enemigo es desde donde se crea comunidad. Una política antagonista.

Pero una cosa es que haya antagonismos, porque las diferencias son sanas , y otra muy peligrosa es la idea del consenso, de que todos pensemos igual. Y esto nos lleva directamente al análisis de  la biopolítica en Foucault, la cual, a través de la medicina pública busca producir cuerpos soñados y normalizar las diferencias, o través del exterminio de las clases favorables –como el caso nazi–, para buscar en el fondo mejorar el cuerpo de una población.

En Colombia, sin embargo, hablamos es de necropolítica, un término empleado por el filósofo Achille Mbembe, que consiste en la eliminación: yo mato a los desfavorecidos para mejorar el cuerpo social. En contraposición a esto,  uno pensaría que la misma idea de una democracia republicana se fundamenta  en cómo vamos a vivir en medio de esas diferencias y no en su aplanamiento.

Guerra horizontal

La necropolítica de Colombia no está en el vacío, está asociada a una economía de territorio: control territorial, corredores legales e ilegales, recursos, extractivismo, etc.

El error historiográfico del conflicto en Colombia, tal como dice Iván Orozco, especialista en derecho constitucional y en teoría del derecho, es pensar que hay una guerra vertical, entre buenos y malos, entre Estado contra población. Si vamos a Hannah Arendt, en Colombia hemos tenido es una guerra horizontal, donde hay zonas grises, donde unos pasan de un bando a otro, ejemplo: los ex Ejército Popular de Liberación (EPL) se convirtieron en el partido político Esperanza, Paz y Libertad y después en paramilitares.

Aquí no hay guerra como tal en el vacío, sino una serie de disputas que difuminan la frontera entre quiénes son buenos y quiénes malos. Son sistemas profundamente contradictorios y parte de la contradicción se detiene entre quienes son ciudadanos de primera condición y quienes son de segunda. Requerimos una víctimas sacrificables y no son de cualquier tipo, son de grupos poblacionales que han sido clasificadas históricamente como homo sacer.

Colombia responde a los pensamientos de la mente de una estructura colonial. Alonso Sánchez Baute en su libro Líbranos del bien cuenta cómo regresa a su casa en Valledupar y le pregunta a su abuela que si se acuerda de las masacres paramilitares que han ocurrido en la época y la razón por la que el pueblo las financió. A esto, la abuela responde: “por el nombre del bien nos tocó defendernos”, y “tú condición de homosexual evita que puedas entender esto». La abuela hacía referencia a un bien más allá de todo. Por eso mismo ese famoso dicho: “El camino al infierno está labrado con buenas intenciones”, porque muchos de estos crímenes que estamos hablando fueron hechos “con buenas intenciones”.

Si efectivamente se repite el fenómeno de los falsos positivos, ahora sumado a la matanza de líderes sociales que lo que defienden es la tierra, habría que entender que nos muestra lo peor de un proceso de paz en un país con la necropolítica asociada a ella. Y más aún, cuando el proceso de paz llega finalmente a los territorios y es ahí cuando se pone en marcha esta necropolítica de eliminación de la diferencia.

En Urabá, por ejemplo, la meta de las élites antioqueñas era construir una carretera al mar: una obsesión por independizarse del Magdalena y tener un propio puerto. Por más de medio siglo, construyen la carretera al mar que finalizan en 1956. Hoy en el muelle de Turbo, el Wafle, hay una estatua de una estirpe antioqueña de esas únicas, de Gonzalo Mejía, el gran hombre detrás de esta empresa. Mientras que la estatua señala al mar, quizás y heroicamente, indicando el camino del progreso hacia el mar, en Turbo, de mayoría afrodescendiente, se reporta un chiste local que responde a este gesto de forma irónica. Aseguran que lo que la estatua afirma es: ¡Negros, al mar! Un blanqueamiento de la población. Víctimas sacrificables que solo tienen sentido dentro de una estructura colonial racial.

 

[N. de la E. esta historia fue actualizada después de publicada, ante las denuncias del senador Roy Barreras]

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Juan Ricardo Aparicio

Profesor del Departamento de Lenguas y Cultura de la Universidad de los Andes.


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