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El rollo de hacer documental

El tráfico de este género en Colombia no solo depende de sus realizadores: también del público, la vitrina y de lo incómodo que pueda resultar su contenido para el poder.

Esta semana un documental fue protagonista de una polémica. El expresidente Álvaro Uribe escribió varios comentarios en su cuenta de Twitter. En ellos insinuaba que Cine Colombia faltaría a la objetividad si exhibía en salas el documental La negociación, realizado por la periodista Margarita Martínez. La negociación es el resultado de seis años de filmación en la Habana, escenario de conversación entre Gobierno y las FARC. La película empieza cuando el jefe guerrillero de la etapa secreta Mauricio Jaramillo, alias de “El Médico”, sale hacia Cuba en un helicóptero desde las selvas del Guaviare —curiosamente a 40 kilómetros del epicentro de la Operación Jaque—, y cierra con el acto de posesión del actual presidente Iván Duque.

“Srs Cine Colombia”, trinó el senador Uribe, “Faltan uds a la objetividad al facilitar que nos acusen al dr Fernando Londoño y a mi persona d enemigos de la paz [sic]”. Munir Falah, presidente de la compañía, dijo entonces que la empresa debía “tomar una decisión sensata, que sea la mejor para el país”. Durante unas horas, fue imposible comprar boletas en la página web de Cine Colombia y pronto se prendieron las alarmas de censura. Luego de que varios medios expresaran su rechazo a lo ocurrido, y que el hashtag #IréAVerLaNegociación fuera tendencia en redes, el documental volvió a aparecer disponible en la página de boletería y Falah aseguró en un comunicado que su empresa “nunca fue presionada” para retirar la película y que se exhibirá tal como había estado planeado en un principio.

No es la primera vez, sin embargo, que un documental político colombiano se ve envuelto en un rollo de censura comercial. El tráfico de estos documentales no depende únicamente de los realizadores; también de los espectadores, de las empresas de exhibición y distribución, de la temática que abordan y, a veces, de lo incómodo que pueda resultar su contenido para el poder.

Agente público: el horror del espejo

Las cifras del Informe de la industria cinematográfica del país, en 2017, enseñaron que mientras películas distribuidas por Cine Colombia como El Paseo 4 o El Coco —ambas dirigidas por Juan Camilo Pinzón y escritas por Dago García—, sumaban entre 1’130.107 y 460.583 espectadores, respectivamente; documentales colombianos como Señorita María, la falda de la montaña (2017) de Rubén Mendoza o Amazona (2016) de Clare Weiskopf, con la misma distribuidora, llegaban a 40.353 y 32.460 espectadores, respectivamente. Las cifras, aunque más bajas, no son despreciables.

De hecho este es, sin duda, un buen momento para el cine documental. Todo comenzó por el fin (2015) de Luis Ospina, barrió. Un retrato autobiográfico, con más de tres horas de duración, que estuvo un año y cuatro meses en cartelera. La ecuación: a mayor número de espectadores, más tiempo al aire.

Hay unos que tienen el beneplácito y el músculo financiero para promoverse y otros que siguen naufragando porque son temas que tocan intereses y política. Esa es la idea que el antropólogo e investigador Pablo Mora defiende. El documental sobre guerra —como explica—, no le interesa a mucha gente a menos de que provenga de productoras que tienen ciertas tendencias. 

Para el crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga, ni los canales privados ni las empresas de distribución privada, como Cine Colombia, tienen compromisos con las causas sociales o los valores democráticos. “Tienen un compromiso con el dinero, con la audiencia y con el raiting. No con temas que podrían ser contraproducentes para ellos. Cine Colombia, por ejemplo, tiene una directiva concreta de no comprar películas con contenidos LGBT, los exhibe pero no los distribuye. Prefiere temas neutrales. Yo valoro mucho lo que hacen con contenido alternativo, pero a quién le puede molestar Joseph Beuys o Chaplin”, comenta el crítico.

La visibilidad de un trabajo está sujeta a la fuerza de promoción, así como la oportuna generación y formación de un público antes de lanzar la película. Así lo cree Clare Weiskopf, de Amazona, quien asegura que todavía hay campo para la parte más humana de la guerra y que no se ha explorado del todo. “En Colombia la gente es resistente a ver películas sobre el conflicto: quiere hacer borrón y cuenta nueva. Y lo contrario es necesario para entender quiénes somos”, concluye.

Lo mejor que se está haciendo en el cine colombiano es en el campo documental –asegura Luis Ospina–.

Hay una paradoja. Al terminar la primera proyección de La Negociación, con sala llena, el público se paró a aplaudir. Y es que, según el crítico y ensayista Omar Rincón, cuando a la gente le preguntan qué es lo que en realidad le gustaría ver, siempre contesta: documental. Y no admite que le cuesta verlo. La razón, según él, es que han perdido la alegría. Todo es problema, todo es angustia: “Más en Colombia, un país que se especializó en revelar el lado oscuro de la humanidad y a la humanidad, cuando está tan oscura, no le gusta verse. Huye”, como expresa.

Margarita Martínez, sin embargo, ha conseguido burlar las expectativas del cine documental. En 2005, junto a Scott Dalton, Martínez rodó La Sierra, una historia sobre la violencia urbana bajo dominio paramilitar en Medellín. Con un entrenamiento en el periodismo encontró una historia en las empinadas faldas, de casas que se cubren con techos de hojalata, y filmó el entorno de “la matazón tan absurda de muchachos entre los 15 y los 25 años, cuando la tasa de homicidio era de 300 por cada cien mil habitantes…”, como detalla. Lo suyo, o así lo pensó en 2006, era un enorme anhelo por evidenciar la experiencia de la juventud en un país en guerra.

Durante dos fines de semana La Sierra pasó en horario prime en el Canal Caracol: un domingo por la noche y, al siguiente, un sábado por la tarde. El rating fue de más de diez millones de personas. Fue el motor para que el canal Caracol, como explica, abriera una franja destinada a emitir contenido documental. “Estuvo bendito. He hecho otros y ninguno ha sido como ese”.

Rincón dice que los documentalistas nunca van a decir que sus productos no son fáciles de ver o que no tienen en cuenta al público al concebirlos. Estos trabajos, cree, son productos de autor a pesar de que a los autores mismos les cuesta reconocerlo y, cuando lo hacen, lo hacen despreciando al público: “En Colombia existe un doble pecado: ‘es que el público es bruto’, acusan. Y luego se ponen bravos porque no ven lo que hacen. Parte de la inteligencia de los realizadores, entonces, debe ser considerar al público en lo que es: ciudadanía. Y querer conectarse con ella”. Para él, el caso de La Sierra sí es el más destacable en tanto permite entender el problema en Colombia: “El Estado no funciona. A los matones se les admira. Las mujeres siguen adorando al hombre guerrero y no al hombre pacífico”.

Pablo Mora, por su lado, asegura que no somos un público educado para arriesgarse a notar cierto tipo de cosas en los documentales políticos, como sí ocurre en otros países (Inglaterra o Alemania), donde independientemente de la línea editorial del documental, puede ver las películas críticamente. De hecho, desde que Mora fue el director de la Muestra Internacional Documental de Bogotá, abrió una ventana exclusiva al tema del conflicto y la sección se llamaba, aún: ‘Espejos para salir del horror’.

Agente vitrina: con el trabajo al hombro

La película de Weiskopf estuvo cinco semanas en cartelera nacional y ella cree que se debió al efecto dominó de un voz a voz, porque el largometraje fue aceptado por el público gracias al tema, uno que juzga de universal: un relato pendular entre el duelo y el alumbramiento femenino.

Confiesa Weiskopf que Cine Colombia fue la única empresa que le abrió la puerta. A todas las demás envió cartas y le contestaron que no les interesaba el documental. Los síntomas de la distribución parecen regulares. Mora explica que si bien la industria (empresas de exhibición y distribuidores, sobre todo) tienen el imaginario sobre los documentales —que ha ido cambiando— de ser una carga de ladrillo, aburridos o, en el peor de los casos, de denuncia y que golpea al establecimiento e inhibe la relación entre estos con los productores; en la otra orilla ha habido una inercia muy grande de los autores para buscar nuevas ventas y negociar con las obras para moverlas.

Lo mejor que se está haciendo en el cine colombiano es en el campo documental, como asegura Luis Ospina. Cree que muchas películas están saliendo y teniendo más público que algunos de los largometrajes costosos, a pesar de que el Fondo de Desarrollo Cinematográfico destine la mayoría de sus recursos a los segundos.

La Sierra, por ejemplo, obtuvo el primer premio al mejor documental en el Independent Filmmaker Project (ifp) – Nueva York y gracias a esto, AP hizo una pequeña nota que permitió que se ojeara con lupa su trabajo en Colombia. Con esto, Pablo Laserna, entonces presidente de Caracol, decidió comprar el material, pero no emitirlo. “Había como una suerte de pudor, era algo nuevo. Conseguimos a un agente de ventas que, en ese momento, era uno de los más prestigiosos en comercialización de películas políticas y sociales. La Sierra fue comprado por HBO Olé y, a partir de eso, hablamos con Caracol y preguntamos por la emisión. Lo programaron de inmediato”, relata Martínez.

La comercialización para Martínez, en esta ocasión, tampoco estuvo fácil. Aunque fue invitada a realizar un registro visual por la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, que fue transmitido por Señal Colombia –Rostros de paz (2012 – 2017)–, se quedó los seis años filmando para presentar hoy La Negociación. Hizo para la posproducción una campaña de colecta digital, un crowfunding, con el que recogió 80 millones para pagar el derecho de exhibición en salas. Y ahora, no reconoce el cine como única ventana, dice que una vez se vea en pantalla, debe montar su trabajo al hombro y caminar con él.

Las pantallas del cine ya no son las únicas. Muchos empiezan a explorar otras plataformas, bien sea documental expandido, performances documentales, muy cercanos al teatro, etc. —Daniela Castro y Nicolás Ordóñez, directores del documental La Mujer de los Siete Nombres (2018), lo distribuirán a través de memorias USB junto a unas maletas con un kit de material didáctico que viajará por el país para que mujeres líderes trabajen con sus comunidades—. O está el docuweb, que también ha tenido ejemplos interesantes, como enumera Mora. Para él, también productor de La Resistencia en la línea negra (2011) del director arhuaco Amado Villafaña, la exhibición tiene hoy más posibilidades: “En términos de vanguardia narrativa, nosotros no tenemos nada en qué descreer de lo nuestro con lo que pasa en el mundo o en los centros hegemónicos, donde aparecen los modelos de conducta de lo que debe ser un documental”.

Sin embargo, la cultura colombiana para Rincón es súbdita, donde se espera que todo lo haga “el papá Estado”. Que si un documental fracasa –dice–, es culpa de Caracol, Cine Colombia, Proimágenes o del Gobierno. “Cuando fracasa con la ciudadanía es culpa del documental mismo y del autor que está haciendo un trabajo que no tiene en cuenta los circuitos de los gustos. No quiere decir que tenga que hacer porquerías, no. Pero puede ser una porquería intelectual”. Para él, el documental como hecho excepcional de la cultura, requiere una programación con un empaquetamiento distinto, incluso, estableciendo estrategias de acercamiento por parte de los realizadores más autónomas.

Agente censor: cine marginal

A finales de octubre Cine Colombia presentó El Testigo, un documental que hace un cuidadoso recorrido al trabajo del fotógrafo paisa Jesús Abad Colorado, quien ha dedicado su carrera a retratar los horrores de la guerra en Colombia. Fue hecho por la británica Kate Horne y producido por Caracol Televisión por lo que, posiblemente, sea llevado a la pantalla chica. Por otra parte,  El Silencio de los Fusiles (2017), un thriller político realizado por Natalia Orozco, fue uno de los primeros largometrajes con el expresidente Juan Manuel Santos hablando ante cámara. Fue la cinta inaugural de la 57ª edición del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias FICCI. Pero no es el tráfico de todos los documentales políticos.

Mora cita el caso del documentalista Jorge Enrique Botero que con el reportaje Noticias de guerra, en que aparecen imágenes muy directas y crudas sobre las condiciones de los prisioneros de guerra de las FARC, fue censurado por el canal para el cual fue hecho: Caracol. “Contrasta esto, me parece, con las películas más recientes que inauguran Festival con discurso del presidente abordo», dice Mora. Cuando estuvo al frente de la Muestra Internacional abrió una ventana exclusiva al tema del conflicto y el catálogo relataba lo que estaba pasando en las regiones del país, pero no trascendía, justamente, porque había una aversión en el mundo de la industria, como piensa.

Zuluaga asegura que Marc Silver, realizador de El fin de la guerra (2017), tuvo más acceso en La Habana que Orozco, porque era amigo del hijo del expresidente Juan Manuel Santos. Cuenta que, en calidad de jefe de programación del FICCI, cuando decidieron inaugurar el Festival con El Silencio de los Fusiles, porque era un documental responsable periodísticamente, se formó un debate dentro de la organización. Por una parte, el documental recibió recursos del canal RCN –que no estaba de acuerdo editorialmente con su contenido– y, por otra, convencer a los Ardila para abrir con él.

Lo mejor que se está haciendo en el cine colombiano es en el campo documental –asegura Luis Ospina–.

Históricamente, el Estado y las empresas han tenido un papel fundamental en determinar el tipo de trabajo que pueden o no hacer los documentalistas colombianos, y qué se puede o no emitir en la pantalla. Para Zuluaga, esto es propio de la estructura cultural en Colombia, en donde aquello que se hace desde los centros de poder, será más destacado que aquello que no, porque son esos mismos centros los que distribuyen. Para él, no existe necesariamente una censura estatal pero sí una censura comercial. 

En vía paralela está Impunity (2010) de Juan José Lozano y Hollman Morris que fue sobre proceso de desmovilización de los grupos paramilitares en el Gobierno Uribe. Se presentó, fundamentalmente, en festivales regionales y fuera del país. O No hubo tiempo para la tristeza (2013) que relató los hallazgos del Informe Basta ya Colombia. Memorias de guerra y dignidad, del Centro Nacional de Memoria Histórica, y cuyo tráiler fue censurado en su momento por Cine Colombia. El documental estuvo a cargo de la periodista Patricia Nieto, como guionista, y del realizador Jorge Mario Betancur.

Aunque Luis Ospina cree que son precipitados los trabajos que ahora proliferan sobre el conflicto colombiano, y que los temas políticos, en su mayoría, son apresurados y apasionados y por tanto no muy efectivos; Martínez, en cambio, cree que siempre es el momento oportuno. Lo justo sobre el tiempo en que emergen es que llenan esos agujeros oscuros que a los medios se les escapan. Al terminar La Sierra, comenzó un proceso de desmovilización paramilitar en el país. “Ya hicieron los periódicos los primeros relatos, ahora los documentales se posicionan en su renglón”, propone Martínez.

La documentalista piensa, para terminar, que cuando se estudia la violencia del país se sabe que la policía conservadora Chulavita mató a las guerrillas liberales (1948 – 1953). Las persiguió y despojó de sus tierras. “Esa es una verdad histórica a pesar de no haber sido la verdad política del momento”.

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