El amor en los tiempos del Coronavirus

El Coronavirus nos separó las manos, nos prohibió los besos, nos impuso las pantallas y los teléfonos como única vía de contacto. Nos cambió el amor. Este es el relato de cuatro personas que han reinventado y redescubierto el amor desde su reclusión.

por

cerosetenta


16.04.2020

Ilustraciones: Camila Bolívar.

Que la muerte no nos pesque acurrucadas de miedo
obedeciendo órdenes idiotas, que nos pesque besándonos,
que nos pesque haciendo el amor y no la guerra.
Que nos pesque cantando y abrazándonos, porque el contagio es inminente.

Desobediencia, por tu culpa voy a sobrevivir, María Galindo

 

El Coronavirus nos cayó de sopetón y lo cambió todo. Los horarios, los trabajos, las comidas, los planes, las pintas, los sentimientos. También nos cambió el amor. Nos encerró los cuerpos y nos obligó a redescubrir cómo mantener y crear vínculos con otros. Nos separó las manos, nos prohibió los besos, nos impuso las pantallas y los teléfonos como única vía de contacto. Nos cambió las palabras por mensajes de texto y las caricias por stickers de WhatsApp. La pandemia nos ha llevado a reinventar lo afectivo de formas tan diversas como las mismas formas del amor. Nos urge el contacto físico y la cercanía y en el aislamiento inventamos y descubrimos cómo suplir eso que nos falta.

Así es como cuatro personas en Bogotá han reinventado y redescubierto el amor desde su propia reclusión.

1.

En la cuarentena he hablado más con Felipe que con mis papás y mi hermana. Lloré en la víspera del último día del simulacro porque a mi familia no le parecía buena idea que fuera a visitarlos: un riesgo innecesario, dijeron. Sin embargo, han pasado catorce días sin verlos y hablo más con Felipe que con ellos. Ahora, con la extensión de la cuarentena, completaré cuarenta y dos días encerrado cuando todo termine y cuarenta y nueve sin ver a Felipe.

Las videollamadas se han hecho mucho más frecuentes y más largas, en parte porque vemos películas y leemos libros juntos. Lo llamo desde mi cama antes de dormir, desde la cocina mientras lavo los platos o desde el estudio antes y después de trabajar. Un día le hablé desde la hamaca de la sala, por el puro capricho de que viera otro fondo. Él casi siempre está en su cuarto, pocas veces lo he visto ir a la cocina o al baño a cepillarse los dientes, y entonces deja el celular mirando al techo y no puedo verlo. No he vuelto a ver su sala y recuerdo que tiene una ventana enorme. Lo que veo de él es un plano medio permanente en el que solo parecen variar los colores de sus camisetas y me dan ganas de decirle que abra el plano, que me deje verlo en otro lugar y de cuerpo entero. Me he dado cuenta de que el gris y el amarillo le lucen, le resaltan los ojos enmarcados por las gafas y el pelo, que lo tiene largo. Le digo que se ve lindo. Me causa ternura cómo eso parece tomarlo por sorpresa y me dice gracias.

Nos vemos mucho sin bañar y en pijama. Algunos días compartimos fotos de nuestros cielos e insisto en hacer como que bailo con los brazos para no aburrirlo, para entretenerlo mientras hablamos. Los libros se volvieron algo “habitual”: compramos dos libros de cuentos juntos por internet, yo le compré uno para que se lo enviaran envuelto en papel regalo y él, sin avisarme, me envió por Rappi copias extra que tenía de otros tres. Leemos en voz alta por turnos: él lee un capítulo o un cuento y yo el siguiente, hasta terminar. No son tan largos y no hay mucho que hacer, así que un libro puede durar un día o incluso menos. Me gusta escuchar cómo lee. Me gusta cómo se hace el chistoso leyendo las palabras escritas con muchas erres, como si las dijera una mujer con acento francés.

Con las películas es más difícil: intentamos poner play al mismo tiempo pero el internet —el mío— falla. Yo actualizo el Google Chrome, le pongo play de nuevo y le aviso cuando llego a la parte donde él va para que retome. Me gusta cuando puedo escuchar que su película y la mía se reproducen con apenas unos segundos de diferencia. Las mejores las ha escogido él y ahora creo que tiene mejor gusto que yo. Se quedó dormido con El hoyo y se quedó repitiendo varios días “la pannacotta es el mensaje”. Descubrí que nunca había visto Ghost, la sombra del amor y, cuando la terminamos, le pareció solo “chévere”. Las últimas veces hemos visto esas películas de animación de Estudios Ghibli que a uno siempre le terminan rompiendo el corazón.

Al final, la pregunta no es cuándo podremos vernos, porque nos vemos con frecuencia a través de una pantalla, sino cuánto tiempo pasará hasta poder estar en el mismo lugar. Hablamos de eso y me dijo que tenía la esperanza de que la “memoria epidérmica” —no sé si lo leyó o se lo inventó— hiciera que nuestro primer próximo encuentro no fuera tan extraño, que la piel recordara inmediatamente lo que era abrazarnos o besarnos. Pero por ahora, como un impulso conscientemente inútil, acercamos los dedos a la cámara del celular al tiempo y esa es la manera que tácitamente hemos inventado de una especie de caricia. Nos repetimos que nos queremos, pero en ese gesto diminuto es que siento la expresión de nuestro cariño.

En este tiempo he pensado en Felipe como una compañía constante artificial pero indudablemente humana y cercana, algo tipo Samantha en esa película de Spike Jonze, Her: una voz que, por fortuna, también tiene cara y que cuando sonríe me produce ternura y ganas de abrazarlo. Escribí este texto a escondidas de él. Ahora, que han ganado mayor significado los gestos virtuales, siento que esta podría ser mi nueva forma de decirle que lo quiero y que no dude que querré verlo y darle un beso cuando nos dejen salir.

2.

Tres meses antes de la pandemia, mi novia de tres años me terminó. Soy un hombre de 38 años, así que la ruptura traía otro reto: recuperar la confianza y el autoestima y poder conocer a alguien que me interese de verdad. Alguien de mi edad.

Una de las últimas veces que salí antes de la cuarentena comprobé la dificultad de acercarme a una extraña, así que decidí recurrir a una herramienta que hasta entonces había evitado por parecerme banal y, en el fondo, por estar chapado a la antigua: descargué y abrí Bumble, otra aplicación del estilo de Tinder.

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Hoy, encerradxs, miramos por la ventana. Cuando nadie está fuera de foco, se destapa la discusión sobre la ética del testigo o espía.

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Comencé a hablar con varias mujeres en la aplicación. El martes antes del inicio del aislamiento me vi en persona con una de ellas. Caminamos, entramos a un café, hablamos durante unas dos horas. Me di cuenta de que no había esa chispa sexual de las primeras citas de películas, pensé que a lo mejor seríamos buenos amigos. Luego cada uno tomó rumbo a su casa sin saber que desde entonces tendríamos que estar encerrados indefinidamente.

Durante este aislamiento, y con la desidia del paso de los días que se siguen sin diferenciarse uno de otro, gran parte de mis horas muertas las dedico a deslizar a izquierda y derecha en Bumble. Cuando logro un match (y digo que lo logro porque no es tan fácil), las conversaciones se suceden más o menos igual:

—¡Hola! ¿Cómo estás?
—Bien, en casa. Jajaj
—Claro, así estamos todos, jajaj
—¿Cómo te ha tocado la cuarentena?
—Estoy sola en mi apartamento.
—¿Y cómo has estado, te ha dado muy duro?
—Sí, mucho. O no? No sé, mentiras, hay días buenos y días malos…
—Claro, así estamos todos…

Algunas conversaciones logran saltar a Whatsapp (la primera verdadera muestra de interés). Pero la mayoría no pasan de los primeros saludos antes de caer en el olvido.

Antes de la pandemia, una amiga me dijo que pensaba que muchas mujeres no buscaban sexo en la aplicación, sino más bien conectar con otro. A los pocos días de esa conversación entramos en cuarentena preventiva y luego obligatoria. Así que lo tomé como una lección. Dejé de buscar sexo como un hombre despechado de 38 años que baja una aplicación de citas con la esperanza de hacerlo todo más fácil. Entendí que las mujeres buscan conectar con alguien, en algún nivel, antes que querer entregarse a las facilidades libidinosas de un mundo hiperconectado por internet.

Hoy, más de 20 días después de verme con la única mujer que he podido conocer en persona de Bumble, sigo hablando con ella todos los días. Creo que sin la cuarentena no habría pasado nada más entre los dos. Es extraño, pero es como si el mismo aislamiento hubiera hecho evolucionar nuestras conversaciones de la trivialidad a una extraña confianza que nos ha permitido hablar de nuestros deseos y miedos más íntimos. En medio de la distancia nos hemos acercado. Nos hemos vuelto más reales y directos separados por una pantalla, unos cuantos kilómetros y una cuarentena de por medio.

Pero no he dejado de usar Bumble. De hecho, ahora también tengo Tinder. Supongo que en estos días raros quiero conocer tantas mujeres interesantes como pueda, con la esperanza de que con alguna de ellas logre mantener la conversación hasta que podamos volver al exterior y efectivamente tengamos una relación. O tal vez solo quiero sexo y en el fondo quisiera que me enviaran nudes sin tanto preámbulo. O quizás es la manera que tengo de ignorar la ansiedad creyendo que “levantando” por internet estoy más en sintonía con la realidad digital del mundo. Acaso sólo sea una manera de engañar la soledad. Si el mundo se acaba con esto, no quiero haber perdido el tiempo en mensajes ambiguos ni coqueteos redundantes. No quiero dramas innecesarios ni falsas expectativas. No quiero sentir que perdí el tiempo con alguien cuando pude haber estado con alguien más. Quiero, a todas luces, conectar.

3.

Llevábamos un par de meses viéndonos cuando todo esto empezó. Exactamente eso, dos meses. La noticia de la cuarentena nos llegó en medio de la transición en la que los encuentros ocasionales de fin de semana se empiezan a alargar y a convertirse en otro tipo de intimidad.

Unos días antes de que empezara la cuarentena me escribió por WhatsApp: una frase tímida para insinuar lo que yo ya había estado pensando, teníamos solo un par de días para poder vernos en quién sabe cuánto tiempo.

Nos vimos esa misma noche. Acostados en mi cama, le dimos por accidente rienda suelta a una intimidad que la timidez y la torpeza nos había restringido otros días y que tal vez ahora nos permitíamos ante la fatalidad de lo que se venía. Hablamos por horas, me contó una historia de su vida que interrumpió con un “esto no se lo he contado a casi nadie”. Yo le conté una historia de mi vida que no le he contado a casi nadie. Luego follamos con la intensidad, y tal vez incluso el cariño, de saber que lo estábamos haciendo en medio de una especie de Apocalipsis.

Al otro día se fue temprano, tenía cosas que hacer. La despedida fue larga y silenciosa. Todo intentamos decírnoslo en besos y miradas, el pudor de estar aún en una etapa en la que la confianza es sobre todo un augurio nos impedía las palabras.

Ahora, más de 20 días de cuarentena después, cada día viene con un sentimiento distinto frente a lo que esto es o no es y cómo se mantiene en la distancia. Cada sentimiento amplificado por la zozobra del aislamiento.

Hay días de desear que esa noche hubiera sido la última vez en la que hubiéramos sabido del otro. Desde entonces, nuestro contacto han sido conversaciones de WhatsApp en las que a menudo mis palabras quedan sin respuesta por horas. Horas en las que el aislamiento me da todo el tiempo mental para rumiar ansiedades e inseguridades. Eso no es nuevo, desde antes, hablar por WhatsApp ha sido un esfuerzo por coordinar dos ritmos distintos de comunicación a través de las pantallas. Todo se solucionaba cuando nos encontrábamos: entonces él se volvía tan presente como no lo estaba en nuestras interacciones virtuales.

Pero ahora, con los cuerpos confinados, lo que reina es la ausencia. Una ausencia aún más espinosa por la posibilidad constante de poderse comunicar y no hacerlo. Probablemente nada de esto sería tan abrumador bajo otras circunstancias, no es así en tiempos en los que el contacto humano se siente aún más urgente y en que los sentimientos se sienten más frágiles.

Luego están los otros días: los de tranquilidad que llegan después de una videollamada de horas en la que se siente la cercanía inexistente de otros días. También los breves mensajes en los que ha confesado que no vernos es tal vez una de las cosas más duras del aislamiento. El alivio. La emoción entre pecho y estómago. Luego otra conversación fluida y al final otro mensaje que queda sin responder por horas. Luego una apuesta: un avance por explorar la intimidad en la distancia. Y luego la respuesta insatisfactoria de haberse puesto vulnerable y no recibir una reacción proporcional al esfuerzo.

Y un pensamiento inevitable: tal vez esta crisis que nos aleja sea la estocada final de algo que estaba empezando y que necesitaba nutrirse del contacto corporal para convertirse en lo que fuera que estuviera destinado a convertirse. Con puertas y kilómetros de por medio, y una comunicación virtual que no logra las expectativas que el cuerpo y la emoción recluidos demandan, cada día se vuelve un acertijo sobre el impacto que la crisis dejará en nuestras relaciones y que se pondrá a prueba cuando los cuerpos se puedan volver a encontrar.

El día 20 de cuarentena decidí exponer mi vulnerabilidad. No fue una decisión fácil, ¿qué tanto se le confiesa y qué tanto se le pide a una persona con la que en realidad no se tiene una relación? ¿Qué tanta conexión se le pide a alguien con quien hasta ahora se estaba empezando a conectar? Y entonces inicié una conversación que bajo circunstancias normales tal vez no hubiera pasado: confesar que a veces sentía desconexión, que sentía que algunas de mis iniciativas no habían sido correspondidas. Que me sentía triste ante la incertidumbre e idiota por pedir cosas que tal vez no venían a lugar.

Al final, prefería lidiar con lo que fuera que mis palabras provocaran a seguir ahogándome en el aislamiento con incertidumbres y sentimientos que se agrandan en la distancia.

“Mejor tener certeza de algo en estos momentos de tanta incertidumbre”, me respondió después de varios mensajes en los que quedó claro que mis sentimientos eran producto de un escaso uso de WhatsApp de su parte y de una serie de problemas de comunicación propias de los intercambios por chat. “Me gustaría seguir en contacto contigo, particularmente, durante esta coyuntura. Si no, todo sería más triste de lo que es”.

No fueron confesiones trascendentales de lo que sentíamos por el otro. No fueron declaraciones de amor dignas de contarse. Ni fueron revelaciones de lo que aspirábamos que fuera esto que hasta ahora empezaba a ser. Fue la conversación que pueden tener dos personas que apenas hace un par de meses se conocen y que se habían empezado a conectar. Con timidez nos dijimos que queríamos seguir en contacto. Fue toda la expresión de afecto que nos da la torpeza de seguir siendo un poco extraños.

4.

Antes de todo hay que saber dos cosas de mí. Primero, hace dos años nadie me interesa en lo más mínimo para tener una relación. Segundo, nunca me he enamorado. A mediados de marzo, lo primero cambió: por primera vez, después de mucho tiempo, sentí interés por alguien. Y entonces el coronavirus.

Lo conocí por mi trabajo. Nos vimos una vez, normal. Luego me confesó que le gusté desde el principio. Yo, la verdad, pensé que le había caído mal. Poco después de ese encuentro me empezó a escribir por WhatsApp y empezamos a hablar todos los días. Me mandaba canciones, incluso se ofreció a acompañarme en vueltas tediosas a las que muchas veces ni mis mejores amigos me acompañan. Normalmente me demoro un poco en entender qué está pasando en estas situaciones, cuando finalmente me invitó a salir entendí que me estaba cayendo. Esa fue la segunda y última vez que nos vimos.

Fuimos a comer a una pizzería artesanal cerca de mi casa. Yo no soy la persona más hábil socialmente, pero fue evidente que ese día él estaba incómodo. Él es de otro contexto socioeconómico, un asunto con el que no tengo el más mínimo problema, pero que ese día mientras comíamos pizza se notaba que algo no lo hacía sentir a gusto.

Dos días después decretaron el simulacro de cuarentena en Bogotá.

Hemos seguido hablando: él me escribe desde que se levanta, incluso me ha propuesto planes más serios para hacer después de que podamos salir. Yo, mientras tanto, siento con cada interacción que esta relación tal vez es solo posible en cuarentena.

Por un lado está la incomodidad que le sentí en nuestra única cita y que no es un factor importante para mí, pero que creo haría difícil una relación en el “mundo real” si él no se siente tranquilo.

Hay otra cosa: a mí en general me cuesta hacer vínculos emocionales con la gente y siento que él está mucho más encantado que yo. Un día llegó a proponerme, por WhatsApp, que fuéramos a ver ballenas. Otro día me dijo que podía visitarme un rato aprovechando un permiso especial que tiene para transitar en la cuarentena. No lo siento como una persona obsesiva y tóxica, he tenido exnovios que sí lo son, pero sí ha sido raro enfrentar su facilidad para comprometerse tan temprano con mi torpeza social.

Me cae bien, tiene una personalidad que me gusta, es una persona bonita, pero simplemente siento que no estoy en el mismo nivel en el que él está. La cuarentena llegó justo en el momento en que todas las contrariedades empezaron a aparecer y siento que ha logrado mitigar todas esas cosas que tal vez hubieran hecho que esto no funcionara en circunstancias normales. En este momento ha sido idóneo tener solo comunicaciones virtuales. No quiero tampoco especular sobre lo que podría pasar después, no me gusta pensar mucho sobre ideales y sobre lo que no se puede materializar ya. Por el momento, aunque suene cínico, creo que es cómodo para una persona como yo tener una relación de pandemia, una en la que no hay mayor involucramiento más allá de unos mensajes de WhatsApp y de algunos stickers. Así estoy cómoda.

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