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Día #100

¿Volver a salir? “Preferiría no hacerlo”.

por

Varios


02.07.2020
El actor John McEnery en una escena de la película Bartleby, de 1970

‘Preferiría no hacerlo’, la frase que lo dinamita todo

por José Andrés Rojo / Publicado en El País

La rebelión, la revuelta, la revolución: todas parecen tener un propósito, aunque sea el de dejar atrás, destruir o superar un estado de cosas. Pero lo que ocurre con Bartleby, el escribiente de uno de los relatos de Herman Melville, es distinto. Cuando su jefe le reclama algo, simplemente responde que preferiría no hacerlo. Lo hace casi con delicadeza, con buenos modales, sin aspavientos de ningún tipo. Sin violencia, por supuesto, pero con convicción y seguridad. Y termina dinamitando el marco de referencias, los vínculos, las reglas de juego. El narrador de la pieza, que se publicó en 1856 dentro de la colección The Piazza Tales, es un abogado. Tiene un despacho en Nueva York, en Wall Street, y emplea a dos copistas y a un muchacho de los recados. Pasa por una época de exceso de trabajo, tiene que incorporar a alguien más para cumplir sus compromisos. Y aparece Bartleby. El abogado lo contrata inmediatamente: aquel tipo delgaducho le inspira confianza y en la oficina lo coloca muy cerca de él, separado por un biombo.

El narrador ya advierte, en su escrupulosa relación de los hechos, que de esa figura “¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!” poco puede decir. Nada sabe de su pasado, no tiene noticias de dónde viene ni de qué hizo antes, tampoco ha averiguado sus proyectos y sueños. Bartleby no tiene ninguna particularidad, subraya. Eso sí, empieza trabajando con diligencia, el abogado está contento, ha acertado de lleno. “No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas”, observa. A los tres días, y para contrastar la copia de un documento realizada con urgencia, el abogado llama a Bartleby. “Imaginen mi sorpresa”, cuenta, “mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó: ‘Preferiría no hacerlo”.

Cuando Melville publicó el relato era un escritor fracasado. Nacido el 1 de agosto de 1819 (hará, el jueves, 200 años), perdió a su padre a los 14 años —era el tercero de ocho hermanos — y desde ese momento, para buscarse la vida, fue dando tumbos. Viajó por el mundo, se enroló en un ballenero, fue secuestrado en los mares del sur por una tribu de caníbales, escapó. Las narraciones inspiradas en sus andanzas que publicó le dieron cierto éxito. Se fue convirtiendo en un lector compulsivo y apuntó alto. En 1851 vio la luz Moby Dick, la obra que, mucho tiempo después, en los años treinta del siglo XX, lo consagraría como uno de los más grandes escritores. En su época pasó inadvertida. La mala suerte lo empujó a trabajar como un oscuro inspector de aduanas desde 1866. La vida lo trató con dureza —un hijo se suicidó—, y murió olvidado en 1891.

Melville no quiso que Moby Dick fuera leída como una alegoría. Más que un símbolo del mal, la ballena blanca era simplemente la bestia que había arrastrado al capitán Ahab a su perdición y a la muerte de casi toda la tripulación del Pequod. “Esa cosa inescrutable es lo que odio más que nada”, les dijo Ahab a sus marineros cuando los reunió para pedirles una entrega absoluta en la persecución de la ballena: “Quiero desahogar en ella este odio”. Esa furia, ese afán de arrastrar a los suyos a una enorme batalla, la necesidad de unir a todos para poder lanzarse a lo desconocido: nada de lo que motiva a Ahab tiene que ver con lo que le pasa a Bartleby. Este último, simplemente, “preferiría no hacerlo”. Moby Dick es una inmensa novela cargada de resonancias shakesperianas y bíblicas; Bartleby, en cambio, un simple relato escrito con la sobria transparencia de la prosa que utilizarían más tarde Franz Kafka o Robert Walser.

La conmoción que produce la respuesta de Bartleby en el abogado que narra su historia es enorme. No sólo resulta que el diligente escribiente que se había entregado como pocos a su tarea de copista se desentiende de hacer lo que se le pide, es que ni siquiera se rebela para no participar en el trabajo, ni se enfurece, ni se enfrenta a nadie, ni alza la voz, ni se pertrecha como un enemigo. Simplemente prefiere no hacerlo. Y Bartleby, así, se desentiende de todo vínculo, de toda empatía o solidaridad con los que son como él, de todo compromiso con el que lo emplea, de toda sintonía con el proyecto que a gusto o a regañadientes comparten los demás. Al poco llega el día en que prefiere ya no copiar ningún documento. Y se queda como un pasmarote mirando el muro que hay delante de su ventana.

La “cadavérica indiferencia caballeresca” de Bartleby, su “mansa desfachatez, su “maravillosa mansedumbre”, su “descolorida altivez”: el abogado es incapaz de reaccionar y de echarlo sin contemplaciones de la oficina por haber preferido dejar de hacer su trabajo. “Yo sería un canalla si me atreviera a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres”, dice el letrado. Y, sin embargo, el desentendimiento de Bartleby por todo es cada vez mayor y, puesto que prefiere no irse, obliga finalmente al abogado y a su tropa a ser ellos los que cambien de oficina.

Cuando Tocqueville se pregunta por el fin último de la democracia y por la tarea de sus gobernantes, apunta: “Se diría que se consideran responsables de las acciones y del destino individual de sus súbditos, y que han comenzado a guiar e iluminar a cada uno de ellos en los diversos actos de su vida y, si es necesario, a hacerlos felices incluso contra su propia voluntad”. Eso es lo que procura hacer el abogado a lo largo de la historia de Bartleby, de alguna manera. Proponerle una salida, brindarle una perspectiva, dar sentido a la vida del escribiente, ofrecerle un hogar. El abogado le dice que vaya con él a su casa, Bartleby prefiere no hacerlo.

El mundo de Bartleby es el de las grandes ciudades, nada que ver con el del capitán Ahab. Los domingos Wall Street es un desierto, explica el abogado, “y cada noche de cada día es una desolación”. Es nuestro mundo, y el de Bartleby. Para defenderse de los poderes que pretenden “buscarle algún contexto en el que tenga un significado recto”, escribió hace años el filósofo José Luis Pardo sobre el escribiente, se defiende “camuflándose como ‘cualquiera’: un hombre, al pie de la letra, lisa, llana y literalmente cualquier hombre”. Declina con amabilidad hacer lo que le piden. Y al quedar fuera —sin vínculos, sin sentido, sin afán alguno de buscar la felicidad —, asume así su abrumadora soledad.

¿Volver a salir? Preferiría no hacerlo

Por Sergio C. Fanjul / Publicado en El País

Tanto tiempo esperando volver a la vida cotidiana y, al final, hay quien se echa para atrás. Tras el anuncio del regreso a las calles, las complejas fases de la desescalada y la meta de la nueva normalidad, muchos ciudadanos sienten, como en El ángel exterminador de Luis Buñuel, que quizás aún no es el momento de salir. Quieren extender el #QuédateEnCasa al infinito. Los motivos son varios: el miedo a contagiarse, la ansiedad ante el regreso al exigente ritmo de la realidad o el haber descubierto que la sencilla vida en el hogar es placentera. Esto no es un lujo al alcance de cualquiera: es preferible tener salud, una vivienda digna (luz natural, espacio) y, a poder ser, compañía. El teletrabajo o los estudios ayudan a estructurar las horas.

“Siempre he sentido presión por participar en actividades sociales como salir de noche, pero me veía obligada a ello cuando lo que me apetecía era estar en mi sofá”, explica María Flores, de 50 años y adjunta a la gerencia de una empresa. Reconoce que le ha cogido el gusto al confinamiento, aunque “le da cosa” reconocerlo: “teme” la vuelta a la (nueva) normalidad. A muchas personas esta experiencia les ha reconciliado con ciertas facetas de su vida y su personalidad que entraban en conflicto con el mundo.Tres personas se cruzan sin mantener la distancia de seguridad en una acera estrecha del barrio de Sant Atoni Abat, en el centro de Barcelona, el jueves.

Es el caso de Pablo, de 29 años, que prefiere no dar su verdadero nombre. Con su empleo precario no podía afrontar los gastos de la vida social al ritmo que llevaban sus amigos. “Esa presión ha cedido durante estas semanas de confinamiento”, confiesa. Ahora vuelve la dura realidad y además ha perdido el empleo. Otros se han encontrado tan a gusto en casa, tan ajenos a la vorágine exterior, que ahora les invade la pereza al volver a montarse en el carrusel y tener que elegir qué ropa ponerse. Hay quien ha llamado a esto el síndrome de la cabaña.

Nuestros domicilios se han convertido en un refugio, a salvo de la enfermedad y el mundo. “Estamos percibiendo un mayor número de personas angustiadas con la idea de volver a salir”, explica la especialista Timanfaya Hernández, del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid. “Hemos establecido un perímetro de seguridad y ahora tenemos que abandonarlo en un clima de incertidumbre”, añade. Igual que el primer mecanismo de defensa fue comprar papel higiénico, ahora es quedarse atrincherado, sobre todo cuando permanecen las dudas sobre los síntomas de la covid-19. “Vivimos en la sociedad del hacer: siempre haciendo cosas, siempre produciendo”, dice Hernández. Las personas que vivían estresadas y hayan llevado bien el confinamiento, con tiempo para ellas, sus seres queridos y sus aficiones, ahora pueden ser reacias a volver a su frenética vida anterior.

Hay enseñanzas que podemos extraer de este confinamiento, como explica el escritor y sacerdote Pablo D’Ors, que en su obra (por ejemplo, Biografía del silencio, publicado por Siruela) promueve el ejercicio de la meditación. Primera lección: la vulnerabilidad, “darnos cuenta de que no somos dioses. Lo sabíamos, pero se nos había olvidado”. Segunda: la interioridad, “no quedarnos en el entretenimiento; si estamos dentro, ir de verdad dentro. Hacer silencio, repetir una oración, respirar conscientemente, atender los latidos del corazón, pasear con lentitud, mirar la naturaleza, jugar con tu mascota”.

Tercera: la solidaridad. Y, por último, la austeridad. No es que se pueda vivir con menos, “es que se vive mejor”. ¿Dónde está el reto? En dominar el miedo y conseguir un equilibrio entre la vida hacia dentro y la vida hacia fuera. “Muy pocos saldrán transformados de este largo retiro obligatorio”, opina D’Ors, “pero creo firmemente que son esos pocos los que harán que el mundo vaya haciéndose más hermoso”.

En la mili, durante las primeras semanas se contaba el tiempo para salir, en las últimas “el humor se hacía cada vez más sombrío porque la cabeza se había llenado de imaginarios que activaban muchas formas de miedo”, recuerda Fernando Broncano, filósofo y catedrático de la Universidad Carlos III. Miedo a que la libertad no cumpliese las expectativas, miedo al paro, a tomar decisiones, a dejar la vida organizada por una autoridad.

La situación ahora es similar: “Para algunos ese miedo es mucho menor que el sufrimiento de un piso pequeño y de las penalidades de un confinamiento sin medios”, opina el pensador. “Aun así, la vuelta a la cotidianidad nos hace ser conscientes de que lo cotidiano es un mundo lleno de claroscuros, de gozos y de sombras. Quizás, como los niños que sienten miedo a la oscuridad y oyen un ruido, preferimos taparnos con la manta que salir al pasillo a comprobar qué pasa”, añade.

“Podría vivir así”

Contra la impresión general, hay niños que han preferido quedarse en casa, pero no por miedo, sino por confort: “Cuando llegó el día de salir no tenía muchas ganas, estoy bien aquí”, dice Judit, de 12 años, que pasa sus jornadas entretenida entre deberes, ejercicio para mantenerse en forma (es jugadora de baloncesto), clases de inglés o series de Netflix. “Veo a mis amigos por videollamada; no es lo mismo, pero lo pasamos bien”, añade. “Yo creo que podría vivir así mucho más tiempo: son como unas vacaciones, pero sin salir de casa”.

Aunque se espera que estas posturas de resistencia casera sean minoritarias, se plantea un dilema: si nadie saliera a la calle y eligiera vivir de otra manera, bajaría el consumo y la economía se estancaría. ¿Cómo compatibilizar la rueda económica con una vida menos consumista? No parece que tengamos que preocuparnos por eso; como apunta el economista José Carlos Díez, hay precedentes: “Pasó en Nueva York tras el 11-S. En las próximas semanas habrá mucha gente que no salga. Luego irán perdiendo el miedo cuando bajen los muertos por el virus y los medios dejen de hablar de la pandemia a todas horas. Tardará”. Por el momento, cabe reaccionar como el personaje de Bartleby en el relato de Herman Melville. ¿Volver a salir? “Preferiría no hacerlo”.

Del síndrome de la cabaña a la agorafobia

Se ha llamado síndrome de la cabaña a la evitación del exterior después de un largo aislamiento, como el que se ha vivido tras el coronavirus. Es un término acuñado en esas regiones de Estados Unidos en las que el crudo invierno obliga a la hibernación, aunque no está totalmente aceptado por los psicólogos. “Conocemos casos de personas que, después de una hospitalización o un presidio, pierden seguridad y sienten temor hacia lo que hay fuera”, explica la psicóloga Timanfaya Hernández.

¿Agorafobia? “Aunque puedan aparecer algunos síntomas similares en algunos casos, muy poca gente desarrollará esta fobia, que tiene que ver con otras circunstancias personales y laborales”, añade la especialista.

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