De la cueva a la sala. Breve himno para la nueva Cinemateca de Bogotá

La Nueva Cinemateca distrital ha cambiado nuestras vidas de espectadores y nos recuerda que ver películas es verlas en un lugar determinado.

por

Alessandra Merlo


24.09.2019

Mucho se ha dicho sobre ese lugar oscuro que es la sala de cine, donde los hombres y las mujeres permanecen sentados como unos prisioneros a los que se les dio, como única facultad, la de mover los ojos. Amarrados en sus puestos, aislados del mundo exterior y separados de los compañeros de visión, se quedan dos horas en la oscuridad mientras en la pantalla se alternan odiseas espaciales y viajes interiores. Parecería que, a favor de la visión, el espacio negro en sí mismo desapareciera: habría entonces que entender el lugar como la condición necesaria y a su vez invisible.

Pero sabemos también, por lo menos a partir de ese breve texto iluminante que es “Saliendo del cine” de Roland Barthes, y de ese otro texto igualmente iluminante que es “Lo específicamente cinematográfico” de Andrés Caicedo, que ese lugar no es neutro, ni invisible, ni independiente de la visión de una película. Hace días, subiendo por la calle 34, mi amiga María Mercedes me decía que había sido en el teatro Teusaquillo donde había visto El matrimonio de Maria Braun de Rainer W. Fassbinder. Pablo en cambio había visto allí The Wall, que yo vi un sábado por la tarde con mi amiga Laura, en el cine Durini de Milán, año 82 u 83. La película de Fassbinder, en cambio, no recuerdo, no me logro acordar dónde, aunque sí, seguramente fue en cine (y, para los que la hayan visto: en mi casa María Braun se volvió un tópico, por su escena final, puesto que mi mamá acostumbraba prender el cigarrillo con la llama del fogón, y soplar después para apagarla).

Podría quedarme horas hablando de esto: no de las películas ni del valor simbólico del lugar o de la fenomenología del espectador. Sino de lo inseparable que son el lugar y la película en el recuerdo autobiográfico. Nada tan personal, tan íntimo como esa cotidianidad algo rutinaria de caminar hacia una calle, hacer fila, meterse en el espacio ritual de la proyección y luego, mucho después, millones de años después, salir de nuevo a la calle, a la luz del día o a la neblina de la noche, asombrado, golpeado, desilusionado, excitado, melancólico y sin ganas de hablar. Sospecharía inclusive que el juicio que emitimos sobre las películas que vemos, algo tenga que ver con esa vivencia.

El año pasado en el Festival de Cannes y en calidad de presidente del jurado, Pedro Almodóvar dijo que una película tiene el derecho de ser estrenada (y por lo tanto ser vista) en una pantalla más grande del sillón desde donde la mira el espectador. Era solo una de las muchas batallas de la famosa guerra entre las pantallas de cine y las de los computadores o de los celulares. Batalla y guerra que el cine no puede ganar si no propone salas donde el público quiera ir. Porque en las palabras de Almodóvar creo intuir la defensa de la experiencia fílmica, compleja y multiestratificada: gozar con el ojo de una imagen enorme, disfrutar del lugar público y al mismo tiempo muy privado que es el cine y, finalmente, agradecerles a sus trabajadores (directores, técnicos de sonido, empleados de las salas y todos los infinitos más) un justo reconocimiento a sus productos, es decir a las películas.

Todo esto no quiere ser una reflexión abstracta, sino dirigirse a un contexto concreto, en el acá y ahora (el hic et nunc de los filósofos): y más propiamente centrarse en ese lugar que es la nueva Cinemateca de Bogotá, que hasta hace unos meses no existía y que hoy, milagrosamente, ya se ha vuelto imprescindible.

Todos sentimos que ha sido un gran regalo a los amantes del cine, a la ciudad, al centro, a los que hacen cine. Y con el egoísmo de los niños también diría que es un gran regalo justamente porque lo merecíamos. Lo merecían los estudiantes, que necesitan ver buen cine con buena calidad y buenos precios. Después de haber adaptado el ojo a pantallas de todas las dimensiones, proyecciones malas, oscuras, imprecisas, necesitábamos ver por fin y por ejemplo los detalles de La Ciénaga al tamaño ampliado de la proyección: esos fragmentos de vidrio incrustados en la piel, esos fragmentos de piel, esa humanidad a la deriva de la provincia argentina. Por supuesto, los ejemplos podrían ser muchos, y ojalá cada uno piense en el suyo, porque cada uno de nosotros ha visto películas distintas y ha ido a la Cinemateca en horarios diferentes, aunque nos hemos cruzado todos, todo el tiempo.

Es como si de golpe, entre la cinemateca de mi adolescencia y ésta, y entre las dos y las de París, Moscú o Cali, se abrieran galerías subterráneas, conductos ocultos: en donde, lejos del sol y de la luz, una población primigenia abriera sus ojos pálidos y viera, por primera vez, los fantasmas que pueblan las pantallas desde hace ciento veinticuatro años. Esos fantasmas atrapados en las películas, obligados a repetir los mismos gestos, las mismas palabras, eternamente como Sísifo, nos esperan allí puntuales, nos llaman con el silbido penetrante de la seducción, y nosotros corremos trepidantes a la cita, nos sentamos y esperamos la apagada de las luces.

Frente a esos fantasmas con sus bellísimos rostros fotogénicos, nosotros los cavernícolas nos parecemos más bien a miembros de alguna sociedad secreta del siglo XIX, las de barbudos conspiradores, con sombreros y abrigos pesados, pocas palabras y mucha gana de cambiar el mundo (y escasos instrumentos para hacerlo). En esto hay algo infantil, lo admito, y algo sin duda debido a lo iniciático de la heteropía, de ese lugar-otro que nos agarra y nos cambia para siempre. Una vez pongamos el pie en una sala, ya nada va a ser igual. Frente a la inmensidad de la imagen sonora y visual (los pelos de una mano, o el crujir de unas hojas) los ojos lloran de felicidad e incredulidad. Tanto que me atrevería a decir que en el cine la emoción y las lágrimas son directamente proporcionales al tamaño de la pantalla: y esto es nada más que un teorema, una ley y una verdad. (Oigo un susurro en el oído: alguien me sugiere que eso no es siempre verdadero, porque también depende de la calidad de las películas. A lo que respondo, sin pensar mucho: que la Cinemateca tiene una programación muy buena, así que la objeción no subsiste. Después de un minuto, sin embargo, puedo dar otra respuesta: por supuesto, en el cine y en la oscuridad las lágrimas se deben a las películas, las que sean, buenas o malas).

Si este texto fuera más serio, sé que debería llegar a hablar en términos positivos (o positivistas) de la comunidad que se forma en un lugar como éste. Pero no. La comunidad de las salas de cine, como escribí más arriba, tiene más de las sociedades secretas de conspiradores que de las comunidades académicas: se reúne alrededor de (o, mejor, frente a) una pantalla-pasional, teje cada uno sus hilos de relaciones y sentimientos y solo en parte coinciden por gustos y opiniones. Cuando se prenden las luces, cada uno se va hacia su lado, y nadie quiere reconocer a nadie.

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