Cristian del Real: el niño que no quiso ser Tito Puente

El niño genio del timbal que se robó la atención del mundo en los noventa hoy se abre camino como pianista clásico. Esto es lo que pasa cuando el juego es talento y la fama ya no es divertida.

por

Alejandro Gómez Dugand


23.07.2014

Ilustración: Juan Camilo Chaves

Él no lo recuerda.

Cristian del Real –veintitantos, vestido de blancos, negros y grises combinados a la perfección– solo sabe lo que pasó porque se lo contaron.

–El martes viajo a Miami. Voy al show de Don Francisco a un homenaje que le van a hacer a Tito Puente.

Cristian del Real, piel morena y oliva y una risa melódica y estrepitosa, una seguidilla de jas de cinco sílabas –ja, ja, ja, ja, ja–, sabe lo que pasó porque lo vio después. Después supo que era 1995. Supo que se celebraba una de las noches más importantes de la historia de la salsa y que él era parte del cartel.

Como alguien que se descubre a sí mismo en un álbum de fotos.

Un niño disfrazado de Batman.

Una niña embadurnada de compota.

Igual.

Solo que en las fotos de su álbum familiar Cristian se descubre al lado de Tito Puente y otros grandes de la salsa. En los videos familiares de los del Real, Cristian aparece diminuto a sus 4 años…

–Creo que eso es enfrente del Madison Square Garden…

Va de la mano de una mujer de pelo grande y gafas oscuras.

–Era un almacén, creo. Allá ella iba a comprar pelucas.

Ella es la mujer que está a su lado. Ella le pregunta que si conoce a su esposo, un hombre con patillas blancas de prócer que le pregunta: «¿Tú qué quiere sé cuando grande?» El niño apenas responde que como Tito Puente.

–¿Te acuerdas de ese día?

–No. He visto ese video y mis papás me han contado.

Cristian del Real –cartagenero y con modales anacrónicos– no recuerda ese día, en el que estuvo comprando pelucas con Celia Cruz frente al Madison Square Garden.

La noche tampoco la recuerda. Ha visto el video en el que él, minúsculo y con el pelo engominado hacia abajo, revienta un par de timbales con una banda detrás en un ensayo. No recuerda tampoco cuando, más tarde, en el Madison Square Garden, salió a tocar timbales con Tito Puente. Cristian del Real –con su voz suave y una sonrisa que parece un reflejo involuntario– dice que no se acuerda, pero que sabe que ese día tocó con su héroe usando un vestidito de saco y corbata blanca que el mismo Puente le había regalado.

–Dijo que quería que cuando saliera estuviera igual a él.

Ese día, con apenas 4 años, salió a tocar timbales con un trajecito que lo hacía ver como un muñeco de ventrílocuo y el pelo pintado de blanco.

Cristian del Real, dentadura blanca y recta, manos grandes y 1,65 de estatura, no recuerda casi nada de cuando fue famoso. De cuando el mundo lo llamaba prodigio. El niño genio del timbal.

***

Cuando no está estudiando piano, dice Del Real, hace esto. Esto, es venir a un café a hablar con amigos.

–Procuro estudiar unas cinco horas diarias de piano. Eso está bien. Pero la idea es incrementar.

En la mesa están tres amigos suyos. Una que tocó violín cuando niña y otro que en algún momento tocó piano. Ahora ambos estudian economía. Otra que estudió viola pero que ahora es psicóloga.

–Y yo. Que estudié timbal y ahora estudio piano. Somos una mesa de músicos.

Cristian del Real dice que todos son músicos en la mesa. Él, que antes de los 10 ya había tocado en el escenario más importante en el que puede tocar un artista de música tropical y que a los 16 años decidió dejar atrás su carrera de niño genio para empezar de cero una como pianista clásico.

–A corto plazo lo que quiero es ir a muchos concursos. Quiero también cambiar de profesor.

–¿Por qué?

–En la música en estos tiempos todo lo que es un concepto rígido y fijo ya no sirve. Lo que hay es una globalización de todas las técnicas. Lo que he aprendido en esos festivales es que no vale la pena quedarse con un solo profesor. Yo pienso que por lo menos en el mundo clásico es como una gran construcción. Si uno ve como construyen un edificio, ve que primero van los cimientos y todas esas cosas y después vienen los adornos.

–¿Tú en qué estás?

–Obra negra, completamente.

Él, de quien Tito Puente dijo alguna vez que ni a los 17 tocaba tan bien. “Tiene que ser una rencarnación o un extraterrestre”, dijo Celia Cruz cuando lo vio en acción. Él, a quien le tocó empezar a pintar un muñequito de palitos y un par de timbales a manera de firma cuando la gente le empezó a pedir autógrafos y aún no sabía escribir.

La historia del Latin Jazz estaba escrita por medio de retratos en una pared del Bronx. Allí funcionó el restaurante Tito Puente’s. En una pared de ese restaurante estaban todos los grandes: Charlie Palmieri, el gran conguero Mongo Santamaría, Cachao. En el 2000, año en el que murió a los 77 años, el mismo Puente entró a hacer parte de ese paredón.

Ese día, primero de junio de 2000, Cristian del Real no pudo entrar a clase. Tenía once años cuando un amigo le dijo que su héroe había muerto. Al llegar al colegio lo esperaban unos 15 periodistas que querían preguntarle cómo se sentía. Para ese momento, Cristian del Real era ya un apéndice de la historia de uno de los hombres más importantes de la música latinoamericana. La primera de la familia en enterarse de la noticia de la muerte de Tito Puente fue Lily del Real, hermana de Cristian. Todos temieron que el niño se iba a derrumbar cuando se enterara de la noticia.

Tito Puente era un tema diario para Cristian. Victor “el nene” del Real, padre de Cristian, ha contado como su hijo empezó a tocar la clave al año (el instrumento que marca el ritmo sobre el que se construye toda la música tropical). Cristian había estado en varios de los ensayos de la orquesta de su papá, El nene y sus traviesos, y la salsa se le volvió una obsesión.

–Él le cogió mucho cariño al timbalero de la Orquesta– afirma Lily Barreto, la madre de Cristian– Mario Piñeres, se llamaba. Nosotros le decíamos Mayoyo. Él hacía todo lo que hacía Mayoyo. Si Mayoyo se guardaba las baquetas de los timbales, Cristian agarraba otras baquetas y se las metía dentro de los pantalones.

El muchachito de tres años no se perdía ningún ensayo de la orquesta de su papá.

–Victor se ponía de mal genio.– recuerda Lyli Barreto– Una vez me dijo que me quedara en el cuarto con él mientras terminaban el ensayo. Cristian no paraba de llorar. Me decía: “Mama, los músicos son malos. No me quieren prestar los timbales”.

Los berrinches se hicieron frecuentes. Lloraba porque no le prestaban los timbales. Lloraba porque no lo dejaban estar en los ensayos. Y un día, con tres años, lloró porque Victor le dijo que no podía ir con él a un concierto que tenían en Malambo, un pueblo a una hora de Cartagena. Cristian lloraba a gritos y Victor, desesperado, dijo que lo vistieran, que se lo llevaba.

Horas más tarde Victor y Cristian estaban de vuelta. “Mija, te lo perdiste”, le dijo Victor a su esposa.

Cristian había vuelto a hacer cantaleta. Que quería tocar timbal. Que quería ser como Tito Puente.

Victor no soportó más. Le dijo a Mayoyo, su timbalero, que Cristian quería tocar. Que lo dejara.

“De lo que te perdiste”, le dijo Victor a Lily. Cristian se había plantado en frente de los timbales, encaramado en el estuche del piano eléctrico de su papá y había tocado enfrente de unas diez mil personas.  Y la sorpresa fue que aquel niño que ya silbaba y tocaba la clave hizo sonar los timbales como si llevara años de práctica. No era el espectáculo de un niño que canta villancicos en diciembre.  La gente, al ver al muchachito tocando un instrumento que lo doblaba en tamaño, aplaudió como loca.

Unas semanas más tarde llamaron a Lily, querían contratar al Nene y sus traviesos para un concierto en Barranquilla. La historia se repitió: el llanto, el berrinche, que Cristian quería ir y tocar los timbales. En esta ocasión Victor se negó.

–Cristian lloró dos horas. Se estaba muriendo. Le ofrecí tete, galletitas. Nada. Él quería era tocar los timbales.  Yo le dije a Victor: no lo llevaste pero te lo van a pedir. Él me respondió que estaba loca.

En Barranquilla Victor no alcanzó a bajarse del bus cuando le preguntaron si había traído al niño. Victor caminó hasta donde estaban quienes lo habían contratado esquivando una y otra vez la misma pregunta. El saludo de los empresarios fue el mismo: ¿dónde está el niño? Te lo van a pedir, le había dicho Lily. Los empresarios le dijeron a Victor que ellos lo habían contratado para que trajera a Cristian. Ese día los músicos le dijeron a Victor en broma que Cristian tenía que entrar a la orquesta. Que si no lo dejaba entrar entonces él se tenía que ir.

El siguiente contrato fue en una discoteca de Cartagena. Cristian, por primera vez, no tuvo que llorar para que lo llevaran. Lily le mandó a hacer un uniforme miniatura que coincidiera con el de los músicos de la orquesta. Ese fue el primero de muchos que vendrían. Todos querían ver al Nene, sus traviesos y al niño.

Cristian se volvió “un niño genio”. Nunca tocó más de dos o tres canciones en escena. Pero esas dos o tres las tocaba como un maestro. Luego vinieron las entrevistas, los especiales y los reportajes en los que decía que sería un timbalero cuando grande, que tendría su propia orquesta que se llamaría Cristian y sus muchachos. Uno de los programas que quiso saber más de Cristian fue Sábado Gigante, el show más popular de la cadena internacional Univisión.

La escena parecía de mentiras. Cristian no solo era un niño, no solo era un timbalero, no solo lo hacía bien. Era demás un showman. Su hermana Lily, trece años mayor, fue su coach. Ella le enseñó a bailar, a poner el codo encima de los timbales como lo hacía Puente. Cristian no era un loro que repetía como autómata lo que le habían enseñado. Cada golpe que le daba sus timbales era un acto de honestidad: apretaba los labios cuando daba los golpes más graves, abría la boca cuando reventaba el platillo. Cristian saltaba, le daba en la parte de abajo a los timbales. Si hubiera tenido treinta años, también hubiera sido un gusto verlo.

A mediados de los noventa vino la grabación de su disco Cristian suena el timbal, bajo el sello GIM, que poco o nada sonó en las emisoras. Vinieron las declaraciones de todos los grandes, del Joe Arroyo quien en un Festival de Orquestas de Barranquilla dijo que a Cristian había que “admirarlo, cargarlo y besarlo”. Cristian tocó con Oscar de Leon y la Fania All-Stars. Luego se robó el show con su participación en la telenovela Perro Amor, donde interpretaba un personaje que no era otro que él mismo. La primera línea que dijo en la novela se la enseñó su hermana Lily. El actor Oscar Borda le decía que tenía que tocar los timbales y Cristian debía responder “Bacano. Lo voy a hacer mejor que Tito Puente”. La primera semana de grabación fue un calvario para Víctor y Lily del Real.

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–No pudimos dormir un instante. Era tal el desespero– dice la hermana de Cristian– que mi papá y yo sentíamos que el cuarto estaba lleno de mosquitos. Un día le tuvimos que pedir a la persona que nos transportaba que nos llevara a una farmacia para comprar algo que nos ayudara a dormir.

Mientras tanto Cristian vivía la experiencia como un día más. La única escena que le costó trabajo fue un episodio en el que debía competir con el campeón nacional de bicicross por el amor de una niña. Cristian, con nueve años, no sabía montar bicicleta.

–No montaba bicicleta– dice su madre– porque decía que le daba miedo romperse un brazo y no poder tocar los timbales.

Su hermana Lily y Víctor llevaron a Cristian a Crespo, un barrio en Cartagena donde queda el aeropuerto, y le trataron de enseñar a montar bicicleta. Lily calcula que estuvieron hasta las doce de la noche. Al final las clases no fueron suficientes y Cristian tuvo que ser reemplazado por un doble en la novela.

Fue lo único que Cristian no logró hacer con naturalidad. Todo lo demás parecía una rutina de años. Y cuando se plantaba enfrente de sus timbales, volvía a ser el genio que todo el mundo admiraba.

La fórmula del éxito se le borró de la cabeza. Hoy no sabe cómo hacía para tocar canciones. Recuerda, eso sí, que sabía exactamente dónde quedaba cada cosa en su par de timbales. En la televisión su padre le tarareaba algún ritmo –tacutucutucutá– y Cristian lo recreaba sobre los tambores.

Para él era todo un juego. Nunca lo obligaron, dice. No hubo rollo cuando decidió parar, asegura. Salir a escena, bailar, dar entrevistas, todo era un juego que en algún momento dejó de ser tan entretenido como tocar el piano. Una niñez normal, según él. Un juego de niños, dice. Como un niño que juega Nintendo, solo que para él eran timbales. Como admirar a Superman, solo que él admiraba a Tito Puente.

Como un papá que convence a su hijo de que coma sopa de espinacas para que sea como Popeye.

Igual.

Solo que Cristian lo que tomaba era jugo de zapote. Que se lo tomara, le decían sus papás. Que sólo así tendría la fuerza de Tito Puente.

Le han contado que alguna vez le hicieron un documental para Telemundo. La familia viajó a Bogotá y se quedó en el Hotel La Fontana. Lily Barreto, su mamá, abrió la puerta de la habitación de Cristian y le pidió al equipo que entrara en silencio. Cuando Cristian despertó, se encontró con un set de TV armado. En ese documental, el periodista le preguntaba a Cristian qué se sentía al tocar los timbales, pero solo recibía a cambio la mirada del niño. Victor tuvo que interceder, le pidió que le preguntara cosas que pudiera responder diciendo sí o no. Cuando le hicieron esa entrevista, Cristian apenas aprendía a hablar.

***

Muzio Clementi. Victor y Cristian estaban limpiando una biblioteca en su casa de Cartagena, sacando libros para regalar. Fue entonces cuando apareció la partitura. Cristian tenía entonces 15 años y le faltaba un año para graduarse del colegio.

–Mi papá sacó una partitura y empecé a leerla. Eran unas sonatinas muy sencillas de Clementi.

Sencillas, dice. La mano izquierda, la que en piano se encarga de los graves, baila entre dos notas. Pin-pun-pin-pun. Encima del pentagrama, Clementi anota spiritoso. Eso significa que se debe tocar con ritmo animado. Pin-pun-pin-pun. Entonces la mano derecha empieza a tocar corcheas rápidas que suben y bajan. La pieza recuerda el movimiento de un niño hiperactivo, a una caricatura de Hanna-Barbera borracha. La mano izquierda empieza a seguir a la derecha, que cubre la mitad del teclado. Pin-puri-puri-pun-pin-pin-pin-pin. Spiritoso.

–Yo dije, esto no lo he oído en mi vida, espérate ahí… yo… eso cómo es…

Hoy sabe que se trataba de la Sonatina en Re mayor, Op. 36. En internet pueden encontrarse videos de niños tocando esta pieza. Niños que los comentaristas califican de virtuosos.

–Mi papá me dice, pérate: apréndete el pentagrama, haz esto, haz lo otro. Y ya… cuando ya me fui a graduar del colegio tenía la decisión de que quería hacer eso. El problema era dónde.

Cartagena, por supuesto, no era donde.

–Me obsesioné. Me aprendí el pentagrama como en dos semanas. Mucha gente cree que yo me lo sabía hace mucho tiempo, que yo escribía… no. El timbal era una cosa diferente.

Cristian ensayaba en el piano eléctrico de su papá. Luego de Clementi pasó a un estudio de Chopin, pero era claro que la educación autodidacta no iba a ser suficiente. Decidieron viajar a Barranquilla para presentarse en la Escuela de Bellas Artes pero le dijeron que no lo podían recibir.

–Me dijeron que no, que ellos no tenían nivel para enseñarme.

Fueron dos años en los que estuvo estancado en Cartagena. Estudiaba por su lado, coqueteó con tener una carrera como cantante tropical y, cada vez que podía, tocaba timbales. Pero lo cierto es que ya Cristian no era un niño. Ya verlo tocar no producía esa sensación de estar presenciando un milagro. Los contratos dejaron de aparecer. Entonces apareció Raymundo Angulo, director del Concurso Nacional de Belleza. En los últimos años de colegio Cristian empezó a tocar con la Cartagena Caribe Big Band en el teatro Heredia de Cartagena. El teatro era entonces administrado por la corporación que dirige Angulo, quien alguna vez le dijo a Cristian que quería apoyar su carrera.

–En enero del 2008, durante el Festival de Música en Cartagena, estaba un señor muy importante, un conocedor de la música que se llama Jorge Marín Vieco. Él le pidió a Pilar Leyva que me regalara una clase de piano.

Hoy Leyva sigue siendo su profesora.

–Esa misma noche Pilar Leyva se encuentra con Angulo en un concierto y le dice, mira, conozco a un muchacho y le dijo, sí, Cristian. Y le dijo, reunión pasado mañana con los papás de Cristian. Y ya… 15 días después ya estaba en Bogotá.

Estaba en Bogotá gracias a una beca que el Concurso Nacional de Belleza le había dado. Encontró un apartamento al norte de Bogotá y empezó a estudiar en la Universidad Juan N. Corpas. Cuatro años después, se graduó Summa cum laude como maestro en música con área mayor en piano.

De ahí se desprenden horas de estudio junto a su tutora Pilar Leyva. Vinieron también los concursos, un segundo puesto en el Concurso Nacional de Piano en Bucaramanga en el 2009, su debut en el 2010 en el Festival de Música de Cartagena, su participación como invitado en el Festival internacional Salomón Mikowsky en París, el Festival Internacional de Gijón, España, donde fue seleccionado por docentes de la Julliard School entre 70 participantes para dar un concierto en Oviedo. Luego, en 2011, fue el XX Festival Internacional de piano Torrelodones, en Madrid. El año pasado estuvo en Varallo Sesia, Italia, y ganó el primer puesto del XVII Concurso nacional de piano, en Bucaramanga.

–Ahorita me estoy preparando para otro concurso, en Alemania. Estoy esperando a ver si me eligen. Los concursos son terribles– ríe en staccato–  pueden ser una experiencia incomoda, pero para adquirir resistencia, y crecer y ser fuerte, son lo mejor. Si vas a unos diez o quince concursos en tu vida, y no te ganas nada, al menos en tu cabeza quedan unas ocho o nueve horas de música.

Otra consecuencia de su carrera como pianista fue el regreso de los medios a su vida. Una vez más, la gente volvía a verlo, la gente quería volver a saber de él. Y todo el mundo, como en coro, quería hacer la misma pregunta: ¿qué pasó con los timbales?

–Noté algo de resentimiento en la gente; como si se me hubieran caído las manos y nunca más fuera a tocar un timbal. La gente lo ve muy trascendental. Dicen que yo iba a ser el mejor timbalero del mundo… después de que uno va estudiando la música se da cuenta de que uno no está para ser mejor que alguien.

Él insiste que sigue tocando timbales, que volverá a ellos siempre. Que el viaje que tiene el martes es para tocar timbales, como lo ha hecho ya casi una docena de veces, en Sábado Gigante.

–Tengo que llegar a estudiar. Me mandaron una pista pero no la he oído.

–¿Tienes timbales en tu casa?

–No. Pero tengo baquetas y almohadas.

***

La primera vez que Cristian apareció en Sábado Gigante fue a los cuatro años. Llegó con un trajecito negro con pepas blancas. Don Francisco, que aún hoy lo llama Cristián del Real, le hizo la pregunta de siempre: que qué quería ser cuando grande. Y Cristian, como siempre, dijo que como Tito Puente. Unos meses más tarde los Del Real recibieron otra llamada de Univisión. Les dijeron que el programa que habían hecho antes se había “dañado”. Que tenían que volverlo a grabar.

Cristian no tiene un recuerdo claro de ese día. Recuerda la emoción, dice: “me acuerdo de haber salido corriendo a abrazarlo”. En internet existe un video de ese encuentro en el que sorprende una suerte de complicidad entre los dos timbaleros. Ambos se miran, como si pudieran decirse qué viene luego. Tito, como siempre, sonríe. Cristian, como siempre, tocaba los timbales con una naturalidad asombrosa.

Viajaron de nuevo a Miami sin entender del todo la razón. Fue allá, luego de que le dijeron a Cristian que esperara en una oficina, que le confesaron la verdad a Victor. El programa no se había dañado. “Lo que pasa es que le tenemos acá a Tito Puente”.

A Victor le temblaban las piernas. Mientras Cristian esperaba angustiado a su papá, él ensayaba la canción que su hijo tocaría con su héroe.

Cristian no tiene un recuerdo claro de ese día. Recuerda la emoción, dice: “me acuerdo de haber salido corriendo a abrazarlo”. En internet existe un video de ese encuentro en el que sorprende una suerte de complicidad entre los dos timbaleros. Ambos se miran, como si pudieran decirse qué viene luego. Tito, como siempre, sonríe. Cristian, como siempre, tocaba los timbales con una naturalidad asombrosa.

–Tito Puente no lo podía creer– asegura su madre– en un momento se le cayó una de las baquetas.

Seis años después, con once, Cristian volvió al programa. Fue poco después de esa mañana en la que Tito Puente no sobrevivió a una operación de corazón abierto y en la que a Cristian los periodistas no lo dejaron entrar a clase. En esa ocasión se le hacía un homenaje al Rey del timbal. Cristian, vestido con un saco blanco con cuello de tortuga pensó que no lloraría, que si no lo había hecho cuando se enteró no lo haría frente a las cámaras. Decir que Tito Puente era su amigo era mentira, dice. Él, pensó, no tendría que llorar.

–Cristian siempre es muy tranquilo– dice su hermana Lily– cuando se murieron nuestros abuelos tampoco reaccionó.

Pero entonces en el show le mostraron los videos de ambos tocando juntos, mostraron imágenes de Puente, hablaron de los dos pares de timbales que le había regalado a Cristian. Como si esto no bastara, le pusieron un video del gran Johny Pacheco, creador de la Fania All-Stars, con quien Cristian había tocado un par de veces, hablándole directamente a él.

Solo les faltó pelliscarlo.

Y entonces Cristian lloró. La cara llena de una mezcla extraña de confusión y dolor. “Ehh…”, dijo, “bueno, me siento muy adolorido, y lo único que pido es que… Dios lo tenga en su gloria.”

El público aplaudió emocionado.

***

Sus amigas confirman que sabe bailar. Que lo hace muy bien. Lo confirman abriendo los ojos, apretando la boca y diciendo sí con la cabeza. Él ríe cinco corcheas.

–Cristian no se reía así– dice su mamá– eso es desde que se fue a Bogotá. Un día que yo fui a visitarlo me encontré con una vecina que me preguntó: ¿usted es la mamá del niño que se ríe duro?

Cristian Del Real –con su dentadura digna de un comercial de Colgate– se mueve entre la paz y la obsesión.  Baila, sí. Pero salsa. Baila cuando hay tiempo. Baila en dos o tres lugares en donde la orquesta le parece buena.

Oye música, claro: pero solo clásica y salsa vieja. Se le puede colar un merengue, pero la música que oyen los de su edad no le interesa.

Se mueve entre la vida tranquila y el rigor. El timbal lo divierte, pero reconoce que es flojo para estudiarlo. El piano, en cambio, lo obsesiona.

Cuando viaja a Cartagena a pasar tiempo con su familia no hace más que ensayar en el segundo piso de la casa en donde también ensaya la orquesta de su papá. Toda la familia del Real sufre de insomnio y Cristian aprovecha el suyo para tocar. Su hermana Lily hace todo para tratar de distraerlo.

–Yo lo llamo, le digo que deje de tocar porque se le van a quemar las pestañas.

Un día en Cartagena la familia descubrió con horror que Cristian estaba perdiendo la vista. Estaba en un restaurante y Cristian confesó que no podía leer la carta. Lo llevaron a oftalmólogo que confirmó el diagnóstico.

–Eso es de tanto ensayar. De tanto ver partituras– asegura su mamá.

En Cartagena Cristian se queda todo el tiempo en su casa. Su hermana Lily, casada y con dos hijas, se pasa a vivir a la casa de sus papás cuando él está allá. Su madre duerme con él en el mismo cuarto. Una vez estaba dormido y su hermana lo levantó a gritos: “Marica, Cristian, renunció el Papa porque se enamoró de la sirvienta del Vaticano”.

Cristian se había dormido en la madrugada tocando piano. Le preguntó de qué hablaba.

–El viejo Bene, marica, reunció. Prende la televisión para que veas.

Era el 11 de febrero de 2013, y todos los noticieros anunciaban la renuncia de Benedicto XVI. El romance con la sirvienta del Vaticano era de la cosecha de Lily. Es así como Lily trata de sacar a Cristian de su obsesión. En otra ocasión ambos estaban viendo una transmisión por televisión del Festival de Música Clásica de Cartagena. “Mira esos viejos Cristian”, le dijo su hermana, “mira esa cara de aburridos. Tú vas a terminar con esa cara por no pensar en otra cosa”.

Su abuela Emelina Díaz dice que la música clásica le llegó por sangre.

–Yo tuve dos hermanas músicas. Una tocaba el violín y la otra el piano. Esa fue una de las mejores pianistas de Cartagena. Y fue profesora. Si estuviera viva estaría feliz con Cristian.

La madre de Cristian confirma que no es solo la música clásica lo que heredó. También la obsesión corre por las venas de la familia Barreto.

–A mi me dejaban en la casa de mi tía muchas veces. Y muchas veces pasaba que se le quemaba la comida por estar tocando el piano. Cuando llegaba su esposo le preguntaba qué había para comer. Ella ya había lavado todo el desastre. Y le decía, no, hoy no hice nada porque como está acá la sobrina pensé que podíamos ir a comer a restaurante.

Cristian dice que fue a través del estudio de la música clásica que ha llegado a entender mejor la música caribe. Hoy entiende lo importante de sus hazañas infantiles. Hoy, aunque no lo recuerde, entiende el éxito que fue tocar en el Madison Square Garden.

–¿Fue difícil dar el brinco de lo caribe a la música clásica?

–Creo que es más difícil el salto contrario. Pasar de lo clásico a lo tropical.

–¿Crees que sí eras un prodigio de los timbales?

–Para mi edad sí. Hoy no. Hoy no hago nada extraordinario. Los toco y ya.

Hoy existe un nuevo Cristian que quiere ser Tito Puente. Se trata del ecuatoriano Cristian Loor. Hoy, luego de haber sido también un “niño genio”, y de haber –también– viajado a Miami a tocar los timbales en Sabado Gigante, es adolescente y concursante de Ecuador tiene Talento. Es difícil imaginar al Cristian colombiano en algo parecido. Insiste en que si no se le hubiera atravesado la música clásica probablemente habría sido pintor. A Cristian el juego infantil de la fama parece ya no desvelarlo. No quiere ser compositor, no quiere grabar. Quiere ser concertista.

Tocar piano lo pone nervioso, dice. Antes de tocar trata de tener una buena postura, de respirar, de tener un momento de relajación ante el piano, de tener tranquilidad emocional.

–Es difícil de manejar. Depende de lo que uno vaya a tocar. El público nunca es igual. Uno nunca está igual. En timbal es diferente. No importa donde sea, no tengo ningún problema.

Dice que es minucioso –muy minucioso– a la hora de tocar el piano.

–Trato de ahorrar el máximo de energía porque uno gasta muchísimo en un concierto clásico. Emocional y físicamente. Un concierto de una hora parece el doble.

Una de las últimas piezas que ha aprendido es la Sonata no. 28 de Beethoven. Una pieza que el compositor alemán describió como “una serie de impresiones y ensueños”. Para alguien que no sepa de música, la partitura produce una sensación de vértigo.

–Para ese momento ya Beethoven tenía más de cincuenta años, había pasado por un montón de cosas terribles. Aparte era un genio… ya se había quedado sordo.

Cristian del Real no podría describir el momento en el que fue famoso, pero puede recitar apartes enteros de la biografía de Beethoven.

– Él abre un mundo totalmente distinto de lo que era el clasicismo. De hecho esa es una de las cosas que hay en esa Sonata no. 28.  Lo de Beethoven era un clasicismo descompuesto. Cuando yo hablo de él me identifico muchísimo porque hablo como si lo hubiera conocido.

Como si lo hubiera conocido, como a Tito Puente.

–Él es de los grandes exponentes, no solo de la música, sino de todas las cosas. Como lo es Isaac Newton o Da Vinci… él escribió un testamento que es una carta a su hermano. Y una de las cosas que más me ha marcado es que en ese testamento dice que está apunto de suicidarse pero que no lo hace por el arte. Que prefiere vivir en esa cueva componiendo porque piensa que Dios tiene un propósito para él. Cree que en medio de su sordera, cuando oye toda esa música, y la escribe, es que Dios se la dicta. Mira que cosa tan grandiosa. Que un artista de ese calibre diga eso, que es Dios el que le dicta la música en el oído…

Cristian del Real –que tiene que salir corriendo a su casa para ensayar armado de baquetas y almohadas una pista de timbales que no ha oído– se toma su tiempo. Dice que su sueño es tocar todas las sonatas de Beethoven, que ha leído sobre su vida. La grabadora que registra sus respuestas ya se quedó sin memoria, en la mesa descansa un vaso de café hecho de papel sin nada adentro. Tal vez sea pudor, o simplemente es porque lo ha vivido como si fuera la vida de otra persona, pero su pasado como genio parece no apasionarlo tanto como la vida de Beethoven.

Los niños genio de la música son dos por antonomasia. El primero fue Mozart, quien paseó por todas las cortes europeas, tocando violín con los ojos vendados cuando era niño, como miembro de un freak show, y quien además de algunos problemas económicos, pudo disfrutar de su fama. El otro es Beethoven, con quien la vida no fue tan amable.

–El papá de Beethoven quería lo peor. Lo peor, para mí, es que un papá le exija a su hijo que sea como otro. El papá de Beethoven quería que su hijo fuera como Mozart.

Cristian del Real, que un día decidió que no quería ser Tito Puente.

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