Durante este año han ocurrido al menos 22 suicidios en las comunidades Emberá Dobida del Chocó. Esta es una situación cíclica que se empeora por la presencia constante de grupos armados y la total ausencia del Estado.
Puso sus dedos en forma de “y”, con la otra mano mostró algo que colgaba. Luego se señaló el cuello. Este gesto lo repitió cuatro veces, mientras hablaba en lengua emberá y señalaba un lugar bordeando la montaña. Su nombre, en español, es Elia. Tiene 53 años. Ya casi se cumple un mes desde que su hijo se suicidó: “él me dijo que ya no quería seguir más. Me dijo: mamá, yo me voy a morir allá en el monte”.
La noche anterior él y su hermano estuvieron tomando en el pueblo. Cuando llegó la mañana, Elia salió a buscarlos: “yo lo dejé durmiendo un momento y salí por mi otro hijo. Cuando me devolví ya no estaba”. Recuerda que salió a correr, siguiendo el rastro que había dejado. Lo encontró en el monte: “intenté soltarlo del cuello, pero se me cayó y luego la camisa con la que se colgó le cayó encima. Ya estaba muerto”, tradujo uno de los pocos hombres emberá de la comunidad que habla español.
En lo que va corrido de este año han ocurrido 40 intentos y al menos 4 suicidios en las comunidades Emberá Dobida ubicadas en el municipio de Bojayá. En este municipio viven un poco más de 3.400 indígenas que pertenecen a esta etnia. Son muertes que se suman a los 22 suicidios que han ocurrido en todo el departamento del Chocó este año.
De acuerdo con cifras presentadas por la Defensoría del Pueblo a Cerosetenta, la mayoría de víctimas han sido mujeres jóvenes. Sin embargo, dados los problemas de conectividad, las largas distancias, la falta de presencia estatal y la falta de planes de prevención, es posible que exista un importante subregistro en estos números.
Para las autoridades locales, la preocupación viene de tiempo atrás. Han denunciado en múltiples ocasiones el suicidio recurrente entre los jóvenes Emberá y han detectado cabildos, como los de Catrú, Dubaza y Ankosó en el Alto Baudó, en los que han ocurrido al menos 170 suicidios desde el 2015.
“Es una realidad que se debe a muchos factores: la presencia de los grupos armados, el confinamiento, el reclutamiento, los desplazamientos masivos y las violaciones a los derechos humanos. Esto se convierte en una cadena de factores que llevan a que los jóvenes sientan que no hay futuro”, asegura Plácido Bailarín, presidente de la Federación de Asociaciones de Cabildos Indígenas (FEDEOREWA).
A dos vueltas del río están los grupos. Ellos bajan en cualquier momento, entran a los pueblos, llegan a establecer un nuevo orden, unas nuevas reglas. No cumplirlas no es una opción.
Desde hace un tiempo, en el pueblo de Tawa y las poblaciones que rodean la zona, salir a cazar, a pescar o a sembrar está prohibido. Los caminos están llenos de minas antipersona que han instalado los grupos que, actualmente, se pelean el control territorial: la Compañía Néstor Tulio Durán del ELN y una incursión más reciente del Frente Pablo José Montalvo de las AGC que se ha recrudecido desde el 4 de mayo de este año.
Y esta tensión, que pone en riesgo a los más de 12 mil habitantes del municipio de Bojayá, ha desencadenado en una profunda irrupción en el modo de vida de las comunidades que bordean el río.
“Mi hijo era alegre. Ya tenía 17 años. Le gustaba salir a cazar y a pescar. Ayudaba con los cultivos. Le gustaba jugar balón. Pero luego él lloraba por todo. Si lo regañaba, lloraba. Por todo lloraba. Se empezó a volver muy triste, a beber mucho. Y luego ya empezó a hablar de que se iba a ir a morir al monte”, asegura el hombre que traduce las palabras de Elia.
Está sentada en una de las entradas de su casa y mira a lo lejos, hacia el río Uva, el único lugar por el que pueden transitar estas comunidades en la actualidad con permiso de los armados. Desde allí, son al menos 3 horas en canoa hasta Pogue, la población más cercana con energía eléctrica y señal de teléfono. Y 4 horas más en lancha rápida hasta la nueva Bellavista, la cabecera municipal, en donde se encuentran algunos servicios médicos. En total, en este trayecto pueden gastarse aproximadamente 600 mil pesos sólo en transporte.
Hubo dos intentos más de suicidio unas comunidades arriba por el río Uva. Pasó en el pueblo de Nuevo Olivo, que ha sido desplazado por los grupos armados ya en dos ocasiones desde el año pasado. Las mujeres que intentaron suicidarse aseguraron que un espíritu, que se les presentó en forma de un hombre armado, apareció en la noche, les tapó los ojos y les ordenó matarse.
Sin embargo, para los habitantes de Tawa no se trata de un espíritu sino de los problemas sociales que están atravesando: “nos sentimos muy solos. Aquí nunca nos han dado nada, pero al menos antes podíamos salir a buscarnos nosotros mismos nuestros recursos. En este momento ni eso podemos hacer. Hay miedo de andar por el río porque a uno lo paran y le pueden hacer algo. Hay miedo de estar en el pueblo porque en cualquier momento llegan. Hay miedo de andar por el monte porque se le revientan las minas. Hay mucho miedo”.
Distintos organismos internacionales han denunciado la incursión armada que está ocurriendo actualmente en el Chocó. En un informe entregado a Cerosetenta, la Federación Luterana Mundial, una organización humanitaria que se encarga de dar atención de urgencia a crisis humanitarias, denuncia: “el confinamiento de al menos 3.749 personas (821 familias) pertenecientes a comunidades indígenas y afrocolombianas”. El informe señala también que a pesar de que se han hecho múltiples estudios de riesgo y se ha alertado sobre la delicada situación humanitaria que está enfrentando esta región, la alcaldía municipal de Bojayá ha señalado que no cuenta con los medios necesarios para dar una respuesta adecuada a la crisis.
A su vez, la Defensoría del Pueblo ha emitido múltiples alertas sobre la situación social que se enfrenta en los municipios de Bojayá y del Atrato Medio. En ambos casos, se señala la constante vulneración a los derechos básicos de los pobladores, en su mayoría afro e indígenas, y el profundo impacto a su modo de vida que causan los homicidios selectivos, masacres, limpiezas sociales, violencia sexual, confinamientos, desplazamientos masivos, enfrentamientos y extorsiones.
Sin embargo, y a pesar del recrudecimiento del conflicto armado en este espacio que históricamente ha sido un corredor estratégico para el paso de armas y para el narcotráfico, las dos instituciones insisten en que la atención gubernamental “sigue siendo insuficiente”, que la institucionalidad local es débil para responder a esta situación y que “la desatención de las comunidades negras y los pueblos indígenas sigue favoreciendo la presencia y acciones bélicas de los grupos armados”.
Es un escenario cíclico, que se repite. Con cada nuevo pico del conflicto armado, los suicidios entre las comunidades indígenas se incrementan: “hay una deuda que es importante saldar, lo más pronto posible, con estas comunidades que han vivido las consecuencias directas del conflicto armado. Necesitamos empezar a asegurarles una atención a sus derechos básicos, entre ellos la atención necesaria a los impactos que han sufrido a su salud mental”, asegura Daniel Macía, coordinador del programa en salud mental de Médicos sin Fronteras.
Para Macía, es importante empezar a crear programas que no sólo atiendan sino que además rompan estereotipos frente a la salud mental de los habitantes de todos los territorios en el país. Para él, aunque no todas las personas que viven eventos traumáticos desarrollan cuadros de enfermedad mental, sí es común que se generen traumatismos profundos que deben ser atendidos: “son personas que presencian distintos tipos de violencias muy fuertes, lo cual implica que es urgente darles una atención integral, que además tenga en cuenta su cosmogonía”.
A esta perspectiva se suma Juan Pablo Aranguren, profesor del Departamento de Psicología de la Universidad de los Andes y quien además se ha especializado en la atención a víctimas del conflicto armado. Aranguren señala que ya hay estudios que muestran lo reiterativo de los cuadros ansiosos y depresivos, sobre todo entre comunidades indígenas, cuando sus territorios se ven invadidos por la violencia: “es necesario dar una atención efectiva a estos casos, que ya hemos visto repetidos en distintas regiones y en distintos años. Porque no es posible que en 2030 sigamos haciendo notas de prensa sobre este tema”.
Placido Bailarín también está cansado de la inacción de las autoridades ante un hecho constante y repetitivo: “Las autoridades locales y nacionales saben plenamente que esto está pasando y que se está dando en todo el departamento. Y no hemos visto que haya una entidad del Gobierno que esté al frente para ver cómo se mitiga un poco esta situación de los jóvenes de la región”, asegura.
Para Elia, encontrar una respuesta es una cuestión de suma urgencia, pues teme también por la vida de sus otros hijos: “nosotros tenemos miedo de que se siga repitiendo porque nuestra situación cada día es peor. Estamos pasando hambre, no tenemos dinero ni para las cosas básicas. No podemos salir al río, ni a caminar, ni a cazar. No podemos salir a nada. De hecho mi otra hija ya empezó a decir que ella también se va a matar”.
Y eso pasa, dice, porque los grupos armados no han dejado de perturbar sus territorios y el Estado sigue ausente.