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Ángela Salazar, una mujer que preguntaba mucho y escuchaba demasiado

La Comisionada de la Verdad fue una feminista del territorio, no de la academia. Escuchó sin reproches y sin ideología. Luchó en Colombia por la verdad del pueblo negro y denunció el racismo de Estado y su violencia sobre el cuerpo de las mujeres.


Ilustración: Ana Sophia Ocampo Animación: Diego Forero

Entre babillas y bananeras

Justo cuando Rojas Pinilla trajo la televisión a Colombia, también propuso dividir en tres la región del Chocó. La noticia de un ‘desmembramiento’ territorial en 1954 provocó un descontento civil. El diario El Espectador fue el primero en cubrirlo nacionalmente, y envió a su joven corresponsal, Gabriel García Márquez, quien escribió de vuelta la Historia íntima de una manifestación de 400 horas

En su crónica aparece una “aldea africana”, al otro lado de la cordillera, donde todavía izan la bandera de Santa María la antigua. Cinco meses antes de aquella protesta, en un caserío hacia el Alto San Juan, Tadó, nació Ángela Salazar, matrona del pueblo negro.

Su madre, Oliva, creció en la pobreza y muy joven conoció a un hombre. Quedó en embarazo y a los meses de dar a luz, el hombre regresó por la niña. Pero no fue él quien se hizo cargo de ella, sino su abuela, María Salazar. Más grande diría Ángela muerta de la risa: “es que mi papá me quería tanto, que no me dio el apellido”. 

Creció en la selva maciza. Su padre tuvo ocho hijos con diferentes mujeres y advirtió que todos debían parecerse a él, si no, no eran suyos. Cuando Ángela cumplió nueve años, él murió y a ella la enviaron a un internado salesiano en Arboletes, a orillas del Mar Caribe. “Le gustaba tener atención, rogaba por salidas, se volaba del claustro por las noches”, cuenta su hija, Viviana Cruz Salazar.

Ángela montó en el colegio una Junta de Acción Comunal y participó de un club literario, hasta que un tío suyo obtuvo su custodia. Pasada la década de los sesenta, llegó a Medellín. Recibió educación, tuvo lo necesario y, en viajes ocasionales al Chocó, sus hermanos solían decirle: “ahí llegó la burguesita”. 

Tadó fue el escenario, sin embargo, donde bailó en su adolescencia hasta el amanecer cuando usaba deslizarse por la ventana de su casa sin ser vista. A los 18 años se enamoró, y quedó en embarazo de su primer hijo. Las monjas carmelitas, en Medellín, asistieron el parto. Ángela estuvo en un colegio de madres solteras en el que compartió con más de cien mujeres, como relató después hasta que a su hijo, Carlos Mario, le dio meningitis a los dos años. 

El niño se lo encargó Ángela a su ‘Tía Chomba’ en Tadó, quien se hizo cargo mientras ella, ya con su segundo hijo, empezó a trabajar como empleada doméstica. Pero en la ciudad, extrañaba el Darién. Se mudó definitivamente. En unas vacaciones al Riosucio chocoano, conoció a su segunda pareja: un pescador del corregimiento de La Honda que también cazaba babillas. 

Ambos se fueron para Turbo, en el Golfo de Urabá, y llegó el tercer y penúltimo embarazo de Ángela entre bananeras. Regresó a La Honda, y se plantó donde su suegra, Rita. “Mi mamá dijo que no repetiría lo que vivió en Medellín”, anticipa Viviana. “Pero yo le preguntaba que si había sufrido mucho, y ella siempre decía que con lo bueno y lo malo era feliz, y sonreía, y que si las cosas pasaban de una manera, era porque el Santo Ecce Homo así lo quería”. 

El santo devoto de Ángela, la representación de Cristo en un retablo de madera, que una minera palenquera compró, en el siglo XIX, a un esclavista. 

Una escuela en medio del terror

Rita, su suegra, murió poco después. Ángela, para sostener a su familia, se mudó a Turbo y volvió a trabajar en servicio doméstico. “Ese patrón se llamaba Eriberto –cuenta Viviana, su hija–. Me acuerdo que mi mamá decía que él una vez le tocó la puerta, muy tarde por la noche, y le pidió un favor ‘para la reina de la casa’, que era como llamaba el patrón a la señora. Y mi mamá le contestó: cuando yo cierro esta puerta, la reina de este lugar soy yo. Entonces mire a ver qué va a hacer con dos reinas”. 

Desde entonces, no renunció a sus procesos sindicales con trabajadoras domésticas. En campamentos bananeros prefirió alfabetizar a su gente. Pero para ese momento, en 1994, ocurrió una de las peores masacres de la región: la del barrio La Chinita, hoy barrio Obrero, en Apartadó. 

Durante una fiesta, pasada la medianoche, un comando del Frente 5 de las Farc asesinó a 35 personas y a los días, un batallón del Ejército llegó a instalarse en el sitio. Quedó entre fuegos. Ángela sería la secretaria de la Junta de Acción Comunal del barrio durante los años siguientes.

“Desde 1994 yo estaba en la región”, relata Gloria Cuartas, quien un año después tuvo a cargo la Alcaldía de Apartadó. “Ángela llegaba a vincularse con este ejercicio que estaba desarrollándose con mucha esperanza, que era el consenso Unidad por la Paz (que reunía varios partidos políticos en contienda), y que más tarde supimos sería un proceso fallido”. Para la ex alcaldesa y defensora de DDHH, ese Consenso sólo sirvió para “profundizar la crisis humanitaria en la región y acabar con la Unión Patriótica”, algo definitivo en los años noventa.

Todos los días en la región del Urabá se veían masacres y violaciones de mujeres, recuerda Cuartas, y cuando llegó a la Alcaldía, hubo en la región una estrategia del cuidado y la vida en medio del conflicto. “Tuvimos acompañamiento internacional, pensamos en corredores educativos donde se integraron los barrios en condiciones urbanas y económicas distintas. Y las mujeres en el Urabá, y especialmente en Apartadó, cumplieron un papel protagónico: no solo porque eran viudas, ni porque tenían en su cuerpo todo el rigor de la guerra; era un grupo profesional de feministas que articularon la propuesta de la Casa de la Mujer y la Casa de la Juventud, como un lugar donde fuera posible pensarse”.

Ese fue el escenario, co fundado por Ángela, en donde quienes perdieron a sus hijos, a sus esposos y fueron víctimas de todo tipo de violencia, hicieron catarsis. 

“Allí hablaban de todos sus derechos: a la salud, laborales, a no ser violadas ni utilizadas en la guerra por ninguno de los grupos armados, a que este dominio patriarcal no viera en las mujeres madres, novias, hijas y amigas una venganza entre combatientes”, cuenta Cuartas, recordando cómo matar a una mujer en ese momento, significaba enviar una señal de que entre milicianos sabían coordenadas de familiares. 

El entrenamiento pedagógico de Ángela, para Cuartas, fue definitivamente la construcción colectiva. “Más que teoría, era la experticia desde los no cumplimientos institucionales de sus derechos. Apartadó se les convirtió en una escuela en medio del terror”.

Una conversación en La Carreta

Ángela conoció a una de sus grandes amigas, Carmenza Álvarez, en 1998. Ambas hicieron una pasantía con la Unión Europea y con la Fundación Social UNIBAN – Fundauniban de los empresarios bananeros, donde se conocieron. En 2001 estrecharon su relación, el momento en que la Asamblea Constituyente de Antioquia propuso el Plan Congruente de Paz, que buscó reunir diferentes iniciativas comunitarias desde Mutatá hasta Turbo. 

“Estábamos todos los de Urabá en una reunión y Ángela y yo nos sentamos en una mesa que tenía que ver con conflicto armado. Congeniamos acciones y desde entonces nos seguimos comunicando. Para donde Ángela fuera, me llevaba, y para donde yo fuera, me la llevaba a ella”, cuenta Carmenza. “En esos espacios de deliberación, hacíamos como mujeres manifestaciones para ser visibles y, a partir de eso, Ángela me llama después a decirme que invitara a mujeres víctimas para presentarnos algo”. Carmenza reunió a unas diez mujeres y se fueron para donde las citó Ángela. “Nos dijo que había experiencias por revisar, caso a caso, y que podíamos empezar procesos entre nosotras importantes, y con eso se refería a la Iniciativa de Mujeres por la Paz – IMP”. 

“Documentamos más de 500 casos de violencia sexual y después nos dijeron que casi la mitad fueron perpetrados por las Autodefensas Unidas de Colombia y el resto por la guerrilla".

Coincidió con que Alicia Murillo, líder sindical y política de la región, que había sido junto con Ángela responsable de crear la Asociación de mujeres víctimas del Urabá – ASOMOVIU, le pidió desde Estocolmo ir en su reemplazo a una reunión en Medellín para conocer sobre IMP. Desde entonces, Ángela asumió su coordinación.

“Mi mamá prestaba apoyo psicosocial con la Pastoral Social a las mujeres viudas, y venía documentado casos desde la desmovilización del Bloque Bananero. Había recorrido Carepa, Chigorodó, Apartadó y Turbo en un ejercicio juicioso de escucha, junto con Carmenza y otras lideresas”, cuenta Viviana.

Cuando llegó la Ley de Justicia y Paz, en 2005, Ángela empezó preguntar específicamente por mujeres víctimas de actores armados a Carmenza, “y yo empecé a devolver el casette: en el año tal mataron a tal, y así, y empecé a enviar hasta donde estaba Ángela a víctimas, para que hablaran con ella”, relata Carmenza. “Documentamos más de 500 casos de violencia sexual y después nos dijeron que casi la mitad fueron perpetrados por las Autodefensas Unidas de Colombia y el resto por la guerrilla”, dice. 

Lo que a ellas les importaba, además del reconocimiento de esos crímenes, era obtener acompañamiento psicosocial y atención jurídica para las mujeres, y lo lograron. “El primer puente para que una psicóloga o abogada hablara con las mujeres éramos nosotras”, dice Carmenza. “Porque para todo estábamos juntas, también cuando nos amenazó un ex paramilitar a Ángela en Apartadó, y a mí otro en Turbo. Yo fui más tranquila, pero Ángela sí lloró, y dijo que era el momento de parar con todo”. 

Se encontraron en ese momento, relata, en un cruce llamado “La Carreta”, una oficina ambulante para conversar. “Ángela estaba pálida. Se desahogó y le dije: digamos que mañana usted deja de hacer su trabajo, ¿al otro día la va a llamar el paramilitar a decirle: no señora Ángela, tranquila, no la vamos a matar, ya sabemos que usted renunció… No, eso no iba a pasar y nos llenamos de fuerza: no podíamos decirles a todas las mujeres que habíamos escuchado, que no haríamos nada con sus historias. Esas no éramos nosotras. Nos asignaron protección desde Bogotá, después de un estudio de riesgo, y nos capacitaron en prevención”. 

Para Carmenza, Ángela nunca pudo escapar de sus dos grandes cualidades: preguntar mucho y escuchar demasiado. “Yo no sé si los profesionales de la psicología escuchen de ese modo: si a Ángela le tocaba quedarse tres, cuatro, cinco horas con una persona, lo hacía. Y yo le decía a veces: ¿a usted no le da pena preguntar tantas cosas? Y Ángela me respondía: pena por qué, y levantaba los hombros segura de lo que estaba haciendo”.

Escucha sin reproches

Yolanda Perea Mosquera conoció a Ángela en el barrio Obrero en plena época de rejuntanza femenina. Corría el 2002. “Fue ella quien me llevó a declarar ante la Fiscalía todo lo que viví: violencia sexual, aborto y el homicidio de mi mamá”. 

La activista afrocolombiana y más tarde integrante del Comité Nacional de Paz, vivió de cerca la creación de la Mesa Departamental de Víctimas Civiles en Antioquia, que se consolidó en 2007 y que Ángela coordinó. 

“De ese proceso destaco su capacidad de escucha sin reproches”. Para Perea, Ángela sabía oír sin opinar, miraba a los ojos a quien le expresaba su dolor, se disponía en cuerpo entero. Recuerda especialmente que cuando la llamaba y estaba ocupada, Ángela decía: Hola, en este momento no te puedo prestar la atención que te mereces, te llamó después”. Eso no lo olvida Perea, tampoco cuando fue la única persona que la apoyó para que la Cruz Roja trasladara a sus hijos desde el Urabá hacia Medellín, en 2011, cuando la amenazaron de muerte. 

La admiración la comparte Francia Márquez, víctima, lideresa afro feminista y defensora del medio ambiente. “Consideré a Ángela como una mayora a la que constantemente consulté sobre cómo tener acciones en la defensa de la vida y del territorio”. Márquez fue nombrada presidenta del Consejo Nacional de Paz, Reconciliación y Convivencia recientemente, y le escribió a Ángela para recibir sugerencias. “Ella era una sabedora al interior de la comunidad, y me dijo que debía estar siempre en función de entender. El Consejo está integrado por 105 gestores y gestoras, con distintas visiones, intereses y posturas, y saber escuchar es lo más importante ahora”.

"Ángela levantó esa voz, comprendió el contexto, visibilizó este y otros temas que tienen que mantenerse, porque su presencia aportó conocimiento popular a la luz pública, que ahora con su muerte no puede desaparecer en lo académico".

Su paso por la Mesa fue definitivo para postularse a la Comisión del Esclarecimiento para la Verdad – CEV. Como coordinadora siempre se siguió formando y junto a su hija matriculó en el SENA una Técnica en Trabajo Comunitario y apoyo social y más tarde una Tecnología en Gestión de talento humano. “Tenía un profesor que le decía que era negociadora de aquí a Pekín, porque Ángela llegaba a acuerdos con él para entregar sus trabajos. Cuando pasó a la Comisión, le dijo al profesor: gracias por decirme que era una negociadora”. 

Para Márquez, Ángela fue en todo escenario también un ejemplo para para aprender y desaprender sobre feminismos comunitarios, negros o colectivos. “Ella defendió la idea de erradicar el patriarcado colectivamente, desde una visión de familia extensa, y en articulación con nuestros compañeros, que son parte de la familia y de nuestros territorios”.

Corredores emocionales

Hay feminismos que pasan por el cuerpo, no por la academia. En esto coinciden la exalcaldesa Cuartas y Alejandra Miller, líder feminista y quien tiene a cargo el grupo de género de la Comisión del Esclarecimiento de la Verdad. Ahí compartió con Ángela sus últimos años.

Cuando llegó, lo primero que dijo tras el atril fue: “Entre nosotras sí nos dijimos la verdad, aunque nos quedamos en silencio”.  La líder Perea recuerda esa frase como la pila de las rejuntanzas. “Cuando una contaba su historia, todas escuchábamos en silencio, pero además, callamos al país y a la luz pública, por la culpa que se ejerce al momento de reconocer las verdades que han marcado nuestro cuerpo como primer territorio”. 

Eso fue lo que en principio sentó a Ángela en la misma mesa con Miller. “Yo venía del Cauca y ella del Urabá, y eso tiene una impronta y una huella en común, que es el territorio. El segundo vínculo que nos unió fue el trabajo desde el feminismo, ella como integrante de IMP y yo como integrante de la Ruta Pacífica de las Mujeres, donde los procesos de escucha fueron muy cercanos”.   

Ambas desarrollaron la tarea de fortalecer y garantizar la participación de las mujeres en toda su diversidad étnica, sexual o territorial dentro de la Comisión, basadas en su propia experiencia. “Las dos siempre entendíamos de qué hablábamos y ambas nos pusimos en la tarea de hacer pedagogía adentro, buscando que lo más visible fuera la violencia sobre el cuerpo femenino”. 

Se dieron cuenta, por ejemplo, que en ambos territorios tenían maneras distintas para designar la utilización del cuerpo de las niñas enamoradas por adversarios para obtener información. “Ella lo llamaba ‘enamoramiento forzado’ en el Chocó, nosotras en el Cauca lo llamábamos ‘corredores emocionales’”. 

Ángela hizo mucho énfasis en la Comisión, cuenta Miller, en la esclavitud doméstica que ejercían los actores armados. La economista la recuerda describiendo cómo hacían sus campamentos y llevaban consigo a las mujeres para cocinar, lavar y dejarles la ropa lista. 

“Ella hablaba también de su historia de vida, de cómo fue ser madre soltera, de lo que significaban los padecimientos del cuerpo, como hacen las matronas. Ángela no hablaba desde la teoría o de la academia, lo que es aún más feminista, porque queremos hablar desde nuestros propios cuerpos y muy pocas veces se logra. Ella lo hizo”. 

Francia Márquez cree que Ángela invitó a los movimientos feministas del país, precisamente, a entender que no es solo la lucha de género, “sino asumir la lucha racial como parte de las apuestas”. Y Perea insiste en lo mismo, “siempre tuvo una postura crítica enmarcada en el respeto, y en la imparcialidad, no era ni de un lado ni de otro. Siempre fue acorde al territorio y, aunque criticaba esa vulneración de derechos femeninos, sobre todo criticó el racismo estructural por el trato que recibían las mujeres étnicas”.

Un don de ancestra

Leyner Palacios, líder y víctima de la Masacre de Bojayá, trabajó con Ángela en procesos comunitarios y recientemente desde la Comisión Interétnica de la Verdad de la Región Pacífico (CIVP) dentro de la CEV. Aprendió de ella, y hoy lo reconoce, el profundo tabú nacional sobre la violencia sexual. 

“Comprendí que cuando una mujer acepta que ha sido violentada se le revictimiza, y necesitamos cambiar patrones culturales que están enraizados en el pueblo negro, en el pueblo indígena, y en todo el país, que someten a la discriminación”. Y comprendió, asimismo, la urgencia por discutir el tema a puertas abiertas, teniendo en cuenta que siete hombres de la Fuerza Pública, recientemente, violaron a una mujer indígena y “que la fiscalía tipificó como si fuera un acto consentido”.

Ángela, para Palacios, siempre se paró duro respecto al valor de todas las víctimas. “Hay mujeres que están siendo compradas para la Fuerza Pública en la región y en el Bajo Atrato, cuando no las están violando los hombres del ELN, las están violando los paramilitares”, cuenta Palacios. “Ángela levantó esa voz, comprendió el contexto, visibilizó este racismo y otros temas que tienen que mantenerse, porque su presencia aportó conocimiento popular a la luz pública, que ahora con su muerte no puede desaparecer en lo académico”.

Francia Márquez comparte el estado de incertidumbre. La lideresa feminista pide que el informe que le entregó a Ángela en mayo, Gritos de mujeres negras por la libertad, la reparación y la memoria, sobre cómo actores armados legales e ilegales han participado del despojo de territorios ancestrales para el desarrollo de grandes proyectos económicos en la región, no desaparezca. 

“Es que se le ha dicho a este país que la gente negra, con la que peleó su independencia, fue esclava por naturaleza y eso no es cierto. Le servimos a algunas familias para se mantuvieran en el poder a costa del empobrecimiento de quienes pusimos los muertos: los pueblos marginados, negros, indígenas y campesinos. Esa es la verdad que Ángela representa”.

La matrona siempre tuvo claro cuál era su don, la escucha, y lo compartió generosamente. Al enfermar por Covid, hace unos días, manifestó dos preocupaciones: no borrar su trabajo y que alguien se hiciera cargo de Carlos Mario, su primer hijito. Murió un 7 de agosto. La misma fecha en que Colombia celebra, desde hace dos siglos, su batalla independentista. Pero la sabedora palenquera, raizal y líder de la rejuntanza femenina, se despidió de su aldea africana, sin las armas de un prócer, buscando liberar a su pueblo.

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