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¿Ciencia + $$$ = Paz?

¿El papel de la ciencia en la construcción de paz se reduce a un problema de plata? No. El cálculo es mucho más complejo.

por

Lina Pinto


30.10.2018

La revista científica de mayor prestigio en el mundo, Nature, acaba de publicar un artículo titulado “La ciencia colombiana en la cúspide del cambio”. Cuenta sobre trabajos de investigación que se están desarrollando en el país a pesar de la normatividad kafkiana y la tramitología desatinada que obstaculiza, de manera absurda, la producción de conocimiento científico. Le da particular relevancia al sobre-diagnosticado problema del desfinanciamiento de la ciencia. Se pregunta si, con el gobierno de Iván Duque, ésta va a encontrar el apoyo estatal que requiere para el postconflicto o, en palabras del artículo, para “la economía de la postguerra”.

Visto así, el papel de la ciencia en la construcción de paz queda, una vez más, reducido a un problema de plata. La ecuación es [Ciencia + $$$ = Paz], tan solo una alteración sutil de otras malas conocidas: [Ciencia + $$$ = Desarrollo] o [Ciencia + $$$ = Otra Colombia, una mejor]. Es usual que en las pocas ocasiones en que los científicos deciden abanderar la política científica en el espacio público, la preocupación se centra en la financiación, pues se asume que lo demás viene por generación espontánea,  como resultado de dos cuestionados supuestos: la virtud inherente al quehacer científico —alimentada por la fe ciega en sus beneficios— y su traducción automática en políticas públicas pertinentes. Tal fue el caso, por ejemplo, de la pasada Marcha por la Ciencia, en la que científicos, principalmente en Bogotá, Medellín y Bucaramanga, salieron de los laboratorios a las calles pero limitaron sus protestas y exigencias a un asunto de recursos.  

No pretendo argumentar que no se necesita un financiamiento robusto y sostenido del sistema nacional de ciencia y tecnología. Esa pelea hay que darla. Se necesita dinero para investigar no solo en ciencias naturales sino también, y de manera crucial, en ciencias sociales y humanidades, para trabajar de forma seria y consistente en comunicación y periodismo científico.

Pero la disponibilidad de fondos para investigación o desarrollo tecnológico no resuelve la pregunta sobre cómo se hizo (o no se hizo) ciencia en épocas de conflicto, y cómo habría de hacerse (o no hacerse) en tiempos de posacuerdo. O, para ponerlo en otras palabras, cómo hacer para que la ciencia, la tecnología y quienes las producen contribuyan de manera transformadora a la construcción de una sociedad pacífica y justa.

La guerra es un fenómeno penetrante, ubicuo e ineludible que se ha expandido durante décadas hacia todos los rincones de nuestra sociedad, incluso a terrenos bienintencionados que parecen inmunes a sus alcances. Ni la ciencia ni ninguna otra práctica social ha logrado mantenerse al margen. En nombre de la ciencia, la tecnificación y el desarrollo tecnocientífico han legitimado la aspersión con veneno, el desplazamiento de poblaciones y la pérdida de biodiversidad a punta de monocultivos; han justificado abrir huecos del tamaño de 8 mil estadios de fútbol y el saqueo de conocimientos ancestrales; han normalizado que la descripción de nuevas especies  se convierta en capital privado; han desviado ríos que terminan tapando muertos y verdades con represas, y hasta se ha vuelto aceptable restringir el acceso a medicamentos como una estrategia bélica.

Entonces, no necesariamente con más ciencia —o con más plata para hacer ciencia— llegaremos a la paz. El cálculo es mucho más complejo y demanda una actitud reflexiva para averiguar si la ciencia que hemos estamos produciendo contribuye a la perpetración y perpetuación de violencia, y cómo podemos transformarla. Una ciencia para la paz requiere, primero, de este ejercicio introspectivo. Y supone, desde luego, apartarse de oportunismos fáciles que pasan únicamente por espolvorear las palabras “paz” y “post-conflicto” aquí y allá, como un hada madrina.

Si reenfocamos nuestros esfuerzos hacia las víctimas del conflicto armado y social, personas que en su mayoría habitan los márgenes de la sociedad, que en carne propia han sufrido muerte, desplazamiento, enfermedad y otras formas de violencia, las respuestas y la ruta pueden parecer más claras. A las víctimas es a quienes hay que preguntarles qué ciencia necesitan para lograr la paz. Es con ellas que se debería producir conocimiento y buscar soluciones a los asuntos que consideran problemáticos. En ellas debería estar la primera palabra sobre cómo gastar los recursos públicos de la ciencia. Si hay más plata para hacerlo.

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