El 27 de diciembre, después de un año y siete días, el comandante del Ejército, general Nicacio de Jesús Martínez, fue relevado de su cargo. La decisión la tomó el Presidente Iván Duque. Dijo que había razones familiares del General para su partida. Ocurrió justo después de que el Paro Nacional había mermado y el país entraba en vacaciones de fin de año.
Más allá de las razones del General, lo cierto es que su nombre se había vuelto un problema. Esto fue claro durante los días del paro: buena parte de la sociedad está cuestionando en las calles el uso de la fuerza por parte del Ejército y la estrategia de seguridad del actual Gobierno en un año en el que justamente regresó el temor a los falsos positivos en muchas regiones del país mientras las investigaciones por estos crímenes avanzan a paso lento en la Justicia Especial para la Paz.
Varios hechos lo demuestran.
Los mismos con las mismas
27 de abril de 2019. Vereda Campo Alegre, Norte de Santander. La comisión de paz del Senado viaja a la vereda donde un cabo del Ejército asesinó con su fusil Galil a Dimar Torres, un campesino que se había desmovilizado de las Farc y al que el cabo trató de presentar como explosivista del ELN. Los acompaña el brigadier general Diego Luis Villegas, comandante de la Fuerza de Tarea Vulcano y de los hombres que planearon el asesinato de Dimar.
Allí, con micrófono en mano y desde una tarima decorada con globos blancos, el general dijo: “No mataron a cualquier civil, mataron a un miembro de la comunidad, lo mataron miembros de las fuerzas armadas. Por lo tanto el comandante debería poner la cara y aquí estamos. Lo lamento en el alma y en nombre de los 4.000 hombres que tengo el honor de comandar, les pido perdón”.
Sus palabras no cayeron bien ni en el Gobierno ni en el Ejército. El entonces ministro de defensa, Guillermo Botero, lo desautorizó: “Claro que no fue concertada y clarísimamente no fue autorizada. Es una posición personal de él”, dijo en una entrevista en Caracol Televisión un par de días después. Luego Noticias Uno reveló un audio en el que un general del Ejército que el noticiero no identificó, dice: “Si le dolió mucho retírese y váyase para la guerrilla pa’que las Fuerzas Militares tengan el honor de perseguirlo y sacarlo de allá”.
Pero el perdón del general Villegas también llamó la atención porque él mismo está siendo investigado por falsos positivos. En particular, por el asesinato de Ómer Alcides Villada, quién tenía deficiencias mentales y fue asesinado en marzo de 2008 en la vereda Palmitas, municipio de Montebello, Antioquia cuando Villegas era el comandante del Batallón de Ingenieros Pedro Nel Ospina.
Dos años antes, ese mismo Batallón, entonces en cabeza de otro coronel, se ganó el concurso por falsos positivos, como contó La Silla Vacía. Un concurso en el que participaron 10 unidades tácticas adscritas a la IV Brigada del Ejército y cuyo final era premiar al que más bajas presentara al final de año.
Aunque la Fiscalía intentó tres veces imputarle cargos y en 2016 emitió orden de captura en su contra, Villegas se sometió a la Justicia Especial para la Paz, JEP, el 6 de febrero del 2018. En diciembre de ese mismo año, ya en el gobierno de Iván Duque, fue ascendido al rango de brigadier general del Ejército a pesar de los cuestionamientos en su contra. Luego, fue designado como comandante de la Fuerza de Tarea Vulcano, que tiene a su mando las operaciones militares en el Catatumbo, Norte de Santander, una de las zonas donde más se ha acrecentado la guerra después de la desmovilización de las Farc y donde justamente fue asesinado Dimar Torres por miembros del Ejército.
Para Germán Romero, abogado de derechos humanos que acompaña el caso de Ómer Alcides Viillada, el caso del General Villegas resume muy bien el problema para que el país supere el temor a los falsos positivos.
“Ni el Estado ni el Ejército han entrado en un proceso de transición –que se supone que debió haber hecho tras firmar el Acuerdo de Paz– y que implica hacer una depuración real de todos los oficiales que venían siendo investigados por falsos positivos en la década pasada”, dice. “Los mantienen dentro de la fuerza, les dan ascensos y terminan comandando unidades que a la postre se vuelven de nuevo ejecutoras de falsos positivos y ejecuciones extrajudiciales. Las prácticas y los personajes dentro del Ejército se mantienen”.
Reconoce que a todo el mundo se le debe respetar la presunción de inocencia hasta que se le venza en juicio y la sentencia quede en firme. Pero, aunque el Estado los mantenga dentro de la Fuerza Pública, hasta que eso ocurra no puede “tenerlos en posiciones de mando operacional o mando de inteligencia que están facilitando que se den estos nuevos casos”.
Romero cree que si no hay una contribución a la justicia por parte de los victimarios, la mentalidad dentro de las fuerzas militares no cambiará.
Human Rights Watch ya había puesto el dedo en la llaga por este tema justo después de que Iván Duque cambió a la cúpula del Ejército en diciembre del 2018. Dijo que nueve de los militares que fueron nombrados por el presidente Duque en altos cargos dentro del Ejército tienen cuestionamientos por haber participado o haber omitido denunciar casos de falsos positivos, empezando por el propio General Nicasio Martínez.
“Las autoridades colombianas deberían impulsar investigaciones serias contra los generales creíblemente implicados en falsos positivos y no designarlos en los puestos más importantes del Ejército”, señaló su director, José Miguel Vivanco. “Al nombrar a estos generales, el gobierno transmite a las tropas el preocupante mensaje de que cometer abusos puede no ser un obstáculo para avanzar en la carrera militar”.
El asesinato de Dimar Torres llenó los titulares de prensa del país durante casi todo el año. Aunque inicialmente el mismo ministro Botero dijo que la muerte de Dimar se había dado en medio de un forcejeo con el cabo del Ejército Daniel Gómez Robledo, poco a poco se ha ido conociendo la verdad: que el cabo Gómez Robledo planeó el asesinato junto con el teniente coronel Jorge Armando Pérez Amézquita en un grupo de Whatsapp. Que venía siguiendo ilegalmente a Dimar Torres desde hacía un mes. Y que justo después de que lo mató, –con cuatro tiros, incluido uno en la cabeza–, escribió “mi coronel, ya lo maté” en el chat e intentó, junto con otros tres soldados, enterrar el cuerpo y la moto de Dimar en una fosa para que nadie lo encontrara nunca. Los vecinos y conocidos de Dimar se los impidieron y dejaron constancia en video de lo que pretendían hacer los militares.
Javier Rincón, miembro del comité investigativo del Observatorio de Derecho Militar de la Universidad Javeriana, se refiere al caso de Dimar Torres como uno donde “lo que uno identifica más son situaciones de ajustes de cuentas, venganzas, rencillas personales”. Y es que la Fiscalía mostró que el cabo asesinó a Dimar Torres después de que uno de los miembros de su escuadra murió al pisar una mina. Aún así, la Fiscalía también dijo que el cabo actuó siguiendo ‘cabalmente’ las órdenes de su superior, el teniente coronel Pérez Amézquita, que hoy está retirado del Ejército.
Los mantienen dentro de la fuerza, les dan ascensos y terminan comandando unidades que a la postre se vuelven de nuevo ejecutoras de falsos positivos y ejecuciones extrajudiciales. Las prácticas y los personajes dentro del Ejército se mantienen
Pero, el de Dimar no es el único caso. En marzo, La Liga contra el Silencio denunció un caso en el sur de Bolívar. La revista Semana registró en junio otros dos casos en Arauca y Tumaco. La Silla Vacía mostró varios casos de presuntas intimidaciones, capturas irregulares, empadronamientos, allanamientos, señalamientos sin pruebas contra los campesinos y ejecuciones extrajudiciales en todo el país. Y en octubre, campesinos e indígenas denunciaron que el campesino Flower Trompeta fue sacado por hombres del Ejército de la finca de su papá en Corinto, Cauca, y horas después su cuerpo fue encontrado con tiros por la espalda cerca a su casa.
Quienes denunciaron el caso, entre los que se encuentra la Guardia Indígena y los líderes de la zona, aseguran que el joven comunero fue torturado y asesinado por miembros del ejército en conjunto con sujetos que intimidaron a la familia y se identificaron como paramilitares. Fue justamente la comunidad la que impidió que se llevaran el cuerpo antes de poder verlo y verificar las irregularidades del lugar. A esto se suma que testigos del hecho aseguraron que hombres vestidos de civil y armados regañaron a los soldados y les dijeron: “ustedes tenían que haber hecho lo que hicieron y sacarlo rápido porque ahora la comunidad no va dejar hacer las cosas bien”.
Al momento de presentar su versión el Ejército Nacional aseguró que Trompeta había muerto durante un enfrentamiento militar hecho contra un Grupo Armado Organizado Residual, que era buscado por delito de receptación y que “tenía en su poder un fusil M16, un lanzagranadas de fabricación artesanal, material explosivo y municiones”. La comunidad ha negado en repetidas ocasiones estas acusaciones y ha denunciado que la familia ha recibido múltiples amenazas, además de que el Ejército acusó al hermano de Trompeta de ser un líder guerrillero y que el día del asesinato nunca hubo ningún enfrentamiento militar.
El caso quedó en manos de la justicia ordinaria.
“Los falsos positivos no se han terminado”, opina Jacqueline Castillo, miembro de MAFAPO, una organización de víctimas que reúne a madres y familiares de desaparecidos y asesinados en el marco de las ejecuciones extrajudiciales. A su voz se suma la de Germán Romero quien denuncia: “No es que se hayan ido y hayan vuelto sino que fundamentalmente hay una práctica o hay un elemento de la formación militar que siempre permite estas situaciones o mejor, es una práctica que cuando el ejército necesita echar mano de ella, echa mano”.
Rincón, sin embargo, insiste: no se puede hablar del regreso de los falsos positivos porque “las circunstancias en las que opera el Ejército hoy no son las mismas que operaban cuando se produjeron todas estas situaciones. Antes era más por números y cantidades porque la guerra era una lógica era de posiciones y esa guerra no existe más. Hoy se exige más de las fuerzas militares un tema de precisión, de golpes muy puntuales”, dice.
Aún así, después del asesinato de Dimar Torres el país supo que el Ejército sí estaba pidiendo números y que hubo órdenes para bajar la precisión en la planeación de los operativos.
Órdenes peligrosas
18 de mayo de 2019. No ha pasado ni un mes desde el asesinato Dimar Torres. El New York Times revela una noticia que deja, nuevamente, frío al país: por órdenes del General Martínez, los generales y comandantes del Ejército se comprometieron a doblar sus resultados operacionales en el 2019. No sólo capturas y desmovilizaciones, sino bajas en combate. “Hemos regresado a lo que estábamos haciendo antes”, le dijo a el Times uno de los tres altos oficiales que hablaron bajo la condición de anonimato.
El General Nicasio Martínez se defendió: “en ningún momento se indicaba una prelación de las muertes en desarrollo de operaciones militares sobre cualquier otro resultado operacional”, el Ejército es una “institución siempre prioriza la vida, somos un Ejército defensor de los derechos humanos, esta es una actividad que cumplimos diariamente en el terreno”.
Javier Rincón coincide. Dice que la orden “no estaba dirigida a todo el personal de las Fuerzas militares sino a personas que por su grado tienen la capacidad de discernir entre qué se puede hacer y qué no, y sobre todo, entender que se les están exigiendo resultados, no es una invitación a que asesinen”. Para él, que altos oficiales hayan decidido denunciar es legítimo pero cree que “estas supuestas denuncias son el resultado de rencillas internas que se presentan en todas las instituciones encaminadas a desprestigiar a la persona que está en el mando con el fin de eventualmente obtener réditos de esa situación”.
Rencillas o no, Martínez retiró el documento. Dijo que su orden había sido descontextualizada y que “mantener vigente un documento que fue tergiversado pasa a segundo plano, cuando está por encima mantener la credibilidad y respaldo de todo un país”.
La revista Semana, en todo caso, mostró con testimonios y documentos que tras la publicación del Times, algunos comandantes del Ejército iniciaron una “cacería de brujas” para dar con aquellos que habían filtrado la información a los medios. Incluso, contó, que el general Eduardo Quiróz dijo “el que me traiga quiénes son los que están filtrando la información de lo que está saliendo en la prensa le damos 100 millones de pesos o seis meses de permiso”. El Ejército, nuevamente, negó esas presiones.
El artículo del New York Times también reveló que otra de las órdenes del General Martínez fue realizar operaciones militares con un 60-70 por ciento de credibilidad y exactitud “lo que deja margen de error”, dice el diario, “como para que esa política ya haya ocasionado asesinatos cuestionables”, según dos altos funcionarios consultados por el New York Times. Antes la certeza del objetivo para una operación militar debía ser del 85 %.
Para el abogado Germán Romero esa orden quedó en evidencia meses después del escándalo, cuando el senador Roy Barreras denunció, en pleno debate de moción de censura contra el entonces Ministro de Defensa Botero, que el Ejército bombardeó un campamento de un disidente de las Farc donde murieron al menos 8 niños que habían sido reclutados forzosamente.
El general Martínez volvió a dar explicaciones y dijo que estas instrucciones se referían a la planificación de las misiones, no a su aplicación. Sin embargo, una vez se conoció el bombardeo, el comandante de las Fuerzas Militares, Luis Fernando Navarro, dijo que al momento en el que tomaron la decisión de bombardear el campamento de alias Cucho, “no se tenía conocimiento de presencia menores de edad que hicieran parte de la estructura de seguridad del blanco lícito”.
Esto, a pesar de que medios como La Silla Vacía revelaron que tanto el personero de San Vicente del Caguán, como el Alcalde del municipio y la Defensoría del Pueblo, habían advertido del reclutamiento de menores por parte de estas estructuras armadas antes del bombardeo. Incluso, el personero de San Vicente envió cuatro comunicaciones al Ejército de Caquetá alertando del reclutamiento de menores.
“Haber decidido bombardear, a pesar de los reportes previos que daban cuenta de la posibilidad de tener menores de edad reclutados, demuestra la falla en el deber de protección a esos niños y niñas por parte del Estado”, escribió en Cerosetenta Hilda Molano, experta en reclutamiento forzado y Coordinadora de la Secretaría Técnica de la Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado en Colombia, COALICO.
Verdad a medias y bajo amenazas
Jony Duvián Soto Muñoz tenía 21 años cuando el Ejército lo mató y lo enterró en una fosa común en Ocaña, Norte de Santander, haciéndolo pasar como un guerrillero muerto en combate.
“Fue un niño muy hiperactivo”, cuenta su madre Soraida Muñoz. “Le gustaba el juego, le gustaba el fútbol, era un niño muy amigable. Fue creciendo, estudió… pero él siempre… su meta era el Ejército. Mi hijo amaba al Ejército. Él prestó servicio en San José del Guaviare como soldado raso. No fue reclutado en ningún momento, él fue voluntario porque amaba su Ejército”.
Aunque quiso seguir, Soraida se lo impidió: “yo ahí mismo empecé a rodar mi película viéndolo entrar a la casa en silla de ruedas, mutilado, sin piernas, sin brazos y dije no, no, no, eso no es con nosotros…esa pelea no es con nosotros. mi hijo salió llorando”.
El 17 de octubre de 2019, Soraida Muñoz y las madres de Soacha –madres de los jóvenes asesinados que destaparon el horror de los falsos positivos–, se reunieron en una audiencia de la Justicia Especial para la Paz que tenía como único propósito escucharlas a ellas. Cerosetenta estuvo allí. Era la primera vez que hablaban en un escenario judicial como colectivo, y no solo como víctimas individuales, para describir el que para ellas es un crimen sistemático que cometió el Estado.
“Yo hoy en día no lloro”, dice Soraida. “Ya no lloro porque ya no tengo lágrimas… Ya sé quién me mató a mi hijo. El por qué no lo sé, tengo la esperanza de saberlo, pero mis hijos me dicen, ‘mami, nosotros nunca vamos a saber la verdad’. Él papá de él murió hace cinco años, dos días antes dijo ‘nunca vamos a saber porque nos mataron a nuestro hijo’”.
Las mujeres reivindicaron a sus víctimas por quienes eran. Hasta ahora, los militares que han comparecido ante la JEP han dicho que ellos no conocían a sus víctimas, que no sabían quienes eran, que no sabían de dónde los trajeron, o si saben, no saben detalles de ellos, dicen que solo los legalizaron. El testimonio de Soraida, además, mostró que el daño no solo se lo hicieron a ella y a su familia, como víctimas, sino que afectó la credibilidad de la misma institución.
Las madres de Soacha coincidieron en varios puntos. Luego de revisar las versiones de los militares que están acudiendo a la JEP, dijeron que los militares afirman que había una presión desde arriba, pero no dan nombres. Que, lo que han dicho los militares hasta ahora, no es sincero, no es verdad.
Yo hoy en día no lloro. Ya no lloro porque ya no tengo lágrimas… Ya sé quién me mató a mi hijo. El por qué no lo sé, tengo la esperanza de saberlo, pero mis hijos me dicen, ‘mami, nosotros nunca vamos a saber la verdad’. Él papá de él murió hace cinco años, dos días antes dijo ‘nunca vamos a saber porque nos mataron a nuestro hijo’.
Lo dijo Jacqueline Castillo, hermana de Jaime Castillo Peña: “Para mí no lo han hecho, a mí me da a entender que leen un documento condicionado por los abogados, condicionado a lo que deben decir, lo que pueden decir y cómo lo deben decir, eso para mí ya no es una verdad”. Lo dijo Soraida Muñoz: “Lo que han dicho lo hemos escuchado en la justicia ordinaria, ¿cuáles son los beneficios que ellos quieren?”. Lo dijo Ana Cecilia Arenas Garzón: “Nosotros sabemos quienes son las cabezas mayores. ¿Por qué no nos la ratifican y nos dicen esa verdad que es lo que nosotros queremos saber?”
La pregunta sobre quién dio la orden sigue sin respuesta mientras este año se destaparon hechos que muestran que desde algunos sectores del Ejército el miedo a que se sepa la verdad sigue más vivo que nunca.
Por un lado, con amenazas de muerte para aquellos militares que están compareciendo ante la JEP. Se lo dijo a Semana la magistrada Catalina Díaz que está al frente del caso: “Luego de venir a atender las versiones voluntarias han sido amenazados, seriamente amenazados, a tal punto que hemos decretado medidas cautelares debido a que la propia JEP, en el estudio de riesgo, confirmó que estaban en una situación extraordinaria”.
Por otro lado, lo demuestra con acciones que buscan borrar la memoria: el viernes 18 de octubre, un día después de que las madres de Soacha estuvieron en la JEP, varios miembros de la Policía y del Ejército interrumpieron la realización de un mural de la #CampañaPorLaVerdad, liderada por 11 organizaciones de derechos humanos que buscaban hacer visible la problemática de los mal llamados “falsos positivos”. El graffiti estaba encabezado por una pregunta, ¿Quién dio la orden?, acompañada de una cifra, 5.763 asesinatos de civiles entre 2000 y 2010 y más abajo los rostros de cinco miembros del Ejército, incluyendo al general Nicasio Martínez y a Mario Montoya. Al otro día, la pared amaneció totalmente blanca, sin rastro de las caras de los militares ni de las cifras. En redes sociales, no obstante, la imagen de lo que sería el resultado final del mural fue ampliamente compartida.
“Es un gesto que pretende cancelar la injusticia de los eventos, al replicar el borramiento de las voces de los asesinados y volver a negar que fueron ejecuciones extrajudiciales, que sumían en el olvido a los desaparecidos”, escribió la profesora Laura Quintana para de Cerosetenta.
La verdad todavía está lejos de concretarse. Pero la poca que se ha descubierto sigue aterrando el país. El mejor ejemplo es la fosa con más de 50 cuerpos de presuntos falsos positivos que descubrió la JEP en diciembre en Dabeiba, Antioquia. Organizaciones de derechos humanos y la misma Unidad de Búsqueda de Desaparecidos aseguran que hay más fosas como esa.
Mientras tanto, a la JEP ya se sometieron 2.059 militares y policías de los cuales el 95 % está respondiendo por casos de falsos positivos. Muchos de ellos, sin embargo, ya tienen condenas en la justicia ordinaria, o fueron mencionados en la evidencia que salió cuando estalló el escándalo en la primera década de los 2000.
El problema es que descubrir quién dio la orden a partir de sus versiones libres es muy complejo. La ley estatutaria de la JEP que aprobó el Congreso indica que para establecer responsabilidad de mando se tendría que probar que existió conocimiento de los altos y medianos mandos antes, durante y después de los hechos y muchas de las órdenes fueron verbales y transmitidas sin dejar huella.
“Es que aquí nos derrotamos antes de intentarlo”, dice el abogado Germán Romero. “Hay muchísimos casos de muchachos que fueron asesinados entre el 2005 y 2008 que siguen en cementerios como no identificados, o identificados, pero no se los han regresado a sus familias. Nadie resuelve eso y las madres siguen penando. Ahora nos quieren decir ‘les regresamos el cuerpo y listo, todo bien’, el tema de justicia lo resolvemos otro día”.