¿Y si hablamos de la caña de azúcar ahora que estamos en la COP16?
Un informe sobre los impactos socioambientales del monocultivo de la caña de azúcar en las vidas de las comunidades negras del valle del río Cauca abre una veta para hablar de un tema crucial en estos días de biodiversidad.
“Mi nombre es Arnubio Díaz Lugo, vivo en el norte del Cauca en el corregimiento del Ortigal del municipio de Miranda, a ocho kilómetros de Puerto Tejada. Soy un hombre de padres negros y abuelos negros. Mis ancestros por parte de mi padre son de Robles, Valle. Ellos vinieron de la hacienda La María donde había un enclave de esclavos. Se volaron y salieron para Buenos Aires, Suárez. Nos quitaron el apellido que era Mutumbutú y nos pusieron el apellido Lugo por la provincia en España. Ahí empezaron las cosas mal con nosotros”.
El mayor Arnubio enciende un cigarrillo apoyado en la pared exterior de la casa donde funciona el centro cultural Espectra Laboratorio Creativo, en el barrio San Antonio en Cali. Es la noche del viernes 25 de octubre de 2024 y en la calle se escucha música, pasan vehículos y personas; varias lo saludan. El mayor Arnubio les responde amigable y cálido. Más allá, a unas cuadras, está la Zona Verde de la COP16 reventada de bullicio y gente. Más allá, la Zona Azul, con sus negociaciones frente al Convenio Sobre la Diversidad Biológica. Y más allá, desde la salida de Cali y a lo largo del valle del río Cauca, una enormidad de 241.205 hectáreas sembradas con cultivo tras cultivo de caña de azúcar, a la que en la región donde el mayor Arnubio nació y creció se le conoce como el monstruo verde. Acaba de terminar el evento que lo convocó a él y a varios y varias más: la presentación del informe No todo lo verde es biodiverso: impactos del monocultivo de la caña de azúcar en la biodiversidad y los modos de vida del pueblo negro en el valle del río Cauca.
Elaborado durante tres años en un trabajo colaborativo entre el Palenke Alto Cauca-Proceso de Comunidades Negras (PCN), la iniciativa Enramada y la organización Forest Peoples Programme, el informe —que se estrenó junto a una exposición y a una campaña— se centra en el despojo de agua y espacios anfibios en el norte del Cauca donde dos de los 14 ingenios azucareros del valle tienen una influencia notoria: Incauca S.A.S y La Cabaña S.A. El primero con 13 plantaciones y el segundo con dos.
Si bien fueron los españoles quienes en el siglo XVI trajeron la caña al valle del río Cauca y se encargaron de dispersar su siembra; y si bien entre la tercera y la última década del XIX se exportaron 20.000 toneladas, y a comienzos del XX se inauguró la planta moderna del ingenio Manuelita y para 1930 ya existían los ingenios Manuelita, Providencia y Riopaila; la presencia de Incauca y La Cabaña –los ingenios a los que el informe se refiere– data de mitad del siglo XX. De hecho, su aparición empata con la época de La Violencia en Colombia y, en un contexto mundial, con la llamada Revolución Verde, el proceso de recambio tecnológico en la agricultura basado en propuestas de monocultivo, dependencia de combustibles fósiles y aplicación de fertilizantes, herbicidas y pesticidas químicos que hoy se sabe que “no contribuyen a la conservación de la biodiversidad, ni a la lucha contra la desertificación ni contra el cambio climático”, como se lee en el informe.
El mayor Arnubio también se remonta a los años 60. Él es ingeniero rural, licenciado en Educación Rural y experto en biotecnología. Ha enfocado su carrera en el desarrollo de modelos agrícolas y junto al Proceso de Comunidades Negras participó en la promulgación de la Ley 70 de 1993, un hito para la población afrodescendiente, palenquera, negra y raizal, así como en la conformación de los consejos comunitarios, la autoridad étnica que administra sus territorios colectivos. Fue en los años 60, dice, cuando a la finca ancestral —el sistema agroforestal forjado a partir del conocimiento del pueblo negro— se le empezó a llamar despectivamente finca tradicional. “Claro, le decían tradicional: la que no avanza, una finquita con palos de cacao”.
Muy al contrario, la finca ancestral es, digamos, un universo. Primero es un territorio al que hace mucho tiempo llegaron mujeres y hombres esclavizados en busca de libertad y de una vida con condiciones dignas. Durante la presentación de No todo lo verde es biodiverso, el mayor Félix Banguero, militante del PCN e integrante del equipo coordinador del Palenke Alto Cauca, contó que aquellos hombres y mujeres lograron que creciera el bosque seco tropical. “Sirvió de cobertura y escondite, posibilitó la recreación con sus ríos superficiales y reprodujo una lógica respetuosa con la naturaleza”, recordó.
Ahora, el mayor Arnubio agrega que una finca tiene varios componentes: jardín, casa, patio, huerta con plantas medicinales, esotéricas y condimentarias, árboles frutales y maderables, y animales. Si a los productos que él menciona se le suman los que enumeró el mayor Félix, la lista es enorme: cacao, plátano hartón, dominico hartón, pelipita, chachaco, banano, zapote, limoncillo, salvia, verbena, consuelda, chontaduro, yuca y café. En su momento, la finca tenía entre dos y seis hectáreas divididas en estratos de distintas alturas: los árboles maderables protegían a los frutales y estos a los arbustos que servían como cobertura vegetal. Además, había una madrevieja o laguna que hacía las veces de reserva en tiempo de escasez de agua con lo que el rendimiento, la soberanía alimentaria y el equilibrio ecológico y económico a través de la rotación de cultivos se aseguraba en cualquier época del año.
De acuerdo al informe que apoyó la información que ha recopilado el Palenke Alto Cauca a través de la escucha y de ejercicios cartográficos con las y los mayores, en la finca ancestral llegó a haber 298 especies de flora, 77 de aves, reptiles y mamíferos, y, en particular, una red de ríos, humedales y zonas inundables que hasta mitad del siglo XX fueron una parte fundamental de la vida allí. Porque existe un componente de la finca, quizás intangible: lo colectivo y solidario “Era donde se recreaba la familia extensa, donde se recreaba el chono, un niño o niña que llegaba al patio de otra casa y hacía cofradía con los miembros y les decía a los mayores tío y tía. Ese dormía allá y acá, allá y acá le guardaban comida, allá y acá lo castigaban. Eso se perdió”.
Se perdió.
Como dice otro de los mayores: “Si te quitan la finca, te quitan lo que sos y si te quitan lo que sos estás a merced del otro”. ¿Y cómo pasó? El mayor Arnubio recuerda, por ejemplo, que con la Revolución Verde, la Caja Agraria otorgó préstamos para cultivos transitorios de soja, sorgo, maíz y otras cosas que la gente no sabía cómo sembrar. Naturalmente, varios fracasaron y entonces los recién surgidos ingenios les propusieron vender la tierra para pagar la deuda. “Después de los Juegos Panamericanos (1971) mucha gente del norte del Cauca se vino para Cali a raíz de ese problema”, dice el mayor. Otras y otras empezaron a trabajar para los ingenios.
Los ejercicios cartográficos que el Palenke ha elaborado tienen el fin de reconstruir cómo fue el paso de la finca ancestral al enorme trozo verde que hoy cubre su tierra.
Sin embargo, durante la presentación del informe se habló de la finca en presente y no en pasado. Aunque de ella solo queden relictos que, como señaló la abogada María del Rosario Arango, solían ser un bosque lleno de humedales con un río Cauca que se desbordaba y “ahora son una isla en un mar de caña”, esos fragmentos son un símbolo de resistencia. De acuerdo con Todo lo verde no es biodiverso, en el norte del Cauca “existen por lo menos tres generaciones que no conocen su territorio sin la ocupación del monocultivo”. Para ellas y ellos la relación con las fuentes de agua —que eran sustento, transporte, conectividad y un lugar de paseo— son parte de la narración de otro tiempo, tras ser privatizadas, fragmentadas y contaminadas por los ingenios azucareros. Pero quieren que el río vuelva.
Para los años 80, el 88% de las más de 15.000 hectáreas de humedales ya habían desaparecido.
“2.474 hectáreas de ronda hídrica han sido despojadas para sembrar caña solo en la parte plana de los municipios de Guachené, Padilla, Puerto Tejada, Villa Rica, Miranda, Caloto y Corinto”, revela el informe y subraya que por ley esos predios deberían destinarse al uso comunal y a la protección de los ríos, no a la agroindustria. Agrega que para los años 80, el 88% de las más de 15.000 hectáreas de humedales registrados en la cuenca alta del río Cauca ya habían desaparecido a causa del drenaje de los monocultivos. El informe trabajó con cuatro ríos subsidiarios del Cauca cuyas rondas, según se estableció, están sembradas de caña. A la pregunta sobre cómo repercute eso en el territorio, el politólogo y abogado Daniel Marín y la periodista y politóloga Carolina Gutiérrez Torres, investigadores de Enramada, responden con una anécdota de uno de los recorridos que realizaron por la zona.
“Llegamos a las 5 de la mañana a un caserío y hacía mucho calor porque son zonas en las que no está la finca ancestral y eso hace que haya un clima inclemente porque no hay bosque. La gente está encerrada. Si esto hubiera sido un domingo hace 90 años estarían en un paseo de olla, nadando en el río, encontrándose entre vecinos y vecinas, caminando”, dice Gutiérrez Torres.
Durante la presentación de No todo lo verde es biodiverso, el mayor Janner Valencia Lasso, coordinador del equipo de trabajo del Palenke Alto Cauca, un hombre muy alto que lleva 36 años luchando por el pueblo negro, advierte que el daño no es solo a las aguas superficiales, sino a las subterráneas: “Estamos ad portas de que ellos generen un desierto. Acabaron con los ríos, con los humedales, con los cuerpos de agua. Si no los secuestraron, los terminaron y si no los terminaron, los privatizaron. Lo más peligroso es que hay aguas subterráneas que no se pueden recuperar”, apunta. El mayor Janner recuerda que los mayores se refieren al cultivo de la caña como el haragán: “En la finca ancestral usted todos los días tiene que hacer una cosa y otra, hay una relación. Con la caña no, sembrás y de vez en cuando le echás un ojito y ya”.
Un desierto biológico. Ese es el mismo panorama que el mayor Arnubio pronostica si las cosas siguen como están. Porque con la finca ancestral la biodiversidad estaba asegurada. Entonces él habla de una especie de avispita muy frágil que polinizaba el cacao y cuya población está diezmando porque no resiste la temperatura de la quema de la caña que durante 6 o 7 días se eleva hasta 60 grados y arrasa con la vida. Y habla de las aves del norte que en su viaje surcaban el cielo caucano y se alojaban en las fincas y hoy ya no paran porque no tienen nada para comer. En sintonía, el informe arroja una idea atroz: “El monocultivo de la caña de azúcar podría perpetuarse y continuar con su devastación si se acepta la propuesta de mandatarios locales de declarar el paisaje cañero como patrimonio cultural de la humanidad”.
En su investigación, el equipo de Enramada buscó entrar en contacto con los ingenios azucareros Incauca S.A.S y La Cabaña S.A y, en realidad, encontró lo que registraron como falta de transparencia. “Solo el 25% de la caña que hay en el valle geográfico del río Cauca es propiedad de ellos directamente. El otro 75% son proveedores, entonces la única manera de hacer un estudio es a través de ese 25% porque no dicen quiénes son sus proveedores”, cuenta Gutiérrez Torres y añade: “Pero cruzamos mapas y encontramos que esos despojos que la gente nos contó coinciden con las tierras que les pertenecen a ellos”. Por su parte, Daniel Marín señala que la transparencia también consiste en que quienes compran azúcar del valle del río Cauca alrededor del mundo sepan y monitoreen en qué condiciones es producida.
No solo azúcar, la agroindustria cañera también produce biocombustibles, energía verde, bolsas y pitillos ecológicos; la agroindustria instala vallas publicitarias en lo alto de la carretera que conduce a Cali en las que anuncia su contribución a la biodiversidad. A esa misma agroindustria las mujeres y hombres del norte del Cauca le piden que devuelva la tierra y las rondas hídricas acaparadas. Piden que la finca ancestral sea patrimonio de la humanidad.
Todo esto —el informe, la campaña, la exposición— no ocurre en cualquier momento, sino en la COP16. Por supuesto, no es coincidencia: en efecto, el cultivo de caña, inmenso y monótono, es un paisaje para quienes habitan en Cali. De las acusaciones hechas a los ingenios se habla poco por aquí. La COP16, dicen Marín y Gutiérrez Torres, abre una veta para que la conversación y la lucha del pueblo negro del norte del Cauca se cuele y ojalá se instale.