El diario The Guardian publicó el 30 de octubre un artículo en el que se afirma que el ELN perpetró una masacre a mediados de octubre de 2018. Según el reportaje, al menos siete personas fueron asesinadas por las fuerzas del grupo guerrillero. Los muertos —algunos no tenían siquiera 18 años— eran mineros que trabajaban cerca de Tumeremo, en el estado de Bolívar, Venezuela. ¿Apareció esta noticia en los medios de comunicación colombianos?
El diario de mayor circulación, El Tiempo, publicó el 16 de octubre un reportaje que pasó desapercibido. La nota, valga decirlo, fue hecha por otro medio: lleva la firma de la agencia EFE y del diario venezolano El Nacional. Pero la noticia no es la masacre, por supuesto. La noticia es que el diputado Américo de Grazia denuncia que el ELN asesinó a 16 personas. Hay una sutil diferencia. El contenido del artículo gira en torno de las acusaciones de de Grazia, de las evidencias que presenta y de sus declaraciones, no en torno de la masacre como tal. El asedio y la muerte de los mineros se deja de lado. Y lo que es peor: se pone en duda. Para comprobar esto basta leer el pie de página que acompaña una fotografía: «Momento en que autoridades llegan a la mina ‘Los candados’ luego de la supuesta masacre» [cursivas mías]. En el artículo, la masacre no se entiende como hecho (y como tal, verificable). Al contrario, se entiende como discurso, como algo que alguien dice, no como algo que pudo o no haber sucedido. Al finalizar la lectura no sabemos si la masacre tuvo lugar. Cualquiera diría, tras leer este texto, que el periodismo consiste en la mera transmisión de lo que otro dice en lugar de la verificación de lo que dice.
La Silla Vacía, El Espectador y Semana tuvieron el decoro de guardar silencio. Supongo —podría equivocarme— que los demás medios de comunicación colombianos se unieron a esta causa.
Suele decirse que el caudal de noticias violentas embota los sentidos hasta el punto de que los colombianos nos hemos vuelto indiferentes a la violencia rampante. Esta interpretación, a todas luces facilista, me parece insuficiente.
Imaginemos que en unos años se llega a un acuerdo de paz con el ELN. ¿Se recordará esta masacre? ¿Será incluida en la lista matanzas perpetradas por cada bando? ¿Formarán parte estos muertos del recuento de víctimas oficiales? La respuesta a estas preguntas pareciera ser que no. Es no por la misma razón por la que los medios colombianos casi ni hablan de ella: porque las víctimas no son víctimas. No lo son porque son venezolanos asesinados en su país y la narrativa preponderante afirma que nuestro mal es el “conflicto colombiano”. Este discurso colombianizante está latente, incluso cuando el Gobierno colombiano decidió hace unos años bombardear otro país para asesinar a un líder guerrillero e incluso cuando las utilidades de la guerra (la droga) se extienden a lo ancho y largo del globo. Esta misma guerra traspasó nuestras fronteras nacionales, pero pareciera que las únicas víctimas fuéramos nosotros, los colombianos. Lo que sucedió más allá de esos límites no interesa, no vende, es nebuloso y desorienta. A lo sumo, el nombre de otros países aparece para denunciar que esos mismos países son aliados de los grupos criminales. Venezuela, hemos oído miles de veces en los últimos años, es hogar seguro de grupos guerrilleros. ¿Pero qué sucede con la gente que vive en esos territorios? ¿Qué incidencia tiene en su vida la presencia de estos combatientes? Este punto es especialmente delicado, porque el reconocimiento de alguien como víctima implica reparación y verdad. ¿Estamos dispuestos a velar por la reparación y el derecho a la verdad de víctimas no colombianas? En gran medida la noción de víctima es una categoría política, pues está determinada por cómo y quién dice que alguien es una víctima. Si bien esta noción ha servido para reparar, reconocer y empoderar sujetos marginados (mujeres, pobres, indígenas, negros, etc.) así como las personas directa o indirectamente afectadas por el conflicto, no debemos olvidar que el campo de extensión de esta noción también deja de lado ciertos individuos que han sufrido las escuelas de la guerra colombiana.
Ahora bien, suele decirse que el caudal de noticias violentas embota los sentidos hasta el punto de que los colombianos nos hemos vuelto indiferentes a la violencia rampante. Esta interpretación, a todas luces facilista, me parece insuficiente. Supongamos que alguien tiene 50 hermanos. ¿El hecho de que hayan muerto 49 de ellos mitiga el dolor del asesinato del quincuagésimo hermano? En estos casos, la cotidianidad no es sinónimo de indiferencia. En Frames of War: When is Life Grievable (2009), Judith Butler afirma que el reconocimiento de qué vida nos importa —qué vida nos parece valiosa y, por tanto, su pérdida nos causa dolor— depende de marcos de referencia condicionados por consideraciones políticas. Es decir, el lugar donde está parada una persona con respecto a nuestro marco epistemológico determina si la vida de esa persona merece nuestro duelo. Hay ciertas vidas que desde el principio no las concebimos como vidas, de modo que no reconocemos realmente su pérdida como la pérdida de una vida. He aquí, quizás, una mejor explicación para la indiferencia de las personas ante las noticias violentas: en ellas se narran las desgracias de vidas que, en virtud de marcos políticos, no son dignas de nuestro duelo. Cabe entonces preguntarse si en ocasiones el discurso de los medios de comunicación (y, por qué no, cierto discurso político) no condiciona nuestro marco epistemológico para que nos sea imposible reconocer que la vida de los habitantes de Venezuela —y de otros países— es una vida que entra realmente en la esfera de nuestro duelo.